Dadas las circunstancias, la asistencia a la conferencia de Stephen en la Sociedad para la Apreciación del Arte era halagadoramente considerable.
– Míralas -susurró Claire-, mira a esas ancianas de triple papada y a sus hijas adornadas con diamantes.
Saltaba a la vista que la apreciación del arte se manifestaba sobre todo entre la población femenina de Castelnau.
– Rechaza sus invitaciones, da clases a unos pocos alumnos selectos y se pasa la mitad del tiempo en Montsignac. El distanciamiento del artista… es irresistible -replicó Sophie.
Una señora que sostenía un perrito contra su generoso pecho se volvió y las hizo callar con brusquedad.
– Los inspiradores cambios que han sacudido este país han abierto el camino del arte en direcciones totalmente nuevas. En lo que se refiere a la evolución de mi propia obra, he abandonado la esterilidad del clasicismo por un estilo que trata de expresar la emoción en el color, la textura y la elección del tema. ¿Qué precisamos, la estética anticuada que aconseja el respeto y la veneración al pasado, o la revolucionaria, que nos apremia a abrazar asombrados y embelesados el futuro?
Los murmullos entusiastas revelaron el triunfo del asombro y el embeleso.
Sophie cerró los ojos para observar mejor sus síntomas. Me besó el 9 de junio del año 1792. Ahora tengo ocho meses más, y si volviera a hacerlo mañana, estoy segura de que separaría los labios y le cogería la mano y se la pondría en…
– Sophie, ¿estás bien? Tu respiración es irregular.
– El paisajismo ha sido tradicionalmente considerado un género inferior. La opinión conservadora sostiene que el mundo antiguo es el único tema apropiado para el arte serio: ganamos estatura, y somos iluminados y ennoblecidos mediante la contemplación de héroes y hechos heroicos. Según los tradicionalistas, un paisaje, por mucho que recree la vista, no es un tema edificante. -Llegado a este punto, Stephen buscó la mirada castaña y sin pestañear de una joven asombrosamente hermosa sentada en la primera fila y centró en ella su atención-. Pero al enfrentarnos a las sublimes armonías de la naturaleza, ¿acaso no nos vemos impulsados hacia la nobleza? La belleza simple y sin afectación del mundo natural ¿no provoca en el pecho del hombre un anhelo proporcional de bondad y verdad?
La joven de la primera fila se ruborizó, bajó la mirada y mitigó sus emociones dando una patadita al teniente que había logrado sentarse a su lado a fuerza de crueles pisotones. Este interpretó el gesto como una señal auspiciosa y se puso de inmediato a componer mentalmente una declaración amorosa.
Se sirvieron refrescos en la sala contigua, en cuyas paredes de paneles grises colgaban ejemplos representativos de la obra del artista. El artista en persona, atentamente escuchado por sus más resueltos admiradores, iba de lienzo en lienzo hablando del «color puro» y el «simbolismo pictórico».
Claire saludó a conocidos sin perder de vista el avance de Stephen. Sophie contempló los cuadros.
Una serie de paisajes de montaña mostraban tormentas rugiendo en cielos purpúreos y tristes hojas arremolinándose en extensiones de colores rotos. Un lago rizado de crestas blancas retrocedía hasta unos picos nevados, y por encima de una cascada y un castillo en ruinas se elevaban unas rocas escarpadas.
– Lo sublime es muy distinto de lo bello -advirtió Stephen. Nadie le llevó la contraria.
Una naturaleza muerta mostraba un jarrón de peltre, una copa llena a medias de vino y unas velas que se reflejaban en un espejo. Otro mostraba un recipiente lleno de rosas. Sophie se acercó más a ellas, frunciendo el entrecejo: esos pétalos color ciruela que se volvían carmesí solo podían ser de la rose des Maures. La forma de las flores resistió su inspección; pero, en su opinión, Stephen no había logrado plasmar el delicado e intenso tono de los capullos a medio abrir.
