El recién inaugurado Comité Central expresó la admiración que se esperaba de él por el techo, con sus escenas pintadas de fêtes cbampêtres en paneles dorados, y las altas ventanas orientadas hacia el sur que se abrían a un balcón y una frondosa plaza. Ricard se movía a saltitos alrededor, llamando la atención sobre los azules y rojos de la alfombra, señalando los armarios de esquinas lacadas, recorriendo con mano reverente una exquisita estatuilla de bronce de Hércules.
– La revolución en mobiliario casero -murmuró Mercier cerrando bien las persianas cuando el alcalde les dio la espalda.
Cuando por fin se acomodaron alrededor de la mesa, Joseph se preguntó si los demás eran tan conscientes como él de la ausencia de Luzac: el quinto hombre, cuya exclusión del comité daba una idea de hasta qué punto se habían separado sus caminos desde el pasado otoño. A pesar de las precauciones de Mercier, les llegaba el débil canto de las cigarras. En la mente de Joseph apareció la cara de lechuza de Luzac, pálida y persistente, las garras ferozmente aferradas a las vigas. Aceptando solo un vaso de agua, vio la sonrisa de complicidad del impresor.
Ricard abrió la reunión con una declaración formal del objetivo del Comité Central. Este era fundamentalmente un organismo consultivo, dijo, cuyos «expertos», cuidadosamente seleccionados, harían recomendaciones al ayuntamiento acerca de la mejor manera de poner en marcha y salvaguardar la política revolucionaria. Chalabre representaba la seguridad, Mercier la imprenta y la opinión pública, Joseph el vaguísimo dominio del bienestar público.
– ¿Qué significa eso exactamente? -preguntó Mercier. Medio inclinando la cabeza hacia Joseph, sentado al otro lado de la mesa, añadió-: Sin faltar al respeto, por supuesto.
– El ciudadano Morel -respondió Ricard fríamente- nos asesorará sobre cuestiones de sanidad e higiene y los asuntos prácticos relacionados, todos ellos vitales para el bienestar público. Hubiera dicho que todos estábamos al corriente de su obra en el hospital, así como de sus logros en la recogida de la basura y la construcción de letrinas.
– Ah, sí -dijo Mercier-, basura y excrementos. ¡Contemplad a un revolucionario trabajando!
– ¿Podemos pasar al siguiente punto? -Chalabre había sacado una cajita de pastillas de limón y escogió una. Se disponía a guardárselas en el bolsillo cuando se cruzó con la mirada del alcalde, por lo que la puso en el centro de la mesa.
Ese verano corría el rumor de que la Revolución se estaba desmoronando a marchas forzadas. En las reuniones de la Convención, los representantes elegidos por el pueblo se insultaban a gritos: «¡Pajarraco vil! ¡Sapo chiflado!». Una banda de parisienses armados, ejerciendo su derecho parisiense de arreglar el país, puso fin a la interminable contienda irrumpiendo en la Convención y saliendo con los representantes cuyas opiniones en temas como la abolición de la propiedad privada no coincidían con las suyas.
En Castelnau, las autoridades municipales habían recibido notificación de la inminente visita del ciudadano Brunel, enviado desde París para cerciorarse de que la Revolución progresaba por toda Francia.
– Naturalmente, no tengo la menor intención de dar al compañero Brunel motivos para intervenir en nuestros asuntos -dijo Ricard-. La misma existencia de este comité debería bastar para convencerlo de que en Castelnau somos capaces de prever los problemas y solucionarlos.
¿Cuántas veces habían oído a Ricard denunciar el orgullo de las provincias? «Soy francés -le gustaba decir-, eso es todo lo que cuenta.» Sin embargo, el resentimiento hacia París también se retorcía dentro de él. Solo que, en su caso, adoptaba la forma de determinación para superar el entusiasmo revolucionario de la capital y con adelanto cuando fuera posible. Era como desear a una mujer que no te hacía caso pero que de vez en cuando te utilizaba para sus fines, pensó Joseph; ella decidía el rumbo de tu vida, independientemente de que decidieras perseverar o alejarte.
