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No era una historia inverosímil. Sin embargo, a Saint-Pierre le preocupaban varios aspectos, y repasó con Chalabre sus objeciones. Para empezar estaba la reputación del testigo: Mazel había estado varias veces en la cárcel por diversos delitos menores desde su adolescencia, la policía lo conocía como ladrón y embustero. ¿Podía tener algún valor su palabra? Más aún, Mazel era como una rata enclenque; ¿por qué iba a escogerlo Luzac para deshacerse de Durand, que había sido alto y robusto? Y si por descabellada casualidad Mazel decía la verdad, ¿dónde estaba el dinero? El cardador era incapaz de enseñar un solo sou de la pequeña fortuna que supuestamente había recibido, afirmando que había perdido casi todo jugando a las cartas y despilfarrado el resto en bebida y mujeres. Sin embargo, el hombre al que Saint-Pierre había enviado para hacer averiguaciones en ciertos establecimientos, informó que todos los conocidos de Mazel habían negado que este hubiera dado muestras de haber dispuesto recientemente de dinero.

Chalabre oyó con cortesía los recelos de Saint-Pierre, asintiendo con la cabeza.

– Sí, sí, ciudadano Saint-Pierre, le felicito por la perspicacia de sus observaciones. No dudo que una investigación más rigurosa descubrirá que Mazel ha tergiversado los hechos por malicia o estupidez, una criatura así es incapaz de contar con franqueza lo ocurrido. Tal vez tiene un cómplice, tal vez ha escondido el dinero para evitar tener que entregarlo. Pero estas son cuestiones que pueden esperar hasta el juicio, ¿no le cree?

– Y lo más peculiar del asunto: ¿por qué Mazel está confesando un delito tan serio como este? Esa bobada de que le remuerde la conciencia salta a la vista que es mentira.

– Estoy de acuerdo en que es sorprendente. Pero todo el mundo sabe que nuestro ex alcalde y su círculo han expresado su apoyo a los diputados que fueron arrestados en París el mes pasado, lo que equivale a decir a traidores. Y ellos no han ocultado sus deseos de cerrar nuestro club, ahora que ya no es su asociación de caballeros. De acuerdo, Mazel es un personaje absolutamente desagradable en casi todos los sentidos, pero ello no implica necesariamente que sea un mal patriota. Podría sentirse traicionado por hombres como Luzac.

Saint-Pierre no se molestó en ocultar su escepticismo.

– No debería desestimar el desdén que sienten los ciudadanos corrientes hacia los enemigos del Estado -dijo el abogado con remilgo-. Si no actuamos sobre la base de esta prueba, ¿no podrían considerarnos culpables de traicionar la Revolución?

Ni siquiera un estúpido habría pasado eso por alto.

– Además -continuó Chalabre con un tono más suave, como si hubiera visto el miedo en los ojos del magistrado-, en una ocasión me confesó usted que sospechaba que había habido participación oficial en las matanzas de la prisión. ¿Quién más podría haber sido responsable?

De modo que Saint-Pierre había aprobado la orden de arrestar a Luzac.

Tampoco logra dar con el azúcar -la verdad, ¿dónde guarda Berthe esas cosas?-, pero un tarro de mermelada de albaricoque del verano anterior servirá igual de bien. De hecho, lo prefiere con mermelada. Con la punta del cuchillo dibuja una rejilla en forma de rombo sobre la superficie de la cruchade; luego la corta a lo largo de las líneas.

Lo que no ha dicho a Chalabre es que su informante le contó que había hablado con una prostituta que le aseguró que Mazel se había convertido en espía de la policía. La semana anterior, sin ir más lejos, lo había sorprendido hablando con dos hombres que trabajaban para el fiscal; de modo que no podía entender por qué lo habían detenido, pero ¿para qué servía la policía si no para hacer la vida más difícil a los ciudadanos honrados?

