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– Dicen que el rey tuvo una buena muerte.

– Deje que le diga algo, Fletcher -los anteojos destellaron-: No existe ninguna buena muerte. Existe la muerte y punto.

– Le entiendo.

Joseph apuró el armagnac.

– Un silbido y… -dejó el vaso en la mesa con un golpe seco- ¡zas! -Stephen lo observó algo consternado-. ¿Sabe en lo que no puedo dejar de pensar, Fletcher? -Los anteojos avanzaron bruscamente-. En lo rápida que es. Les permitirá matar a muchísima gente.

4

– ¿Has leído Le Citoyen de esta semana?

– No lo recibimos. Louis lo desaprueba. ¿Por qué?

– Hay un nuevo club para mujeres. Quieren que los dos sexos participen en igualdad de condiciones en la vida política. Puede inscribirse cualquier mujer mayor de dieciocho años. No hay que pagar nada para hacerse socia.

– Verás, he de tener en cuenta las opiniones de Louis.

– ¿Las pálidas y adustas hijas de la república cosiendo para los soldados?

– Ese sería sin duda el enfoque adecuado. ¿Aprueban el vestido de amazona?

– Creo que esa clase de cosas solo se da en París.

– Nuestros modistos están tan al día como cualquiera. ¿Más té?

Sophie rehusó con la cabeza.

– Me gustaría… no sé, hacer algo útil. -Con tres de sus largas zancadas se plantó junto a la ventana por la que entraba furtivamente la primavera en el salón de Isabelle. En la calle de abajo, un hombre salía de la farmacia-. Allí está ese abogado, Chalabre. Debe de ser el único hombre de Castelnau con menos de cuarenta años que todavía lleva peluca. Mi padre dice que no es de fiar.

– El mío dice que el tuyo exagera las cosas.

– Él tiene que saberlo, ya que padre se queda casi todas las noches en casa de él para ahorrarse ir hasta Montsignac. Y cuando viene a casa, se encierra con carpetas llenas de declaraciones. Apenas lo hemos visto las últimas semanas.

– ¿Por qué es tan complicado?

– Un sospechoso a quien esperaba interrogar se ha alistado como voluntario y ahora se encuentra en alguna parte de los Países Bajos. A otro lo han encontrado en el fondo del río. Dos testigos dicen que estaba borracho y tropezó, pero una carta anónima afirma que lo atacaron y lo arrojaron al agua. Tiene un cardenal en la frente, pero los médicos no están seguros de si se produjo antes o después de que se ahogara.

– ¡Médicos! -exclamó Isabelle con el aire de quien podría decir mucho más.

– Y al sacerdote que sobrevivió a la matanza lo encontraron muerto en la prisión el mes pasado. Al parecer lo envenenaron. Todavía están tomando declaración a los celadores y demás prisioneros. -Sophie volvió al sofá y cogió su taza-. Pero ¿sabes?, mi padre está en su elemento. Ha recuperado esa mirada exaltada que creíamos que solo ciertos budines podían todavía suscitar.

– Come otra galleta.

– ¿Cómo haces para tener azúcar? -preguntó Sophie con envidia-. Ha escaseado desde las rebeliones de los esclavos en las colonias. -«La mitad de las injusticias del mundo tienen sus orígenes en el azúcar», decía a menudo su padre. Eso no impedía que se quejara cuando no había.

– El hijo menor de Louis tiene un contacto. No hacemos preguntas.

Sophie tomó otra galleta. Después de la tercera, preguntó:

– ¿Ves mucho a Joseph Morel?

– No. ¿Por qué? -Isabelle parecía alerta.

– Le envié un geranio una vez. Me preguntaba qué había sido de él.

– Los hombres siempre los riegan demasiado. -Isabelle siguió observándola-. Las relaciones entre él y mi padre han sido bastante tensas desde su nombramiento. Lleva años dándole la lata con sus proyectos de ventilación y Dios sabe qué más, y ahora es difícil persuadirlo de que los abandone. Mi padre dice que son una sarta de tonterías, y que por lo mismo podrías sacarlos a todos fuera para que murieran del frío y terminar de una vez. Pero claro, él no aprueba las innovaciones de ninguna clase.

Sophie se toqueteó la manga, en la que se había soltado un hilo.