Había toda una pared de cuadros y bocetos del paisaje que rodeaba Montsignac. Sophie vio un campo de cebada, un camino por el que un niño llevaba a un grupo de gansos, los tejados marrón rojizo del pueblo amontonándose a través de un hueco entre los árboles. Un claro en un bosque otoñal. Un molino de agua, un puente, el río de color verde. Un sendero sobre el que se entrelazaban las ramas de frondosos olmos. Luz plateada, ramas peladas, un barco, un pescador con una chaqueta azul y una cesta a su lado. La gente se detenía frente a esos cuadros en doble y triple hilera, apartándose a codazos para dejar claro que el Arte no podía engañarlos. «Ese lugar de las hayas, donde el arroyo se junta con el río… pasamos por delante para ir a casa de tu madre.» «Ese prado de allá, con la puerta colgando de un gozne, seguro que es de mi tío, lo reconocería donde fuera.»
El teniente escuchaba y hacía crujir los nudillos en señal de desesperación. La chica guapa no había mirado ni una sola vez en su dirección después de la conferencia, y ahora la entreveía en medio del grupo que rodeaba al extranjero. A regañadientes, volvió su atención a los lienzos más próximos.
– Basura verde -comentó sombrío a la joven alta que estaba a su lado.
Al presidente de la sociedad, un financiero de nariz aguileña especializado en naturalezas muertas de perdices muertas, no le faltaba coraje. Había vacilado a la hora de aceptar la obra que estaba suscitando comentarios en el fondo de la sala. Pero Fletcher se había mostrado encantador y persuasivo, y para cuando se hubieron acabado la primera licorera y buena parte de la segunda, el financiero había experimentado en las venas un chisporroteo de insurrección: ¡maldita sea, eran artistas! De modo que habían colgado el cuadro… en la esquina donde con más mezquindad caía lo que quedaba de luz de la tarde. Pero aun así.
Mostraba un interior: exiguo, sucio, inadecuado, iluminado solo por el fuego de la chimenea. A un lado de esta había un violinista con la cara en la penumbra, al igual que casi toda la habitación. En primer plano, donde la luz volvía rosa y dorada la piel, una mujer amamantaba a un niño. A sus pies jugaba un golfillo, peleándose por un hueso con un perro feo y de aspecto feroz. Predominaban los marrones y negros, con algún que otro alarido de color, dos veces más estridente por la oscuridad que lo rodeaba: un pañuelo amarillo, una blusa verde esmeralda.
La señora pechugona dijo que el cuadro le provocaba náuseas, y dejó el perro en los sobresaltados brazos del teniente antes de empezar con los vapores. El perrito no dejó de ladrar malhumorado todo el tiempo que estuvieron reanimando a su ama con un abanico y agua de colonia, deteniéndose solo para que vomitara su almuerzo -pechuga de pato picada con puré de castaña- en una charretera trenzada de dorado.
– ¡Es tan provinciano! -susurró Claire-. Hoy día todo el mundo enseña los pechos en los cuadros. Simbolizan la eterna fecundidad de la Naturaleza. Algo perfectamente respetable.
La esposa del presidente comentaba que no atinaba a comprender por qué iban todos en harapos. Sabía que los Saint-Pierre andaban justos de dinero, pero no podían haber llegado a tanto.
– La verdad -dijo Claire-, creo que algunas personas nunca han oído hablar de la imaginación.
El artista y su corro, intuyendo que ocurría algo, se encaminaban hacia la conmoción. Con encomiable presencia de ánimo, el presidente situó a su esposa frente al lienzo -su amplio contorno fue un golpe de suerte-, le dio instrucciones de que no se moviera bajo ningún concepto y, cogiendo a Stephen del brazo, lo llevó en sentido contrario, dándole las gracias por sus palabras profundamente iluminadoras y felicitándole por el éxito de la exposición. Pero ahora debían pensar en volver a casa, el tiempo, ya se sabe, y estaba seguro de que todo el mundo necesitaba tiempo y… soledad, para asimilar tanta originalidad. Satisfecho, aunque algo sorprendido, Stephen se encontró estrechando la mano presidencial mientras un lacayo lo esperaba con su abrigo listo.