Empieza a freír. La mantequilla sisea, y él se está quedando un poco sordo, porque no oye la puerta abrirse y se sobresalta, dejando caer la cuchara, cuando a sus espaldas una voz le dice:

– No es que pensara que fuera un intruso. Pero en este país se toman la comida tan en serio que no podía estar seguro. Por lo que sé, podría ser una costumbre entrar en las casas solo para cocinar…

Stephen se aferra a una silla pero se golpea el codo contra una esquina de la mesa al caer al suelo. Con la cabeza ladeada, Brutus lo contempla ensayando posibilidades; luego vuelve a acomodarse, dando la espalda al recién llegado.

– Saliva -dice Stephen con amargura, sujetándose el codo y levantándose hasta sentarse en una silla-. Saliva fría. Repugnante. Tres veces en dos semanas. Chucho del demonio.

Saint-Pierre, empuñando una espumadera, levanta los rombos dorados y los deja en un plato.

– Se está haciendo viejo. Babea más y muerde menos.

– Trataré de verlo de ese modo.

– ¿Sabe? -dice Saint-Pierre pensativo-, fue en esas mismas Navidades cuando lo noté por primera vez: cuando alguien entra de fuera, donde hace frío, hasta que la puerta se cierra no sientes la corriente.

Frotándose las contusiones, Stephen considera ese comentario y acaba llegando a la conclusión de que en su superficie no hay grietas donde esperar razonablemente encontrar un punto de apoyo. Observa cómo una espesa capa de albaricoque se extiende sobre la cruchade.

– El cielo de esta noche, por encima del horizonte al ponerse el sol -comenta-. Exactamente el mismo tono de naranja.

– Es un plato tradicional de la región. -Saint-Pierre le tiende la fuente-. No gusta a todo el mundo -dice esperanzado-. Pruebe un trocito.

– Delicioso.

Saint-Pierre suspira.

12

En París habían decidido antedatar el futuro, que se consideró iniciado con la proclamación de la República, una e indivisible, en otoño de 1792. De modo que doce meses después, el primer nuevo calendario proclamaba que ya era el año II. Era como si hubieran trazado una línea debajo del pasado, sumado sus logros y descubierto que el total era poco impresionante, pensó Joseph. Como si ya hubieran malgastado demasiado tiempo y no tuvieran más que perder.

Saint-Pierre siguió con la mirada la de Joseph. Vendémiaire, el mes de la vendange o vendimia. La ilustración del calendario mostraba a una joven escultural con los brazos llenos de racimos de uva y hojas de parra alrededor de su frente. Sus redondos pechos al descubierto insinuaban una voluptuosidad en picante contraste con su mirada acusadora.

– Por lo menos no es san Marcos.

– ¿Perdón?

– El patrón de los viñedos.

– Ah. -Joseph limpiaba sus anteojos-. Sí, sin duda es diferente.

– Ustedes los hombres de la Revolución son poetas. Los nombres que han invocado: brumario, el mes brumoso, pradial, el mes de los prados.

– Es el culto a la naturaleza. Liberado de las supersticiones cristianas de que está cargado el viejo calendario. Los republicanos vivirán en armonía con los ritmos del mundo natural.

– Que les concede al parecer un solo día de descanso cada diez días. ¿Está seguro de que quieren que los liberen de los domingos?

– Las unidades decimales son más lógicas.

– Solo por un arbitrario capricho de la aritmética. ¿Y si contáramos en unidades de nueve o de doce?

Joseph notó, con algo parecido a la desesperación, que la conversación se le estaba yendo de las manos.

El oficinista que estaba sentado en un cuchitril fuera de la oficina de Saint-Pierre entró tímidamente después de llamar y entregó al magistrado uno, dos, cuatro documentos que requerían su firma urgente.

Con un esfuerzo, Joseph logró no mirar a la mujer del calendario. Todas las superficies de la atestada oficina -el escritorio, los armarios, las sillas, el suelo- estaban inundadas de cajas llenas de escrituras y fajo sobre fajo de documentos atados con una cinta escarlata. Había una estrecha ventana, adornada con telarañas, que miraba al este. Reparó en el olor a lacre, y en una fila de hormigas que salían en una línea oblicua de detrás de una estantería.