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Repara en que alguien ha olvidado quitar el polvo al busto de Marat que hay sobre un pedestal cerca de la puerta: de la nariz a la oreja del mártir se extienden unos hilos plateados, y la araña, pequeña y marrón, se acurruca como un lunar en la comisura de la boca. Esta evidencia de la falibilidad humana, esta pequeña imperfección en el buen funcionamiento del sistema, tranquiliza a Saint-Pierre. La eficiencia está a la orden del día. Hasta ahora él no ha comprendido cómo esta se vuelve contra los prisioneros: si las cosas ocurren lo bastante deprisa, parecen inevitables. Te arrestan; veinticuatro horas más tarde te juzgan y luego… Pero Saint-Pierre cierra los ojos. La sala del tribunal está atestada y mal ventilada, lo que tal vez explique las dificultades que tiene para respirar.

Morel les envió una carta, eso lo recuerda con claridad: la luz del sol listada y entrando oblicuamente en una habitación con los postigos cerrados. Las tardes no están hechas para las despedidas, piensa, hay algo en el duro ángulo amarillo de la luz que vuelve los gestos rígidos y excesivamente ensayados. Los niños, despertados bruscamente y sometidos a besos, estaban adormilados y predispuestos a quejarse. Sabe que estuvo torpe, estrechando a Claire con tanta fuerza contra su pecho que al final esta luchó por liberarse. Aquella noche la había pasado caminando: en el huerto bochornoso junto al río interminable. Imaginó centinelas apostados a intervalos a lo largo de la carretera para detenerla; faroles levantados a lo largo de la orilla, un alto gritado al bote que se desliza por aguas oscuras.

¿Por qué no está él allí con ella? ¿Cómo puede habérsela confiado a Fletcher?

La sala del tribunal se tambalea.

Lombard, el fiscal con cara de pera, está leyendo en alto el primer cargo mientras se pasa un dedo por el cuello de la toga. A un violinista le ha denunciado uno de sus alumnos por «difamación antipatriótica»: ha descrito la música compuesta para el Festival del Matrimonio como «aullidos sensibleros» y confesado que se pasaba todas esas fiestas nacionales en la cama con las orejas tapadas y las cortinas echadas.

En pro de la justicia expeditiva, el tribunal tiene prohibido llamar a testigos. A los abogados defensores se les considera también innecesarios: los hombres del jurado son buenos ciudadanos, perfectamente capaces de mirar en su corazón y llegar al veredicto correcto sin necesidad de ser confundidos y desorientados por astucias legales. Para reducir aún más la complejidad de la tarea del tribunal, todos los prisioneros son absueltos o condenados a muerte.

El violinista está entre la mayoría desafortunada. «El verdugo me hará un favor, ciudadanos… Se acabarán los aullidos.» Esta salida recibe aplausos de la galería, llena a rebosar como siempre; el desafío enérgico que no supone ninguna amenaza al confort de uno siempre se recibe con aprobación. Además, el violinista tiene los ojos marrón achocolatado y un torrente de rizos oscuros. Una o dos mujeres ya están buscando a tientas sus pañuelos.

Habían contando con que registraran la casa, pero tras la partida de Claire eso les había parecido una mera intrusión desagradable. La nota de Joseph había sido doblada y guardada en el escritorio de Sophie, no habiéndosele ocurrido a Saint-Pierre que sus papeles privados podían tener interés para la policía. Hasta que el agente bajó al piso de abajo blandiendo la hoja de papel.

El dolor le sube por los brazos, pero desaparece al instante. Lo deja sin aliento y lúcido. Se considera culpable de negligencia, egoísmo, complacencia. Hasta un estúpido como Monferrant podía ver lo que se avecinaba. Un momento después recuerda qué ha sido de Hubert.

El calor lo rodea y estrecha en sus brazos. Por unos instantes voluptuosos, Saint-Pierre se plantea ceder a su abrazo.

Junto a la puerta de su celda, dos guardias han estado jugando al ajedrez con un juego de piezas a las que les faltan las cabezas de los reyes y las reinas. Durante la cena -judías en grasa de pella, pan, varios pedazos grisáceos que debían de ser carne-, un prisionero se llevó a la mejilla un plato de hojalata e hizo, con perfectas tonalidades, el sonido de un cuerno de caza; esperaba desviar a los sabuesos, dijo, y hasta los guardias rieron.

