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Cuando los otros dos se hubieron marchado, Joseph se quedó atrás. La atmósfera de la habitación estaba cargada. Ricard abrió las persianas y acercó dos sillas al balcón, donde las estrellas habían perforado el cielo azul oscuro.

– No entiendo por qué estoy en este comité -dijo Joseph.

– No deberías dejar que Mercier te aguijoneara.

– No es eso. Pero este asunto de Luzac… -Las palabras le brotaban atolondradas como polillas-. Vosotros tres no me necesitáis -dijo.

– Yo sí. Necesito un hombre en quien confiar plenamente.

Joseph volvió la cabeza. Ricard miraba la maraña de hojas oscuras.

– Necesito a alguien que no vaya a traicionarme.

– Mercier -se sintió obligado a decir Joseph-. Chalabre. -Todo el tiempo encantado de haber sido elegido.

– Hombres ambiciosos. No vacilarían en sacrificarme a mí… o el uno al otro, o a alguien más… si les conviniera.

Las cigarras, que se habían sumido en uno de sus inexplicables silencios, cantaron una vez más.

– Entiendo por qué te horroriza condenar a Luzac. -Ricard sacó su pipa-. Admiro tu lealtad. Pero no podemos permitir que siga oponiéndose a nosotros a cada momento. Y no soy aprensivo. No es compatible con mi cargo.

– Ni con el mío. De todos modos creo que en este caso lo soy.

– Oh, sin duda. Pero solo porque te inquietan las repercusiones que pueda tener en los demás, no porque temas por ti. El interés propio no entra en tus cálculos. Por eso confío en ti.

Joseph pensó que «inquietar» no era la palabra adecuada. Pero Ricard ya había cambiado de tema.

– Ese norteamericano… Fletcher. Chalabre me dice que ha dejado su alojamiento en la ciudad para instalarse en Montignac. ¿Sabes qué hay detrás de eso?

Una semana atrás la noticia hubiera paralizado a Joseph. Ahora sonrió.

– Está enamorado de la hija mayor de Saint-Pierre.

– ¿No sigue casada con Monferrant?

– Él está en el exilio, ¿recuerdas? Luchando en alguna parte contra nuestros ejércitos.

– Su marido podrá ser un traidor, pero sigue siendo su marido -replicó el alcalde-. La miseria moral siempre es inexcusable. Y típica de esa clase.

Joseph estuvo a punto de decir algo sobre Sophie, queriendo saborear su nombre. Queriendo también sincerarse, explicar por qué la Revolución ya no le parecía tan importante, por qué necesitaba tiempo para cosas corrientes, la sonrisa de una mujer, la vida atrayéndolo como un huerto acogedor.

– Ese norteamericano tiene familia en Burdeos -siguió Ricard-. La mitad de los diputados que arrestaron en París eran de allí. El comité debería vigilar de cerca a alguien vinculado a ese lugar.

– Fletcher es un artista -dijo Joseph, consciente de su magnanimidad-. No representa ninguna amenaza para nadie. Para la Revolución, quiero decir.

– Su asociación con Saint-Pierre es inquietante. De hecho, toda esa familia… La otra joven ha empezado a frecuentar a las llamadas Mujeres Republicanas.

– Se llama Sophie.

– No tengo paciencia con sus peticiones de igualdad. Como si no hubiera en juego… ideales, una Revolución. ¿Sabes?, han escrito al ayuntamiento pidiendo fondos para abrir un hospital de partos para madres solteras. ¿Por qué no autorizamos la prostitución, ya puestos?

– No todas las madres solteras son prostitutas.

– Una distinción literal, no moral. De todos modos, ¿de dónde sacan tiempo esas mujeres? ¿Quién se ocupa de sus maridos?

Joseph sonrió hacia la oscuridad.

– No todas tienen maridos. -Y no pudo resistir añadir-: Ella cultiva rosas, ¿sabes?

Un humo con olor a clavo se disipaba por encima del balcón.

– Prométeme que me apoyarás hasta las próximas elecciones. -La voz de Ricard se suavizó aún más-. Para entonces estará arreglado, de un modo u otro.

