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Sentada en la hierba, Sophie escuchaba a sus padres y comía rosas.

El verano que cumplió cuatro años, su padre le contó la historia del emperador Heliogábalo, en cuyos banquetes hacía llover tal cantidad de pétalos de rosas sobre los invitados que casi todos morían asfixiados. «¿Qué quiere decir asfixiado?», había preguntado ella. Y Saint-Pierre, lamentando ya su impulso didáctico y deseando evitar la brutalidad, había respondido con evasivas, diciéndole que para los romanos la rosa simbolizaba la vida eterna por su asociación con los dioses. Poco después encontraron a Sophie tumbada boca arriba en una resguardada esquina bajo una gruesa capa de pétalos de rosa. «Soy un romano -informó a su madre-. Me estoy asfixiando en una rosa.»

Con constancia y determinación, en los años que siguieron a la muerte de Marguerite las rosas habían invadido el jardín. Se sacrificó un grupo de avellanos porque los rosales engordaban con la luz del sol.

– Venderemos la leña -dijo Sophie, aunque nadie le había preguntado-. Pensad en el dinero que nos dará este invierno.

Los arbustos que hacían de pantalla, como los viburnos y las varas de oro silvestres, fueron sustituidos por espalderas a fin de acomodar más rosales trepadores. Las plantas delicadas o exigentes, abandonadas a sus propios medios, languidecieron y murieron sin que nadie reparara en ellas; los rosales acaparaban toda la atención de Sophie.

Los que crecían en su jardín, los resistentes y longevos rosales del siglo XVIII, soportaban mucho mejor el abandono que sus actuales descendientes. Pero ningún jardinero se libra del trabajo arduo y la poda. En el gris y deprimente mes de diciembre, Sophie cortaba los largos vástagos laterales con la crueldad que caracteriza el verdadero deseo. Las ramitas muertas las retiraba en primavera, y podaba con cuidado las ramas floridas en verano, una vez terminada la estación. Alrededor de los arbustos plantaba ajo para aumentar su resistencia a las enfermedades, y el mantillo refrescaba sus raíces y reducía al mínimo las malas hierbas cuando lo esparcía generosamente sobre los capullos. Para el riego acudía a Jacques, su viejo criado, y a un voluminoso y pesado artefacto de hierro llamado carretilla de agua, arduo por partida doble. Había que vigilar a la vieja yegua de Saint-Pierre a la espera de sus tibios excrementos, que Sophie dejaba reposar en un apestoso barril hasta que juzgaba que la mezcla era lo bastante fétida. Iba por los pueblos y aldeas en busca de plantas nuevas, llamaba con descaro a puertas de desconocidos para pedirles esquejes cuando un ramillete que colgaba de una terraza despertaba su interés, y se la había visto robar cuando la petición era rechazada.

– Cuando se trata de rosas -decía Mathilde con admiración-, Sophie se vuelve descarada.

Cruel, osada, descarada; las rosas le brindaban a Sophie la oportunidad de ser todas esas cosas.

¿Cómo pensar en ella? Una joven lo bastante culta para tener curiosidad, pero ni mucho menos con la suficiente formación para satisfacerla; una mujer sin belleza ni riqueza y, por tanto, con pocas posibilidades de contraer matrimonio. ¿Cómo pensar en su época? Las inimaginables, ineludibles y tediosas tareas como hacer jabón y coser prendas de vestir y mantelerías, el aburrimiento de las noches de invierno en que unas pocas y costosas velas proyectaban una luz tan tenue que lo más sencillo (y calentito) era irse a la cama. ¿Cómo pensar en su mundo? En todas partes, horizontes que se ampliaban -el oxígeno había sido aislado, el Pacífico cartografiado, la monarquía absoluta en decadencia-, pero la ciencia y la historia llegaban a Montsignac en forma de anécdotas y rumores que fácilmente parecían insignificantes al lado de un escándalo del pueblo o los daños causados por una helada prematura.

Puede comprenderse por qué Sophie necesitaba las rosas.

Acostada en la cama con los ojos cerrados, se acariciaba la piel desnuda con una suave flor blanca.

