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Cuando terminó su ronda y vino a sentarse con ella, como siempre hacía, junto al escritorio situado en un hueco del extremo de la sala, ella le preguntó por qué prestaba tanta atención a los síntomas físicos de los pacientes.

– Porque la medicina es una ciencia -respondió él-, y los conocimientos científicos están basados en fenómenos observables. Por ejemplo: la presencia de una sustancia aceitosa y transparente en una expectoración viscosa es una señal inconfundible de purulencia. Tales casos suelen ser mortales.

– ¿Y si la descripción del paciente contradice lo que observa?

– Entonces el paciente está equivocado. La gente a menudo exagera o está confusa acerca de sus síntomas.

Se había puesto los anteojos para examinar el registro de ingresos. «Han traído a un hombre a las nueve y media -había escrito ella-. Estaba inconsciente y no ha podido decirnos cómo se llamaba. Ha muerto a las diez y diez. Aparentaba veinticinco años.»

Él contuvo su desesperación.

Ella reflexionaba con ceño lo que él acababa de decir.

– Pero ¿quién le dice a usted que no hay errores de interpretación en las conclusiones que saca de sus observaciones?

Él consideró ese nuevo punto de vista.

– Ese podría ser perfectamente el caso -dijo por fin-, pero no podría seguir haciendo este trabajo si lo creyera.

– ¿Lo ve? La razón sirve siempre que la ciencia se limite a explicar el mundo. Pero actuar en él, cambiar las cosas, los esfuerzos humanos… eso requiere fe.

Sophie ya había reparado en la delicadeza del doctor Morel. Lo había observado escuchar sentado las divagaciones de una anciana, alisando con sus manos de dedos ásperos la colcha de la cama. Había comprobado por sí misma que cuando levantaba la barbilla y reía, uno no podía evitar sonreír. Ahora se volvió para mirarlo mientras hablaba. Y algo en su cara…

El universo de cuerda se desintegró en piñones y muelles. Y volvió a armarse de manera diferente.

La jornada de Sophie empezaba a las ocho y terminaba a las seis y media. Su desarrollo seguía un orden estricto: distribuir leña, lavar con esponja la cara y las manos de los enfermos, actualizar el registro, la criada fregando la sala, las rondas de los médicos y cirujanos, los labios de la madre Clothilde moviéndose en silencio antes de la comida que comían sentados a una mesa que los años habían alisado a fuerza de frotar. Sin embargo, al ir a casa de Isabelle, donde pasaba la noche, Sophie solo era consciente del tiempo como manchas de sombra y luz, el cansancio embotando los bordes bien definidos del día.

Lo más duro era el olor. Las prometidas ventanas aún no se habían materializado; entretanto, Joseph había dado órdenes de dejar abiertas todo el tiempo las puertas a ambos lados de la sala. También había hecho respetar la antigua pero nunca cumplida norma de un solo paciente por cama. La necesidad era tal, sin embargo, que también se instalaron catres de paja. Los pacientes que dormían en ellos se quejaban amargamente de las corrientes de aire a ras de suelo, y los no discapacitados se obstinaban en subirse a las camas más próximas, provocando un nuevo clamor de lamentos y maldiciones en sus ocupantes originales. Al final, las puertas se dejaban escasamente entreabiertas. El hedor a sudor, orina, vómito, diarrea, vendajes sucios, vinagre y brebajes recetados por los médicos iba in crescendo hasta que, al final del día, Sophie tenía que salir de la sala cada cuarto de hora para tomar una bocanada de aire a hurtadillas en el pasillo.

Una mañana borrascosa de principios de primavera que no esperaban a Sophie, esta se presentó en la oficina del doctor Ducroix pidiendo autorización para limpiar el terreno baldío rodeado por el edificio principal. Había traído plantas de Montsignac, explicó, estaban en un carro que esperaba en la puerta. Sería un terrible desperdicio no utilizarlas ahora que estaban aquí. Y ahora que se acercaba el buen tiempo, tal vez alentaran a los pacientes convalecientes a pasar tiempo fuera respirando aire puro, que sin duda beneficiaría su salud y agradaría al doctor Morel. Tal vez arrancar unas cuantas malas hierbas no fuera tan impensable.

