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Stephen había acudido discretamente al rescate; a cambio de toda esa agua caliente, dijo.

– Mira, Jacques. Un manzano.

– Las manzanas están muy bien para los jóvenes con dientes resistentes. Lo que a mí me gusta son las peras jugosas y dulces, y no veo ningún peral. Ni un ciruelo.

– Sabes que puedes venir al huerto cuando quieras y coger toda la fruta que te plazca.

– Hay unos buenos escalones y una subida. Si tengo otra mala caída será mi fin. No creo que aguante más allá de Navidad, de todos modos. Me atrevería a decir que nadie lamentará mi muerte.

– Te traeré peras cada día cuando sea la época -se defendió Mathilde.

– ¿Cuánto creen que aguantarán esas nuevas tejas? Habrá goteras con la primera tormenta de verano, y seguro que pillo una de esas toses de las que uno nunca se recupera. -Con una uña curvada de color ocre arrancó un trozo de corcho y después otro. Parecía más que nunca una vieja rama sin hojas.

– Stephen ha ido a buscarte un cochinillo de la granja de los Coste. Iba a ser una sorpresa.

– ¿Para qué quiero un cerdo? Me estarán devorando los gusanos antes de que llegue el momento de matarlo.

Mathilde rodeó corriendo la casa hasta la parte de atrás, donde había un montón de malas hierbas al lado de la huerta y Sophie descansaba sobre la pala, con el pelo cayéndole hacia el suelo.

– Quiero que Jaques se quede con nosotros. ¿Por qué no puede quedarse?

– Sabes por qué. No querrías que se cayera otra vez por las escaleras, ¿verdad?

– Es una casa horrible. No tiene ventanas y huele mal.

– Es mejor que la casa de beneficencia de Castelnau. -Sophie cavó sombría, sin querer pensar en Jacques, solo por primera vez en setenta y seis años.

Él había insistido en llamar al notario para redactar su testamento. Quería que todas sus posesiones, es decir, dos camisas, unos pantalones, dos calzones, un chaleco, dos pañuelos, tres pares de medias, dos gorros (uno de lana, otro de algodón), un par de zapatillas y un grabado enmarcado del martirio de santa Ágata, fueran vendidas en subasta. Lo recaudado, junto con las nueve livres que representaban sus ahorros, debía ser enviado «a los negros de África». A la pregunta de si tenía en mente unos negros en particular, respondió: «Los más negros».

– Estará triste todo el tiempo -lloró Mathilde-, sabes que lo estará.

– Le conoce todo el pueblo.

– Le caen mal casi todos.

– Berthe le traerá cada día la comida, y todos vendremos a verle. No estará tan mal -dijo Sophie, obligándose a creerlo.

– ¿Crees que le gustaría tener mi retrato de Brutus?

Un cochinillo salpicado de barro y con una cuerda alrededor del cuello bajó trotando por la calle, chapoteando a través de los charcos.

Stephen, luchando por sostener en equilibrio a Caroline en la parte interior del codo de su otro brazo, se detuvo en seco ante la escena de un anciano abrazado a un árboclass="underline" una lluvia de flores blancas contra un cielo azul, dos pétalos finos como el papel pegados a una cara arrugada.

4

Esperaban a Joseph en la oficina del director, como sabía que harían. No tuvieron necesidad de preguntar; su fracaso se hizo patente antes de que entrara en la habitación, por la forma en que sus pasos se arrastraron hasta la puerta.

La madre Clothilde se santiguó, y él no tuvo coraje para reprenderla.

Había llegado hacía unas horas y encontrado un gran revuelo en el hospital. Una de las criadas, una mujer corta de entendederas llamada Bette Roussel que trabajaba en la lavandería, había asistido a las ejecuciones del día anterior. Entre los destinados a la guillotina había un cura; cuando la cabeza de este cayó, la sangre brotó a borbotones y salpicó el suelo. Más tarde, cuando el espectáculo hubo terminado, vieron furtivamente a Bette recogiendo la gravilla manchada de sangre. La habían arrestado en el acto acusada de conspiración.

