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Habían colocado un segundo escritorio en una esquina bastante oscura de la oficina del director, contigua al dispensario. El doctor Ducroix confiaba en que Morel no tuviera inconveniente en compartir la oficina. Estaba lejos de ser lo ideal, por supuesto, pero andaban muy escasos de espacio.

– En absoluto. -Joseph estaba deseoso de complacer, no queriendo que el resentimiento por su nombramiento interfiera en la ejecución de sus planes. Aunque en las maneras de Ducroix no se detectaba resentimiento alguno: su enhorabuena parecía sincera, su acogida enteramente cordial. Un tipo agradable, Ducroix, y bastante competente. Pero ¡energía!, ¡entusiasmo! Un hombre necesitaba sin duda estas cualidades para obtener resultados, pensó Joseph, limpiándose los anteojos mientras el director se explayaba sobre las disposiciones para una cena que la junta directiva del hospital iba a dar en honor del nuevo miembro.

Por fin se encaminaron a la primera sala.

– Dígame, Morel, ¿cuándo fue la última vez que nos visitó? Las salas, quiero decir.

– Hará nueve meses.

Ducroix abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar.

La sala había sido diseñada para veinticuatro camas, y dos pacientes por cama era el poco higiénico criterio habitual. En esos momentos la ocupaban unas ochenta o noventa pacientes; sentados contra las paredes, o tumbados en el suelo en fardos de telas y sacos de paja, o sobre las mismas baldosas. Aquí y allá, telas de saco colgadas de cuerdas servían de particiones improvisadas. Cinco o seis niños mugrientos se perseguían, abriéndose paso entre los pacientes con loable agilidad mientras eran pródigamente maldecidos. Un perro con una cola en forma de signo de interrogación se acercó a los recién llegados y les olisqueó las botas.

Cerca, una mujer gemía; Joseph levantó una grasienta esquina de una tela de saco y dejó a la vista a una pareja copulando. Al retroceder de un salto, volcó un bacín. El perro se acercó trotando, meneando la cola, para investigar el contenido.

– Como le decía, andamos algo justos de espacio -murmuró Ducroix.

En la oficina del director, Joseph aceptó un vaso del armagnac del director y se secó la frente.

– No está tan mal cuando hace buen tiempo. -El tono de Ducroix era de disculpa-. Muchos acampan en el jardín. Una escena bastante alegre en ocasiones.

– Pero la situación es imposible. No tenía ni idea de que las condiciones se hubieran deteriorado hasta ese extremo. ¿Y dice que la guerra…?

Ducroix se encogió de hombros.

– Es una de las razones del hacinamiento. Ya ha visto a los soldados. Bueno, sería más exacto llamarlos mendigos, pobres diablos, sus días de combate han terminado para siempre. Por cierto, ¿se ha fijado en la madre Clothilde? En la segunda sala, tomando el pulso a ese hombre.

Joseph recordó a la anciana vestida de marrón a quien había tomado por pariente del paciente.

– ¿Esa era la madre Clothilde? No la he reconocido.

– Cuando disolvieron la orden, regresó con su familia. Es bastante rica, ¿sabe? Hizo dinero con la construcción de barcos. Pero ella volvió al cabo de unas semanas; me dijo que echaba de menos a sus pacientes y pidió seguir trabajando aquí como voluntaria laica. Tres de sus monjas han hecho lo mismo. Son ellas las que mantienen todo en marcha.

– Había previsto que las salas tuvieran distintas funciones: dos médicas, una para cirugía.

– Eso sería lo ideal.

– Y nuevos edificios, tipo pabellón, para permitir una buena ventilación.

– Sí, creo que todavía tengo los planos que dibujó.

– Pero…

– Pero no hay dinero, por supuesto. Nunca se ha esperado que los fondos municipales que recibimos cubran los costos, y hace tiempo que se agotaron las donaciones a las Hermanas de la Caridad. Aunque la madre Clothilde sigue presionando en ciertos ámbitos (una mujer notable, Morel, y no tiene ningún escrúpulo en prometer la salvación eterna a cambio de un legado) y de vez en cuando recibimos algún regalo, a duras penas bastan para cubrir nuestras necesidades. Dos veces a la semana las hermanas salen a mendigar comida.