Detrás de las cocinas había una amplia franja donde se cultivaban zanahorias, nabos, coles, judías, guisantes y hierbas medicinales para uso del hospital. Ese era el dominio de un individuo artrítico llamado Taine, medio ciego, más de medio sordo y encorvado como un sauce que ahuyentaba frenético a todo el que entraba sin autorización. Nadie, ni siquiera la madre Clothilde, recordaba cuándo había entrado a formar parte del hospital ni conocía sus antecedentes. Cuando alguien se dirigía a él, soltaba una especie de ladrido y daba golpes al aire con un bastón de endrino.

El pasado invierno le había provocado una tos que detuvo en seco su andar pesado, días enteros en que el dolor lo dejaba postrado en su camastro en el húmedo cobertizo que llamaba hogar. En tan debilitado estado, había bajado la guardia. Llamaron a un chico que rondaba por el hospital haciendo las tareas que nadie quería hacer a cambio de cama y comida, para que se ocupara del huerto, donde demostró una aptitud preternatural para interpretar las palabras de Taine. La supuesta niñez de Luc había empezado en una granja; entendía el trabajo, el tiempo, el despertar de la tierra. Taine no le daba más palizas de las necesarias. A este mismo chico de orejas grandes lo pusieron a ayudar a Sophie. Bajo el régimen de Joseph, ya se había retirado toda la basura y casi todos los escombros del viejo jardín que había entre las salas. Trabajando juntos, Sophie y Luc arrancaron malas hierbas, quitaron piedras, removieron la tierra, rompieron terrones, rastrillaron, descubrieron un billetero de cuero rojo mohoso (vacío excepto por un botón triangular de hueso). Ella arrancó un puñado de tierra para enseñarle al chico lo oscura y margosa que era allí donde la habían removido.

– Lombrices -dijo él, ansioso por impresionar, mostrando algo rosa translúcido que se retorcía.

Los rosales, espliego y romero aguardaban, con las raíces envueltas en trapos húmedos. Abrieron una fracción de un saco poco invitador que Sophie guardaba cerca, de manera protectora, y que estaba lleno de boñigas descompuestas. Estas debían utilizarse exclusivamente como capa superficial de abono para las rosas, ordenó ella, y no desperdiciarse en simples hierbas. Y bajo ningún concepto debía enterarse Taine de su existencia, o las querría para sus hortalizas. Disfrutando de su papel, Luc se deshizo en juramentos de discreción.

Bordearon de hierbas un sendero. Plantaron dos parterres de rosales dispuestos en triángulos, extendiendo las raíces hacia fuera, cubriéndolas de tierra y sujetando cada arbusto en su sitio apisonando la tierra de alrededor. Una vez firme la planta a base de pisotones, se ponía alrededor el resto de la tierra a paladas.

– Damascos -dijo Sophie-. Flores dobles de color rojo rosado con sesenta pétalos cada una. Incomparable por su aroma.

La mañana se agotó. Estiraron los brazos, felicitándose mutuamente por lo mucho que habían trabajado. Ella tuvo que marcharse con más de la mitad de las plantas por plantar, pero prometió volver al día siguiente. Luc, esclavizado, se quedó en la puerta moviendo la mano en señal de despedida.

Cuando poco después llegó Joseph, le informaron de lo que habían hecho y salió a verlo por sí mismo. La tarde había oscurecido, el viento era más frío. Arrancó una ramita de romero y paseó llenándose los pulmones del olor a tierra. Caían las primeras gotas de lluvia cuando empezó a separar los fragantes brotes que tenía en la mano, arrancándolos del tallo como tantas promesas no deseadas.

3

La casa estaba al final de la calle. A un lado tenía una pocilga adosada, y detrás un jardín con un estercolero y una huerta. Una de dos casas, las únicas del pueblo que seguían perteneciendo a los Saint-Pierre, había permanecido vacía durante el invierno desde la muerte del anterior inquilino, y la lluvia había entrado a través del tejado que no había sido reparado por falta de dinero.