Выбрать главу

De pronto, Joseph se quitó los anteojos.

– Podría disponer de dos días a la semana -dijo ella-. Pero entiendo perfectamente que podría no ser conveniente…

– ¿Cuándo podría empezar?

– ¿La semana que viene?

– Excelente. -Luego la cara de Joseph se ensombreció-. Pero debe ver las salas antes de comprometerse. Y debo advertirle que las condiciones son menos que higiénicas. La gente que trabaja aquí a menudo está pálida y cae enferma con frecuencia.

– Usted tiene muy buen aspecto -dijo ella.

Él manipuló sus anteojos con tal fuerza que cayeron al suelo. Al agacharse para recogerlos, su voz se elevó:

– Pero yo tengo una constitución fuerte y acostumbrada al contacto con la enfermedad.

– Dos días a la semana… no me parece un riesgo excesivo.

Buscando de rodillas los anteojos, él se golpeó el codo contra el escritorio pero ni siquiera notó el dolor.

1794

1

Erase una vez un jorobado que era el hazmerreír de todos. Un día paseaba por el bosque llorando por su destino cuando se encontró con tres brujas bailando en un corro. «Lunes, martes, miércoles», cantaba cada una por turnos. El jorobado observó un rato y luego se unió al corro. «Lunes, martes, miércoles», cantaron cada una de las brujas, y el jorobado añadió: «Jueves. Lunes, martes, miércoles», y volvió a entonar: «Jueves». A las brujas les pareció estupendo y rieron con ganas. Llevaban bailando y cantando desde el principio de los tiempos y estaban deseosas de novedad. De modo que le asestaron un golpe en su joroba, y él rodó hasta unos matorrales. Por primera vez en su vida el hombre podía erguirse; y, gritando de alegría, se marchó corriendo y volvió a su pueblo, donde se casó con la chica más guapa y disfrutaron de una larga, dichosa y próspera vida. Pero una vez al mes, la noche de luna llena, tenía que volver al claro del bosque y bailar y cantar con las brujas, porque así lo había prometido y era un hombre de palabra.

»Al poco tiempo llegó al pueblo un segundo jorobado, proscrito y trotamundos, y oyó contar la historia de cómo el primer jorobado se había curado milagrosamente. Y empezó a suplicar al primero, que ahora era leñador, que le dijera cómo se había librado de su joroba. Pero el leñador se limitaba a sonreír y menear la cabeza. Había prometido a las brujas que nunca revelaría lo ocurrido esa noche en el claro, y era un hombre de palabra, cerrando con besos la boca de su bonita mujer si alguna vez le hacía demasiadas preguntas.

»Pero el jorobado era un tipo persistente, y esperó su oportunidad, vigilando de cerca. De este modo, la noche de luna llena, vio al leñador salir de puntillas de su casa sigilosamente y echar a andar por el sendero que llevaba al bosque. El jorobado lo siguió a una distancia prudencial, manteniéndose en la penumbra y procurando no pisar ninguna ramita. Al poco rato oyó voces que lo guiaron hasta el claro iluminado por la luna. Asomándose por detrás de un roble, observó a los bailarines: «Lunes, martes, miércoles», decía cada bruja por turno, y el leñador se unió al corro, cantando «Jueves» con su voz clara y fuerte. «Lunes, martes, miércoles y jueves, lunes, martes, miércoles y jueves». Y así, cogidos de la mano, bailaron y cantaron a la luz de la luna.

»Ahora bien, el jorobado no era estúpido. Esperó el momento oportuno y observó de cerca, y se dijo: Aja, un hombre no necesita la luz de la luna para ver con claridad lo que está pasando aquí. De modo que cuando cantaron «Lunes, martes, miércoles y jueves», él se acercó al claro y añadió: «Viernes». «Lunes, martes, miércoles, jueves», continuó la canción, y el jorobado se unió al corro, cogiéndoles las manos y cantando «Viernes».