Isabelle la observó y bebió té. Aquellas habitaciones encima de la farmacia, oscuras y atestadas, no eran a lo que estaba acostumbrada. Pero olían a resinas, bálsamos, hierbas, flores, frutas, cortezas, hongos, raíces, aceites, bebidas alcohólicas, antimonio, vinagres, purgantes, opiatos, miel, mercurio, elixires, sales, jarabes sencillos y compuestos. En Navidad Louis se le había aparecido con un bezoar, una calcificación que se encontraba en el aparato digestivo de los rumiantes y la gente ignorante le atribuía propiedades de antídoto; lo había hecho engastar y colgar de una cadena de oro para que lo llevase alrededor del cuello. Su vida conyugal era como los cajones con marquetería de nogal que cubrían una pared de la farmacia: se abrían uno por uno, introduciendo el dedo en el hueco de debajo del tirador de latón, hasta que se aprendía cuáles era mejor dejar cerrados.

Sophie se levantó de un brinco y rodeó dos veces el sofá. Luego volvió a sentarse.

– Siempre tienes tus rosas -dijo Isabelle.

– A veces las rosas no bastan -repuso la hereje.

– Es el cambio de estación. Yo también me sentía así.

– ¿Y ahora? ¿Eres feliz?

– Por supuesto. Todo será distinto cuando tengamos hijos -dijo Isabelle.

– Si me meto en política -dijo Sophie- tal vez no pase tanto tiempo pensando en… otras cosas.

– Hablaré esta noche con Louis -dijo Isabelle, pensando: Pobre Sophie, primero el americano y ahora Joseph-. Pero ¿sabes?, él único remedio efectivo es beber muchos refrescos y esperar que pase.

5

Mientras hacía cola para enseñar sus papeles en el puesto de control del este, Joseph vio un cabello castaño ensortijado que le resultó familiar y llamó a Lisette. Esta llevaba una cesta cubierta con un trapo y le explicó que había ido a ver a su madre, que estaba achacosa.

– No le pasa nada serio, solo está cansada de vivir.

Un hombre con una mugrienta chaqueta otrora azul y la cara medio oculta bajo una barba poblada, se abría paso hacia ellos apoyándose en muletas. Tenía una pierna amputada por encima de la rodilla y tendía con torpeza un sombrero a la gente de la cola.

– Limosna para un viejo soldado.

Joseph meneó la cabeza; pero Lisette sacó el monedero y echó una moneda en el sombrero.

– Vive la république! -dijo el mendigo y les clavó sus ojos sin brillo e inyectados en sangre-. Vive la Révolution! -Siguió arrastrándose.

Una mujer con un gorro adornado con lazos verdes empezó a reprender a Lisette.

– Con eso solo los alienta. Mi marido dice que la mayoría de los mendigos que vemos por aquí haciéndose pasar por veteranos se han cortado ellos mismos las piernas y los brazos para vendérselos a los carniceros.

– ¿Y qué? -replicó Lisette-. Tienen que comer, ¿no?

– ¿Comer? Esa es buena. Se lo gastan todo en bebida y en mujeres de mala vida.

– Los mendigos tienen tanto derecho a divertirse como cualquiera.

La mujer bufó de indignación y se volvió para susurrar algo a su compañera.

Lisette miró a Joseph, puso los ojos bizcos y sacó la lengua. Luego le dio un ataque de risa y se llevó una mano a la boca.

Él le cogió la cesta y se asombró de lo que pesaba.

– Zanahorias -dijo ella-, huevos, vino y miel. Entre la tienda y el huerto de mi hermana nos las arreglamos. No sé cómo lo hacen los demás. Paul dice que solo es cuestión de tiempo el que controlen los precios, pero eso no acabará con la escasez, ¿no?

Un guardia echó un vistazo indiferente a sus papeles y los dejó pasar con un ademán. Caminaron por calles en las que la luz empezaba a retirarse. Los primeros trabajadores se desperdigaban, deteniéndose en portales, como retrasando el momento de volver a casa. Los niños se despedían a gritos, se pellizcaban, se guardaban en el bolsillo un guijarro, un trozo de lazo, un silbato, volvían corriendo para hacer cambios urgentes en los planes del día siguiente.