Tan pronto Joseph se enteró de lo ocurrido, fue a ver a Ricard.

Encima del escritorio de Ducroix, en un vaso, había tres rosas de color rosa emborronado de rojo. Joseph se apoyó contra la pared junto a la puerta.

– He hecho la ronda por ti -dijo Ducroix-. El viejo del bocio ha muerto.

– Bette apenas es capaz de distinguir una funda de almohada de un mantel. El abbé Maury era su confesor, asistió a su padre en su lecho de muerte. ¿Cómo va a comprender por qué la Revolución ha creído pertinente ejecutarlo? ¿Se ha llegado al punto en que la gente ya no distingue la simpleza de la sedición?

Con los labios apretados, la madre Clothilde salió de la habitación recogiéndose la falda como si Joseph fuera un charco de algo desagradable en el suelo.

– Le he dicho todo eso y más -dijo él a Ducroix-. Ricard me ha enviado a Chalabre, quien me ha dicho que no podía hacer una excepción por mí. ¿Qué pensaría la gente si el Comité Central se ponía por encima de la ley?

Después de que Ducroix se hubo marchado, se quedó sentado ante su escritorio mientras la luz se desplazaba por las paredes. Las últimas horas de la tarde siempre le resultaban insoportables, independientemente de lo que hubiera traído el día, cercándolo como una enfermedad incipiente.

En el jardín, los pájaros llamaban. Pensó en las manos rojas y mojadas de Bette, tan parecidas a las de su madre. Pensó en Luzac, declarando enérgicamente que era inocente hasta el final, diciendo a la multitud que había sacrificado de buen grado un brazo por la Revolución, sin comprender que solo iban a contentarse con su cabeza.

Por hacer algo, abrió el registro central y empezó a leer. Las afecciones de piel estaban, como siempre, bien representadas: tiña (7 casos), sarna (4), abscesos malignos (11), llagas ulceradas (22), escorbuto (9), erisipela (34). 3 casos de parálisis, 44 de dolor de garganta, una inflamación de testículos. Varios catarros. Las habituales enfermedades pulmonares, incluidos 9 casos de tisis. Vómitos con y sin dolores de estómago. Malestar al orinar. Disentería. Reumatismos (28 casos). Fiebres: continua, intermitente, exantemática, baja. Hernia, hidropesía, insolación.

Al acabar el mes trasladaría la información a un gráfico que registraba la incidencia de las enfermedades individuales sobre el calendario. Sabía de antemano que las fiebres tendían a aumentar marcadamente en verano, apoyando su teoría de que eran un subproducto de las emanaciones nocivas que se manifestaban en su máxima virulencia con el calor. A la inversa, los índices de mortalidad, registrados en otro gráfico, descendían en esa época del año; el número más elevado de decesos era consecuencia de afecciones de pecho, y era en los meses de frío cuando hacían estragos.

Llevaba un meticuloso registro, sacando información del caos. Nada tenía sentido si se veía aisladamente, fuera de su contexto. Era preciso discernir las pautas.

Poco antes ese año, París había decretado que en adelante todos los sospechosos políticos serían trasladados a la capital para ser juzgados allí. Castelnau había protestado enérgicamente. La pluma de Mercier se había superado a sí misma: «Entre el pueblo y sus enemigos no puede haber más que la espada. Solo cuando la ven caer rápidamente los mismos ciudadanos que han identificado la traición en el corazón de sus vecinos, podemos estar seguros de mantener en Castelnau el ardor revolucionario al rojo vivo». Ya fuera aturdida por la elocuencia de Mercier o sofocada por sus propios enredos burocráticos, la Convención se había ablandado: Castelnau conservó su tribunal. La victoria se celebró con hogueras y la distribución de un poema compuesto por un oficial municipal inferior. Empezaba: «¡Oh, Castelnau! Todos los que hemos mamado de tus abundantes pechos…».