»De pronto las brujas se encolerizaron y golpearon al jorobado entre los hombros. Y la joroba del leñador salió volando de los matorrales y se aferró a la espalda del jorobado, de tal modo que ahora tenía dos jorobas en lugar de una, y huyó de allí corriendo y chillando, y nunca más volvieron a verlo.»

– ¿Eso es todo?

– Sí.

– Pero es terrible -protestó él-. El segundo tipo solo trataba de controlar su destino. Si cuentas esa historia a los niños, su iniciativa debería verse sin duda premiada. Si no, ¿dónde está la moraleja?

– Podrías verlo como una alegoría de lo que pasa a los artistas que carecen de originalidad.

– Eso jamás estaría permitido en América.

Olivier abrazó el cuello de Sophie, táctica que solía funcionarle.

– Cuéntame otra vez esa historia.

2

Desde noviembre, ella había trabajado en el hospital el cuarto y noveno días de cada décade de diez días. Le daban de comer gratis al mediodía y también le proporcionaban dos delantales azules, recién lavados. A diferencia de las hermanas enfermeras, ella no tenía autorización para utilizar leña, carbón, sal, velas o ropa blanca; pero apartaban una toalla y una pastilla de jabón para su uso personal por la madre Clothilde, que se reunía con ella para lavarse las manos cada hora, e inmediatamente si entraban en contacto con un paciente de dudosa reputación moral.

La asignaron a una de las salas, donde servía a los pacientes sopa, pan, vino, según las prescripciones de los médicos, los afeitaba y se cercioraba de que se les procurara ropa de cama limpia, vendajes limpios y otras necesidades. Supervisaba a la criada remunerada de la sala, y era responsable del almacén de leña del hospital y de registrar los ingresos. La madre Clothilde -ni siquiera el doctor Morel podía dirigirse a ella como ciudadana- le dio instrucciones sobre cómo tomar el pulso para determinar su fuerza, firmeza y ritmo (regular o errático, lánguido o acelerado). Se esperaba de ella que moliera polvos y mezclara jarabes en el dispensario bajo la supervisión del boticario de visita. Siempre se quedaban cortos de tintura de láudano: dos onzas de opio en una pinta de vino mezclada con una onza de azafrán y una pizca de canela molida. Sophie debía dejar hervir el líquido al baño María, colarlo y embotellarlo. Ayudaba a vendar heridas, preparaba cataplasmas de linaza y las aplicaba a los abscesos para drenar la sustancia nociva. Aunque no se le pedía que practicara sangrías, servicio que proporcionaba un aprendiz de cirujano, se esperaba de ella que demostrara competencia y serenidad en el manejo de las sanguijuelas.

Las ampollas eran un tema controvertido. Hacía tiempo que se había aceptado que el dolor provocado de manera artificial era beneficioso para los pacientes porque los distraía de sus síntomas originales y desplazaban la enfermedad. El tradicional agente irritante era un emplasto de cantáridas, resina borgoñona, polvos de euforbio, levadura, cera y semillas de mostaza. Se perforaban las ampollas y se mantenían abiertas para dejar salir el veneno. Pero el doctor Morel se mostraba escéptico acerca del valor terapéutico del tratamiento. Si tenía que recurrirse a él, prefería calentar tazas pequeñas y ponerlas verticales en el cráneo o espalda del paciente hasta producir el efecto deseado. Todo el mundo había tomado partido y tenía una opinión al respecto.

El director y el subdirector hacían sus rondas por la mañana y la tarde, respectivamente. Cada ronda se suponía que debía durar menos de una hora, una media de treinta segundos por enfermo. Pero Joseph se entretenía a la cabecera de las camas de sus pacientes, tomando notas. Sophie observaba que, si bien escuchaba con cortesía las descripciones que los pacientes hacían de sus males, nunca confiaba únicamente en sus versiones, como hacía Ducroix, para hacer un diagnóstico. Los exámenes de Joseph siempre se prolongaban más, porque daba golpecitos en pechos, olía heridas, examinaba lenguas, bajaba párpados, escuchaba respiraciones. Había que guardar la orina, deposiciones, expectoraciones y vómito de cada paciente hasta que el subdirector los examinase.