A una prostituta que se ha jactado de cobrar a los jacobinos dos veces más que a los demás clientes se le acusa de «moral depravada, y de empañar la pureza y energía de la Revolución». Culpable.

A un jornalero lo han denunciado por negarse a trabajar los domingos y afirmar que es un día sagrado, «corrompiendo la conciencia pública». Culpable.

Una costurera ha «minado los intereses nacionales» al expresar su pesimismo acerca del resultado de la batalla de Fleurus; que el ejército revolucionario triunfara demuestra, según Lombard, que las intenciones de la costurera eran enteramente maliciosas. Pero ella cuenta con una baza: tan pronto leen sus cargos anuncia que está embarazada. Esto da lugar a una larga digresión, mientras el fiscal explica que la sospechosa se hallaba fuera de casa atendiendo a un pariente enfermo cuando las autoridades fueron informadas de su traición, de ahí que se demoraran en arrestarla. A su regreso se enteró de lo ocurrido, ante lo cual Lombard cree sinceramente que se apresuró a concebir el niño. Ruega al jurado que no tenga en cuenta tan fastidiosa circunstancia que no es sino una prueba más de la perfidia de la prisionera. Pero la suerte no abandona a la costurera. En todo caso, se le tendría que perdonar la vida hasta después del parto; los miembros del jurado se miran el corazón y, hallando en él magnanimidad indistinguible de sentimentalismo, la absuelven. El juez reprende a la policía por hacer perder al tribunal tiempo y recursos.

Lombard se pone más colorado aún y se abanica con una carpeta.

Todo el mundo sabe que el tribunal nunca ha absuelto a un aristócrata. Sophie habla deprisa y sin vacilar.

– Mi hermana es únicamente culpable de haber contraído un matrimonio desafortunado. Cuando me enteré de que su marido había sido detenido, la insté para que huyera, ¿cómo no iba a hacerlo?, es mi hermana. Mi padre no tuvo nada que ver con las medidas que tomé.

– Tonterías -dijo Saint-Pierre enseguida-. Yo soy el único y enteramente responsable.

– El prisionero no hablará a menos que se dirijan a él -dice Lombard con elegancia. Se coloca bien la toga, consulta sus papeles, se lo toma con calma; no todos los días cae en sus manos un magistrado-. El chico que entregó la nota tenía instrucciones de no dársela a nadie más que a su hija. De todos modos, ella ya ha admitido su culpabilidad.

Preguntan a Sophie por el paradero de su hermana.

– Tenía intención de ir al sur, hacia las montañas. Tal vez España.

¿Quién escribió la nota que los previno?

Ella baja la vista hacia la balaustrada.

– El jurado tendrá en cuenta el hecho de que la prisionera se niega a colaborar con el tribunal. De todos modos, el muchacho ya ha proporcionado la información necesaria.

Saint-Pierre ignora a Lombard y se dirige al juez, quien hace ostentación de tomar notas, evitando así tener que mirar al prisionero.

– La acusación es «ayudar a la contrarrevolución». Pero ¿dónde está la hermana o el padre que habría actuado de otro modo? -Sus atormentadores lo sujetan en el suelo de mármol, esperando a que hable. Si encuentra las palabras adecuadas lo redimirán, de eso está seguro; pero ya tienen las manos alrededor de su cuello, una hoja fría apretada contra su piel-. Fallamos a menudo a nuestros hijos -se oye decir en alto-, pero nada, ni siquiera una revolución, puede impedir que los queramos.

Sophie, de pie a su lado, se ha quedado muy quieta.

– ¿Les parece que el amor es un delito de traición?

El violinista aplaude.

Uno de los miembros del jurado carraspea y escupe.

– La alianza suprema de todo ciudadano es con su país -dice Lombard irritado-. Un patriota habría alertado a las autoridades de la huida de su hija, prueba irrefutable, si se me permite recordar al jurado, de la culpabilidad de esta. De todos modos, no es la primera vez que el prisionero intenta desviar el curso de la justicia. Al investigar las actividades de Etienne Luzac, condenado por crímenes contra la Revolución y ejecutado el 22 Vendémiare del año II, el prisionero dio largas al asunto hasta el punto de que el fiscal se vio obligado a cerrar la investigación y remitir el caso a este tribunal, el cual estableció rápidamente la culpabilidad de Luzac.