9

Naturalmente, hay rosas. Es imposible huir de ellas en esa casa, en esa estación. Los cortinajes de la cama están descorridos y Stephen reconoce el jarrón que hay en una de las mesas de la habitación, pero en la penumbra no distingue el color de las flores, solo que no son blancas.

– ¿En qué estás pensando? -La pregunta del amante.

– En rosas -responde él con sinceridad.

Ella le pellizca.

– Es tan malo como hablar con Sophie.

Él le acaricia la mejilla. Apoyándose en un codo, desliza la palma por su húmeda piel. En la mesilla de noche de ella siempre hay un ejemplar de Pablo y Virginia, encuadernado en tafilete azul oscuro; atisba las letras doradas del lomo. Fue el primer regalo que hizo a Claire. Se refieren a él como su libro. Cuando hablan de vivir juntos evocan una casa de bambú en un bosquecillo de bananos, rebaños de cabras y bandadas de periquitos. Tendrán un perrito llamado Fidéle -«Lo opuesto a Brutus», coinciden- y plantarán un cocotero por cada hijo. Esta evocación de la inocencia es necesaria para los dos. Pero últimamente él sueña con que está atrapado en la vegetación, y le gustaría llegar al otro lado de las montañas, pero unos zarcillos verde pálido se enroscan alrededor de su cuerpo y el camino que tiene ante sí está lleno de follaje.

– En Burdeos estaríamos a salvo -dice él.

– Ya no tengo miedo, ahora que estás aquí siempre. Si ese hombre regresa, Sophie y yo ya no estaremos solas.

– No son los de su bando los que me preocupan. En Burdeos es distinto… han cerrado los clubes jacobinos y arrestado a sus líderes.

– Entonces vete -dice ella, apartándose ligeramente-, vete si tienes miedo.

Él quiere sujetarla por las muñecas y obligarla a defender la lógica enloquecedora que le permite ser infiel a su marido al mismo tiempo que le exige permanecer en Montsignac hasta que llegue el momento en que él regrese para reclamarla. Es como si el adulterio la atara a Monferrant con más firmeza que los votos que ha dejado a un lado con aparente despreocupación. Una idea perversa del honor que le impide dar por terminado el matrimonio mientras no tiene escrúpulos en aprovecharse cada día -por las noches- de la ausencia de su marido. El cálculo del deseo, inescrutable, operando según sus propias reglas.

Él quiere preguntarle qué ocurrirá cuando regrese Monferrant. Si regresa. Cuánto tiempo está dispuesta a esperar al marido que nunca menciona.

Y la niña. El bebé que se chupetea los pies, ríe al sol y abre y cierra las manos hacia él al otro lado de la habitación. Mi hija, piensa con fiereza. Claire no puede esperar que yo… Se lo diré a Monferrant, si es necesario.

Pero ¿seguro que no lo será? ¿Seguro que ella le quiere a él tanto como él la quiere a ella?

Al mismo tiempo, aun mientras se enrosca el pelo de ella en los dedos y cambia de postura para sentirla contra su cuerpo, piensa en cómo era todo antes de conocerla y ve una serie de arcos abriéndose al infinito, piensa en globos y en el aire asombroso.

Casi no ha pintado desde que se instaló en Montsignac.

Acalla el pánico con la resolución de que en adelante madrugará y trabajará hasta tarde. Hablaré con Sophie, aceleraré los preparativos para transformar el cobertizo en un estudio. Le han encargado dos retratos para otoño, cuadros convencionales, pero necesita disciplina; conseguirá más encargos, solo es cuestión de mostrarse agradable con la gente. Iré a París pronto, pasaré dos semanas allí, mirando cuadros. Escribiré a Charles, y cuando esté de permiso iremos juntos al sur, a las montañas. O recorreremos la costa, como planeamos en Navidad.

Le besa los párpados.

Piensa en gaviotas.

Ella tiene uno de esos bonitos y pequeños armarios con elaboradas incrustaciones en las puertas, que se abren dejando ver unos cajones; sin duda, la marquetería oculta un compartimiento secreto. A ella le gustan los objetos que invitan a la intimidad y crean privacidad; le presta dividir su habitación con un biombo chino, un tapiz de seda, un nicho empapelado. En su vida también hace un corte: su matrimonio, el futuro, esos temas son territorio prohibido y acordonado, donde no tolera que nadie entre.