Joseph se sentó ante el escritorio del director y ocultó la cabeza entre las manos.

– ¡Y todos esos bebés!

– El índice de natalidad siempre aumenta cuando hay una guerra… hay que atender a los soldados. Tenemos un promedio de dos niños expósitos a la semana. Solían dejarlos fuera de las iglesias; ahora los encuentran fuera del ayuntamiento. El progreso, supongo. -Ducroix dejó el vaso en la mesa-. Por fortuna, la mayoría de ellos no sobreviven.

Joseph se recobró.

– Debo…, debemos tomar medidas. El primer paso es separar a los enfermos de los indigentes. -Cogió una hoja y empezó a tomar notas-. Precisamos fondos para albergar a los veteranos en otra parte y costear su mantenimiento. Lo trataré con las autoridades inmediatamente.

– Hemos estado rechazando los casos de fiebres, o deshaciéndonos de ellos si se daban aquí. No hay nada como la fiebre para extenderse de los enfermos a los sanos y matarlos a todos.

– Tenía pensado reservar una de las salas médicas para los casos de fiebre, pero no podemos permitirnos el espacio. -Joseph garabateó con furia-. Una sala para fiebres. ¿No podríamos transformar la clínica para eso?

– ¿Y qué sería de los pacientes externos?

– Ya improvisaremos algo para ellos en la capilla. No me mire así, solo es un edificio. Necesitará un par de cambios, eso es todo… no puede costar mucho.

El director arqueó las cejas.

– Ventilación -continuó Joseph-. Si no podemos tener nuevos edificios, debemos tener ventanas… ventanas que se abran, en todas las salas. Siempre he dicho que esos paneles fijos en lo alto de las paredes no sirven de nada. El tufo es indescriptible. ¿Conoce mis opiniones sobre el efluvio?

– Con cierto detalle.

– Practicaremos varias ventanas… No veo que eso vaya a arruinar el tesoro municipal. Lo trataré enseguida con Ricard.

– Ah, nuestro nuevo alcalde. Bueno, difícilmente puede mostrar menos interés que su predecesor en nuestros problemas.

Joseph dejó de escribir.

– Debemos dar ejemplo. -Se quitó los anteojos y los agitó en la cara de Ducroix-. Como sabe, mi cargo supone un estipendio considerable: pediré que el dinero sea desviado al hospital.

Hubo una larga pausa. El subdirector miró expectante al director, que miró con ojos soñadores un grabado que mostraba a un lord corriendo desnudo por las calles de una ciudad asolada por la peste, con un plato de azufre ardiendo en la cabeza.

Finalmente dio un pequeño respingo y sacó el reloj del bolsillo.

– Lo que me temía: ya casi son y media. ¿Adonde se va el tiempo? Bien, Morel, ha sido de lo más instructivo y espero saber más de usted. Pero me temo que ahora debo excusarme… -Se levantó y le tendió la mano-. No le parecerá tan mal -añadió con tono tranquilizador- cuando se haya acostumbrado a esto.

Joseph buscó en vano una forma educada de decir que eso era exactamente lo que se temía.

2

– El artista -explicó Stephen atusándose sin arte alguno los cabellos- es en el fondo una persona solitaria. A fin de describir con sutileza y perspicacia la sociedad debe permanecer aislado de ella, como el médico guarda las distancias con sus pacientes para observar mejor sus síntomas.

El público parecía abatido.

– Este distanciamiento interior no debe confundirse con una renuncia a la vida propiamente dicha. Al contrario, el artista debe sumergirse en la confusión del mundo, zambullirse en sus profundidades y permitir que sus corrientes lo lleven a donde quieran si su obra ha de encender una chispa en el alma de su prójimo, hablarle al corazón con pasión.

El público se animó.

Era un mes de febrero frío. El hielo cubría ramitas, asía barandillas, apresaba fuentes. Decían que en los campos los pájaros caían del cielo, congelados en mitad de vuelo; que si seguía así se helaría el mismo río.