Claire sabe que América no es como la isla donde Pablo y Virginia se aman castamente, en armonía con la naturaleza. Pero a lo largo de la borrosa frontera entre el sueño y la vigilia, todos los edenes convergen.
– Dime -dice, tratando de evitar que se tuerzan las cosas-, ¿cómo es el Nuevo Mundo? -Viendo mariposas del tamaño de la palma de su mano, olas bordeadas de encaje junto a la cinta de la orilla.
– Más amplio -responde él.
Los ojos de ella se abren de golpe. Él habla con apremio en la fragante oscuridad.
– Debemos ser sinceros. Debemos hablar de… todo.
Ella le desliza una mano por debajo de la camisa.
10
Como era de esperar, nadie hablaba de otra cosa que del asesinato de Marat cometido por una joven llamada Charlotte Corday.
– Dicen que es tan guapa -dijo la mujer sentada al otro lado de Isabelle- que ningún hombre que la ve puede evitar enamorarse de ella.
– Sospecho que el tribunal será inmune.
– Dicen -bajando la voz- que tuvo un hijo suyo. Que lo estranguló en el parto.
Otra mujer se volvió.
– Bobadas. Es una virgen criada por monjas. Seguramente le empujaron a hacerlo.
– Si hubiera sido una joven respetable, ¿no habría esperado a que él saliera del baño y se vistiera? Eso demuestra que es inmoral.
– Dicen que le gustan los gatos.
– Era un cuchillo de cocina corriente, ¿sabes? Con una hoja de doce centímetros.
Una campana llamó al orden a las catorce Mujeres Republicanas. Se reunían una vez cada quince días en una habitación de techo bajo encima de una panadería. Hasta hacía poco la habitación había servido para almacenar harina, y todavía había sacos amontonados en una esquina. Un polvo blanco y fino se posaba en los pliegues de las faldas de las mujeres, y escapaba en fantasmagóricas ráfagas cuando se sacudían el pelo por la noche.
Su presidenta, una mujer dinámica y eficiente llamada Suzanne Lambert, no perdió tiempo en frivolidades; casada con un actor, había adquirido la implacabilidad de ir al grano.
– Queridas amigas, ayer recibí una carta del Comité Central informándome que tenemos hasta finales de mes para disolver nuestra asociación. A partir de esa fecha, las Mujeres Republicanas estarán formalmente proscritas. Si continuamos reuniéndonos desafiando la orden, seremos arrestadas y juzgadas. -Hizo una pausa. El hablar teatral, pese a todas sus desventajas, era útil a la hora de pronunciar un discurso. Cuando se hubo apaciguado el revuelo, prosiguió-: Creo que es razonable deducir que nos han declarado a todas culpables del crimen cometido por Charlotte Corday. Sin embargo, la razón que alega el comité es que las asociaciones como la nuestra «promueven la desunión y la discordia a costa del interés nacional».
Una mujer sentada en primera fila preguntó si el comité tenía autoridad para disolver la asociación. Mademoiselle Lambert se encogió de hombros.
– La culpa de todo la tiene esa chica -siseó la vecina de Isabelle-. No han parado de preguntarle los nombres de sus cómplices, y ella sigue insistiendo en que las mujeres son capaces de actuar de manera independiente.
– La carta concluye recordándonos que los jacobinos han votado recientemente la admisión de mujeres en sus reuniones en calidad de observadoras, no de miembros, por supuesto. Se nos insta a aprovechar la oportunidad de «henchirnos de orgullo ante la oratoria y astucia política» de nuestros maridos. -Mademoiselle Lambert sonrió sombría-. Estoy segura de que todas reconocéis ese estilo de editorial. La nota nostálgica tal vez puede atribuirse a un incidente que no encontraréis en Le Citoyen: Anne Mercier ha dejado a su marido y está tramitando el divorcio.
– No me sorprende -susurró Isabelle a Sophie-, él debió de henchirse demasiadas veces para que ella siguiera fingiendo que no se daba cuenta.
