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Claire está llorosa. Sophie le coge la mano.

– Hay reveses, por supuesto -dice-. La gente comete errores cuando trata de poner en práctica lo inimaginable. Pero al menos lo están intentando.

Él se limita a coger con parsimonia la licorera y a servirse más vino. Lo bebe a sorbos, recostándose en su silla y adelantando las caderas, notando que ellas se dan cuenta de que el vino no es lo único que podría tomar.

– Esperamos… a nuestro padre en cualquier momento.

– Oh, sí -dice él-. Lo sé todo de su padre, mademoiselle de Saint-Pierre. -Luego, porque ya ha logrado asustarla, medio se ablanda-: No tiene por qué alarmarse. No voy a llevarme nada que no quieran darme.

Fuera, en la oscuridad, se oye un grito; Claire se levanta de un brinco.

– Solo es la lechuza -dice Sophie.

Pero su hermana se ha quitado los anillos. Una piedra blanca, otra azul, piedras azules y blancas juntas. Luego se detiene y tiende la mano hacia él.

– Tome. Hágalo usted. -Y tras un breve tirón, el anillo de oro se desliza por su nudillo y acaba en la palma de él-. Aquí tiene. Llévese todo.

Él se guarda en el bolsillo los anillos, el brazalete. Le mira el cuello.

– No -dice ella-. Esto no.

Él asiente y se levanta.

– Gracias, señora marquesa. Su marido se sentiría orgulloso de usted.

Claire se cubre la cara con sus dedos sin anillos.

– No molesten a su criado, por favor -dice él-. Conozco el camino. -Cruza la sala hasta la ventana, descorre la cortina, abre el pestillo.

– ¿De veras que Hubert está bien? -Sophie se acerca a él-. Si ha mentido solo para conseguir las joyas…

Él se vuelve y le acaricia la mejilla con un dedo.

– Algún día volveré por ti.

A la mañana siguiente ella encuentra una pequeña rosa fuera de la ventana, donde ha caído inadvertidamente y ha sido pisoteada en la grava.

7

La ausencia de lluvias aquella primavera había llevado a la introducción del máximum en el precio del grano. Esto, a su vez, agravó la escasez, provocó revueltas, alentó la oratoria, llenó archivos de triplicados de licencias, avisos de requisiciones, escrituras, cartas de denuncia.

¿Cómo conciliar el progreso con la libertad? ¿Cómo mejorar el mundo sin saber controlarlo? Ese era el interrogante de la época.

Joseph no le dedicó ni un minuto, abriéndose paso por la ciudad silbando bajo un cielo despejado que ese año había empezado a dar por hecho.

En el solar que había a un lado de la plaza del mercado central estaban excavando los cimientos de las letrinas públicas. El progreso podía medirse en ladrillos y argamasa, pensó, eso era algo grande.

– Repugnante -dijo una mujer, contemplando las obras.

– Indecente -coincidió su compañera-. Pero ¿qué se puede esperar hoy día?

– Escandaloso. Lo próximo que harán será invitarnos a asistir a la meada inaugural.

– Vergonzoso. El alcalde y los concejales seguramente han hecho un curso de entrenamiento.

Animadas, empezaron a intercambiar alegres insultos con los obreros, que aprovecharon la oportunidad para dejar la pica y enzarzarse en una batalla verbal.

– Buenas tardes -dijo una voz a su lado.

– ¡Ciudadana Saint-Pierre! ¿Qué te trae por aquí?

– Espero a Berthe -explicó Mathilde-. Pero debe de estar atascada en alguna cola.

Él miró los húmedos rizos que luchaban por escapar del gorro de algodón.

– ¿Me harías el honor de tomarte una limonada conmigo mientras esperas?

Encontraron una mesa a la sombra de un toldo y ella le dijo que había venido a Castelnau para comprar un regalo a Sophie, cuyo cumpleaños era dentro de tres días.

– Le gustan las flores, así que consideré comprarle Agua de Heliotropos, pero es escandalosamente cara. Y las peladillas son impensables este año, han triplicado su precio. ¿No te parece triste que a mi edad me vea abrumada por preocupaciones financieras? Debería ser una época de despreocupado alborozo.