En junio, cuando nadie la veía, seguía comiendo pétalos de rosa.

Pero a finales de julio la floración más importante había terminado, de modo que Stephen reparó en algunas rosas rezagadas de color rosado en un arbusto de hojas verde grisáceo. Arrancó una, y cuando encontró a Sophie al otro lado de un brezo, se acercó a ella y se la puso en el cabello.

Ella se volvió del mismo color que la flor.

Él se quedó cautivado por la transparencia -la sinceridad, como lo llamó para sí- de su reacción. Era consecuencia de vivir en las proximidades de la naturaleza. A los pies de Sophie había una cesta con un rollo de cordel y un cuchillo de hoja delgada y curva; a su lado, en una palangana de agua, varias ramitas verdes.

– Qué afortunada es -dijo él- por trabajar al aire libre, en compañía de los pájaros… Siempre he querido ser jardinero.

– Bueno -dijo ella con incredulidad-, ¿lo ha probado alguna vez?

– He paseado a menudo por jardines.

Ella se irguió para descansar la espalda. Se inclinó una vez más sobre un macizo de plantas jóvenes, dispuestas en hileras, y él se acuclilló a su lado.

– ¿Es un rosal?

– Un rizoma crecido a partir de unos esquejes de brezo que saqué de los setos hace dos inviernos. Estoy injertando un rosal en él. -Ella hizo un corte en forma de T en el tallo del brezo a un par de centímetros del suelo, empuñando con despreocupada precisión el cuchillo de aspecto letal. A continuación utilizó otro cuchillo, de hoja redondeada y embotada, para sujetar hacia atrás los dos pliegues de corteza en la intersección de los cortes.

Al verle alargar la mano hacia la palangana, él le pasó una de las ramitas. Inclinando la cabeza en señal de agradecimiento, ella cortó un trocito, empezando justo por encima de una yema y terminando justo debajo.

– Mire. -Con el aliento desplazó el pequeño fragmento verde que hacía equilibrios sobre la hoja de su cuchillo. Le dio la vuelta con cuidado y le mostró el diminuto trozo de madera más clara del otro lado-. Esto hay que quitarlo.

Él siguió observando fascinado cómo ella arrancaba el trozo de madera más clara dejando intacto el escudo de corteza que lo rodeaba.

– Y ahora se introduce la yema en el espacio dejado por los dos trozos de corteza en el rizoma, así -él estiró el cuello para verlo-, y se ata con el cordel.

– Deje que la ayude.

Sus manos se rozaron.

– Con firmeza -dijo ella-, pero no demasiado fuerte.

La pequeña yema quedó sujeta, y él se desplomó en la hierba.

– Qué trabajo más agotador.

Sophie cortó el extremo de cordel que colgaba y se irguió sonriendo.

– Es fácil con la práctica. Y el método más seguro de reproducción. Tendré dos docenas de plantas nuevas en primavera.

– ¿Es muy bonito ese rosal? -Él observaba el rostro de Sophie. Cuando sonreía, el molde de sus facciones, serio por naturaleza, se rompía y se la veía… casi guapa, pensó.

– Venga a verlo -respondió ella.

Lo condujo por unos senderos y allí estaba: un pequeño arbusto de tallo liso, hojas ovaladas y oscuras, ligeramente brillantes, y abundantes flores rojas. Era un espectáculo precioso -las flores color cereza, las hojas verde intenso- y así se lo dijo. Sin embargo, por la forma en que ella bajó la mirada, se dio cuenta de que la había decepcionado.

– ¿Es muy poco común? -aventuró, deseando complacerla.

– Para ser alguien que ama la naturaleza no sabe mucho de ella, ¿no? -Él giró sobre los talones, sobresaltado. Mathilde, emergiendo de detrás de un matorral, sonreía para sí. Se había inventado un juego que llamaba Salvajes y que consistía en desplazarse por el jardín sin ser vista. Se le daba muy bien-. Los rosales no suelen florecer a finales de verano. Este viene de China, de los semilleros de Fati, cerca de Cantón. Sophie dio a Ri-naldi el brazalete de plata de mamá a cambio del rosal, pero padre y Claire no deben enterarse.