– Admito que estaba equivocado. -Mercier, inclinando la silla hacia atrás, sonrió al alcalde y recorrió la mesa con la mirada-. Dije al ciudadano Ricard que su consejo nunca aprobaría este comité.
– No erró por mucho -replicó Ricard-. Nuestro amigo Luzac no perdió tiempo en expresar sus reparos. Empezó diciendo que ni usted ni Morel son miembros elegidos del consejo.
– ¿Y? -dijo Mercier.
Fue Chalabre quien respondió.
– Piensen en los sucesos acaecidos recientemente en París. Nuestros concejales temen el fervor con que se exigen en Castelnau ciertas opciones entre ciudadanos a los que no les preocupan, por así decir, las delicadezas sociales. Yo mismo quedé conmovido ante la elocuencia con que nuestro alcalde describió el comité como una influencia mediadora entre el club y el consejo… Después de todo, nosotros sabemos qué cuchara utilizar en los banquetes.
Ricard esperó a que cesaran las risitas burlonas.
– Sin embargo, he recibido una protesta formal. -Dio golpecitos a una carta que tenía ante sí-. Firmada por Luzac y otros tres concejales. «Libertad, igualdad y soberanía del pueblo», el preámbulo habitual… -Recorrió la hoja con la mirada.
– ¿«Un ardiente deseo de servir a la Revolución»? -aventuró Mercier.
– Exacto, exacto… Aquí está la parte cruciaclass="underline" «Tememos que la existencia del Comité Central fomente las divisiones políticas que sacuden el corazón de la unidad republicana. Lamentamos profundamente que el consejo, en un momento de fervor equivocado aunque sincero, haya votado a favor de su creación».
– Déjeme ver esa carta -dijo Chalabre.
Ricard se la tendió.
– Veo que Chauvet es uno de los firmantes. Se abstuvo de votar en la reunión del consejo, si no recuerdo mal. Pero desde entonces le han persuadido para que cambie de parecer. Bueno, estoy casi seguro de que tengo en mis archivos una carta acusando a uno de sus granjeros de guardarse una parte de su cosecha. -El abogado se llevó a la boca uno de los pequeños caramelos amarillos y miró alrededor-. Eso servirá, ¿no les parece?
Mercier se encogió de hombros.
– Es Luzac quien está detrás de esto… ¿Por qué molestarnos con alguien más?
– Nuestro amigo sigue disfrutando de cierto prestigio en Castelnau -dijo Ricard-. La gente lo recuerda como -hizo una mueca- un héroe, el hombre que desafió a Caussade. Chauvet es aristócrata, no hace tanto que sus administradores colgaban a los campesinos que no pagaban con puntualidad sus rentas.
– Así y todo. -Mercier miró a Chalabre-. ¿En qué etapa está la investigación de la famosa matanza?
El abogado frunció el entrecejo.
– Eso es un asunto totalmente distinto.
– Les dije que no lo dejaran en manos de ese viejo necio. Se asustaron innecesariamente en otoño. Escúchenme ahora: todo el mundo sabe que Luzac estuvo implicado. Presenten pruebas concluyentes y tendrán una razón judicial, si creen que la necesitan, para arrestarlo.
Ricard miró a Joseph.
– Si Luzac es culpable… -Se le resbalaron los anteojos de la nariz-. Solo usted parecía tener alguna duda al respecto.
– No queríamos sacar conclusiones precipitadas. E hicimos bien en no arriesgarnos a desbaratar las elecciones por el destino de un puñado de curas.
– Había un muchacho -dijo Joseph-, y ese constructor de barcos, entre otros.
– Precisamente -interrumpió Mercier-. Ciudadanos inocentes, gente modesta. ¿Qué más necesitan? Hagan que el arresto coincida con la visita de Brunel.
Joseph pensó en Luzac, esa patética criatura.
– Saint-Pierre está realizando una investigación. Si aún no ha encontrado pruebas…
Mercier rió.
– ¿No se la hemos encomendado precisamente para eso? -dijo, asintiendo hacia Chalabre.
– Guárdese las agudezas para sus editoriales -replicó el abogado-. A los necios que compran su periódico probablemente les diviertan.