– Tienen muy buena repostería aquí. ¿Puedo ofrecerte algún pastelillo?

Ella escogió, frunciendo el entrecejo. Él levantó el vaso y brindó por ella.

– ¿Has solucionado el problema a tu satisfacción?

Ella sacó del bolsillo un pequeño paquete y desenvolvió el papel de seda: un par de peines, cada uno con una rosa labrada.

– Tenían un precio razonable en un puesto del mercado. Cuento con que se rompan enseguida, pero la alternativa era bordar un trozo de algodón y llamarlo pañuelo… y nadie se merece eso.

– Estoy seguro de que tu consideración será apreciada.

Ella bebió limonada contemplando la polvorienta plaza.

– Me preocupa Sophie. Ya no es tan joven. Y si un hombre no puede conseguir una mujer hermosa y rica, requiere al menos juventud.

Colocaron un plato de pasteles ante ellos. La conversación se interrumpió durante un rato. Mathilde se recostó por fin.

– Ha sido estupendo. Gracias. -Se quitó con la lengua una miga de pastel de la comisura del labio y añadió, un tanto innecesariamente-: Mi apetito está reñido con mi aspecto.

– En cuanto a tu hermana… -empezó él. Pero se interrumpió y se toqueteó los anteojos.

– Está desprendiéndose de Stephen. Al menos ya no se propone no mirarlo. Y sé que tiene buena opinión de ti. Pero no la tiene de sí misma. Necesita que la alienten.

– Yo no soy rico -dijo él- y nací en Lacapelle. Si Fletcher no le pareció bastante bueno…

– Qué idea tan peculiar. Sophie no es así. Hasta Claire ya no está segura de qué pensar sobre los extranjeros. Aunque los norteamericanos son un caso aparte, ¿verdad? No tan extraños como exóticos. Como las alfombras persas. Y ayuda el hecho de que tiene dinero y buena apariencia.

Una bandada de esperanzados gorriones se había posado cerca de sus pies. Joseph lanzó las migas en su dirección y observó cómo se las disputaban. Estaba repasando una conversación en que había creído que Fletcher le decía que…

– Probablemente he sido un necio -dijo por fin.

– No me sorprendería. Sin embargo, pareces competente así como bondadoso, cosa que no abunda. Todo el mundo está hablando de lo bien que has resuelto el tema de la basura. El olor es bastante soportable ahora, a pesar del calor.

– La carreta pasa dos veces a la semana -dijo él. Sirvió el resto de la limonada en el vaso de ella sin dejar de sonreír.

– Y el doctor Ducroix dice que has transformado el hospital. Lo dice bastante a menudo, como si aún no hubiera decidido si estar complacido o no.

– El ayuntamiento ha alquilado un local aparte para los veteranos, y con los fondos confiscados por el tribunal revolucionario hemos abierto un orfanato. Sigue habiendo problemas básicos, como la falta de personal. -Ofreció esa información de forma mecánica, con la mente en otra parte. ¿Qué tenía pensado hacer esa tarde? ¿Cuándo podría poner en marcha ese programa de dar aliento? Se vio a sí mismo cabalgando hasta Montsignac con los bolsillos abultados de peladillas.

– Haces honor a la Revolución -dijo Mathilde-. Y tienes un gusto excelente en pastelillos.

Pero él no escuchaba.

– En cuanto a tu hermana, ¿de verdad crees…?

Ella asintió.

– Dentro de un par de meses. Cuando termine la temporada de las rosas. Una cosa…

– ¿Sí?

– Tendrás más posibilidades si te quitas esos anteojos.

8

Admitiendo aborrecer la grande y tenebrosa oficina del alcalde, Ricard los hizo pasar a un pequeño salón contiguo. Era un espacio más íntimo, explicó, daba pie al intercambio de ideas, y también más igualitario; siempre había desaprobado la costumbre de Luzac de arrellanarse detrás de su escritorio mientras los demás tenían que encaramarse por su oficina. Allí había una mesa ovalada no demasiado grande, en torno a la cual podían sentarse como iguales y entablar una discusión sincera.