La mujer del panadero tenía una opinión poco favorable de los hombres. Informada del destino de las Mujeres Republicanas, envió arriba sus condolencias junto con una bandeja de merengues de canela recién hechos. Ella no tenía paciencia para la política, pero ¿qué daño hacían esas jóvenes? El panadero, a quien había sido dirigida la pregunta, se cortó otro trozo de queso. Él, por su parte, estaba harto de toparse con mujeres desconocidas por las escaleras; ¿y si a una de ellas le daba por asesinarlo en el baño? Veía la escena: él, todo enjabonado, en una situación de terrible desventaja, mientras una vieja bruja vestida de escarlata se le echaba encima con un hacha. Masticó sin parar con la vista clavada en el plato, felicitándose por haber escapado por los pelos.
11
Era diciembre, piensa Saint-Pierre, dos o tres días antes de Navidad. Recuerda haber abierto una ventana y que una línea de nieve se desplomó hacia dentro, sobre la repisa; pero eso podría haber sido en otra ocasión. Él había permanecido junto a su abuela, apoyado contra esa misma mesa, mientras ella le enseñaba a hacer cruchade. Medio siglo después, él sigue ansiando su tibia y dulce suavidad.
Sus hijas mayores arrugaban la nariz al ver la cruchade, pero a su nieto le encantaba y Mathilde no era del todo inmune. Un plato para niños y ancianos. Un plato de invierno, poco apropiado para pleno verano. Pero Berthe, por supuesto, lo habría servido si se lo hubiera pedido. No lo había hecho, por tres razones: disfrutaba preparándolo él, creía que su versión era superior a la de Berthe y no quería verse obligado a compartirlo.
La mezcla de harina de maíz, leche y un poco de mantequilla se ha cocido despacio, hasta adquirir la consistencia adecuada. La saca, la extiende sobre un trapo de cocina y sopla para que se enfríe antes.
La casa por la noche suspira y se mueve hasta asentarse con un crujido. Por la ventana de la cocina ve una luna blanca sesgada.
Habiendo abandonado a Mathilde en pos de los olores procedentes de la cocina, Brutus bosteza -tiene el paladar rosa con pintas negras, una imagen desagradable- y se instala en el sitio donde Saint-Pierre seguro que tropezará con él. Cuando eso ocurre, aguanta los reproches sin inmutarse y hasta es capaz de lamer la mano vengadora de Saint-Pierre, y se tumba clavando su mirada amarilla en la mesa. En las baldosas se forma gradualmente un pequeño charco de esperanzada baba.
No logra dar con el armagnac, de modo que se sirve un vaso del licor de ciruela de Berthe. No puede resistir partir una esquina de la cruchade en proceso de solidificarse. Arquea las cejas con anticipación.
Se ha presentado un testigo. Afirma que Luzac le pagó para que silenciara a un hombre llamado Durand. El tal Durand iba por las tabernas jactándose de trabajar para el alcalde y haber tenido un papel instrumental en las matanzas de la prisión, de modo que al testigo no le sorprendió que Luzac quisiera quitarlo de en medio. Esperó a que Durand bajara tambaleándose por los muelles una brumosa noche de noviembre, con la intención de abrirle la cabeza con una barra de hierro. Con la asombrosa suerte del borracho, Durand se tambaleó en el momento crucial y el golpe apenas le rozó la cabeza; pero resbaló en la piedra mojada, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al rio.
A la pregunta de por qué había decidido romper de pronto el silencio, el testigo, un cardador sin empleo llamado Mazel, replicó virtuoso que su conciencia no le había dado descanso desde que habían sacado del río el cadáver de Durand. Además, añadió levantando la mirada a través de pequeñas y gruesas pestañas, Luzac le había dicho sin rodeos que sospechaba que Durand estaba involucrado en actividades contrarrevolucionarias. Dado que él mismo era el enemigo jurado de tantos traidores, no había tenido escrúpulos acerca del destino de Durand. Por aquel entonces creía, como el resto de Castelnau, que Luzac era un buen republicano y revolucionario. «¿Quién era yo, pobre ignorante, para poner en tela de juicio lo que decía él?»