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Al llegar al ayuntamiento, el alcalde se detuvo.

– ¿Por qué no subes más tarde? Habrá una vista excelente de los fuegos artificiales. Tal vez esté Mercier… si logra separarse del burdel que está patrocinando.

Eso era una calumnia flagrante. Mercier, encendido por los dramáticos sucesos del momento, estaría sin duda ante su escritorio denunciando la traición, insinuando conspiración, exigiendo castigo. Antes del amanecer habría sacado un panfleto. Joseph sabía todo eso, pero ¿cómo iba a resistir una invitación a la complicidad?

– Voy a ir a Montsignac -respondió, sin embargo-, para cenar con los Saint-Pierre.

– ¿Has empezado a verlos de nuevo? -preguntó Ricard con despreocupación. Y, antes de que Joseph respondiese, añadió-: Chalabre me ha enviado una nota. El pastelero ha admitido que su cuñado fue ayudante de cámara de Luzac.

– ¿Crees que hay alguna conexión?

– Estoy convencido. No descansarán hasta que hayan destruido la Revolución y consolidado los intereses de su clase. Sé que crees que tomamos medidas excesivas, pero cometes la clásica equivocación de creer que todo el mundo es como tú. No nos las estamos viendo con hombres de buena voluntad.

Joseph cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, como el oso.

– El diagnóstico no es sino el primer paso; lo importante es curar la enfermedad. Fuiste tú quien me lo enseñó, doctor.

Un grupo de hombres y mujeres se acercaba riendo por la calle. El alcalde esperó a que hubieran pasado.

– Un cirujano debe manejar su bisturí sin piedad.

– Por eso la gente se resiste a la cirugía.

– Esto es lo que echo de menos -dijo Ricard-, poder hablar libremente. No debemos permitir que nuestras diferencias se interpongan en nuestra amistad.

– Por supuesto que no. -Joseph se aferró agradecido a la prueba que tenía próxima-: Hace días que quiero decírtelo. Me caso en otoño.

9

Estaban tumbados boca arriba con las cabezas juntas, una rubia y la otra morena, entre la larga hierba a orillas del río. Las sombras de las hojas dibujaban estampados en sus rostros; respiraban acompasadamente.

Él se despertó sobresaltado.

– Roncas muy melodiosamente, Matty.

– Llevo horas aquí tumbada soportando el estruendo que metes tú. Soy demasiado educada para decir nada.

– Recuérdame que te ahogue cuando me levante.

Los insectos pululaban en la hierba. Brutus dobló las patas y ladró cansinamente.

– Me pregunto si sabe qué es soñar.

– ¿Acaso lo sabes tú?

Stephen miró de soslayo y vio montones de hojas sueltas junto a la orilla. Recorrió con un dedo una ramita de tono purpúreo brillante: hojas en forma de lanza aferradas con firmeza al tallo, pétalos dispuestos en verticilo. Le dejó los dedos ligeramente pegajosos.

– ¿Te has comido el último trozo de tarta?

– Por supuesto.

– Por supuesto.

Había hojas de alisos y abedules, e intersticios agitados de azul.

– Charles dice en su carta que llevó a su general en su globo para que echara un vistazo al campo de batalla de Fleurus. Está convencido de que fue decisivo en el resultado.

– Nunca me has llevado en globo como prometiste que harías. Y el mes que viene cumpliré trece años y la niñez no será sino un sueño lejano.

– Cuando Charles vuelva a casa. Lo prometo.

Una rata de agua trazó una raya de burbujas en la superficie del agua.

Pero a él se le cerraban los párpados.

Sin amarras, flotó con la tarde.

10

– Voy con vosotros -dijo Mathilde en respuesta a la pregunta de Joseph.

A lo que Stephen le dio una patada por debajo de la mesa; y Saint-Pierre se apresuró a decir:

– Vamos, Matty, ¿tienes miedo de que te dé otra paliza al ajedrez?

De modo que allí estaba él, a solas con Sophie. Las hojas, la hierba, el cielo cada vez más oscuro, todo ello confería una ilusión de frescor al aire aletargado del jardín.

Ella se daba palmadas en los brazos.

– ¿Por qué me pican a mí y a ti no?

– Tal vez porque tienes la piel más fina. O la sangre más dulce. Tal vez hasta los mosquitos se enamoran de ti.

Sophie no dijo nada durante un rato. Luego le cogió la mano.

– Has estado callado durante la cena. ¿Pasa algo?

Las ranas cantaban burlonas en el río.

La pregunta llevaba semanas envenenándolo. Esa tarde era una espesa flema que le dañaba los pulmones, una bilis negra que le subía por la garganta.

– ¿Fletcher fue…? -logró decir-. ¿Tú…? -Temiendo su desdén, despreciándose, temiendo mirarla.

– Por un tiempo -dijo Sophie, deteniéndose-, pero ya no.

Al cabo de un rato él señaló el cielo.

– Mira, una estrella fugaz.

– Eso es lo que nos hace falta -dijo ella, pellizcándole el brazo-, un telescopio y una torre. Nos sentaríamos allá arriba, noche tras noche, a lo largo de todas las estaciones. Nuestras cartas lunares llenarían setecientas hojas de letra muy pequeña cuando se publicaran, y serían universalmente reconocidas.

– ¿Un interés común?

– Exacto. Así evitaríamos tener que hablarnos.

Él acercó la cara a la suya, contrayendo las facciones.

– Pero ¿seremos rigurosos?

– Nos tomarán por alemanes.

– Gott in Himmel. ¿Qué hay de los hijos?

– Precisaremos varios. Con nombres como Hipatia y Aldebarán. Comprobarán nuestros cálculos y te llamarán la atención por tus errores.

Ella lo había llevado por senderos tortuosos hasta el huerto. Flotaba un olor dulzón a fermentación; algo pequeño y asustado pasó con un crujido por encima de sus cabezas. Él se apoyó contra un cerezo y levantó la vista hacia sus frutos redondos.

– En cuanto a Fletcher… -La atrajo hacia sí-. Perdóname.

– No te preocupes -dijo ella-. De hecho… hay algo que quiero preguntarte.

– ¿Sí?

– ¿Por qué lo primero que haces cuando me ves es quitarte rápidamente los anteojos?

– ¿Crees que estoy mejor con ellos puestos?

Con la cabeza ladeada, ella consideró la pregunta.

– Bueno, no.

– Sophie -dijo él-, ¿siempre me asombrarás?

11

Decían que nunca había habido un verano igual, de cielo blanco roto y viento furioso. Joseph paseaba por una avenida de plátanos y la sombra lo envolvía mejor que un abrigo. Ya no había diferencia entre respirar y jadear. Como un nadador, uno avanzaba con esfuerzo, arrostrando la húmeda resistencia.

Pensó en champán, cada sorbo una helada explosión en su garganta. Se preguntó qué hacía Sophie y calculó que en menos de ocho horas volvería a verla.

Las calles de grava tenían una mirada dura y blanca que uno se veía obligado a evitar. Los carros cruzaban traqueteando la ciudad un día sí otro no, y en cada casa, junto a la puerta principal, había una pulcra lista de los nombres de sus moradores. Allá donde uno miraba se leía la consigna Egalité oh la mort: florecía en las paredes, aparecía tallada en los troncos de los árboles. Las denuncias se multiplicaban como moscas. El terror era una de esas enfermedades de la que nadie hablaba; tocaba a sus víctimas en el hombro, se manifestaba en un puñado de pústulas rosadas.

Todo ello le llegaba en voz baja, el rumor de un conflicto lejano. El verano giraba en torno a Sophie. Nunca se había atrevido a imaginar tal felicidad.