Выбрать главу

– ¡No me nombraron para investigar a Luzac! -grita él, provocado por la tergiversación de la evidencia-. Mi cometido era determinar quién había iniciado la matanza que tuvo lugar en el antiguo convento, pregunta que permanece sin respuesta, puesto que las pruebas presentadas en el juicio de Luzac eran un montón de contradicciones.

Lombard se seca la frente, brillante de satisfacción de sí mismo. El juez tose, saca el reloj y se queda mirándolo.

De pronto las paredes empiezan a cercarlos. Saint-Pierre trata de rechazarlas, pero tiene las manos atadas ante sí y… el aire rojo

15

Sin embargo, después de que Joseph cruzara el río en remolcador, las condiciones de la carretera empeoraron; y se hallaba aún a medio día de distancia de Castelnau cuando su yegua quedó coja. El retraso que supuso tal contratiempo fue más largo de lo que podría haber previsto. Al herrero del pueblo más cercano lo habían llamado a filas y la forja había revertido a su padre, un anciano crónicamente combativo que, en cuanto hubo comprendido que Joseph estaba ansioso por reanudar su viaje, le había anunciado que ya había pasado la hora de su comida del mediodía, y bajo ningún concepto iba a retrasarla aún más, o privarse de la siesta que la seguía, ya que estas cosas eran su derecho de hombre libre y con sentido común, por muy mal acostumbrados que estuvieran los forasteros -mirando a Joseph con desagrado-, ya que era bien sabido lo zoquetes y fornicadores que eran todos sin excepción. Esperó un momento con la barbilla levantada, en la que seguían saliendo agresivamente unos pocos pelos grises e hirsutos; y se retiró arrastrando los pies y de mal talante al ver que el extraño no mordía el anzuelo. Y Joseph tuvo que esperar más de tres horas, y pasó el rato lo mejor que supo en la taberna de al lado, jugueteando con un plato de huevos poco apetitosos sin lograr entablar conversación con el dueño parcialmente sordo.

Era como esos sueños en los que todo sale mal y con enloquecedora lentitud.

De modo que por encima del horizonte ya se había abierto paso con dificultad la luna, pálida y lenta, como si hubiera dormido mal, y el crepúsculo estaba muy avanzado cuando llegó a Castelnau y dio un rodeo para tomar la carretera de Montsignac. Encontró la casa sumida en la oscuridad, con los postigos cerrados y silenciosa; vaciló un rato ante la verja, porque solo eran pasadas las diez y le costaba creer que se hubieran retirado todos tan temprano una calurosa noche de verano. Pero la yegua, con avena y paja en la mente, piafaba en la grava y protestaba; se le ocurrió que los Saint-Pierre tal vez habían estado deseando acostarse tras la agitación de los pasados días. De modo que, tras echar una última mirada penetrante a la ventana de ella -por muy fijamente que la mirara, no logró convencerse de que al otro lado de los postigos había una tenue y trémula luz amarilla-, volvió grupas.

La ansiedad lo tiró de la manga a lo largo de los senderos oscuros como boca de lobo. Lo atribuyó al hecho de encontrarse en el campo de noche, con setos respirando a cada lado. Las ramas se entrelazaban sobre su cabeza, oscureciendo el cielo; y allá donde las hojas dejaban que la luna se escabullera, las sombras formaban charcos aún más oscuros.

De pronto recordó que llevaba fuera tres noches, lo que significaba que Sophie estaría en el hospital al día siguiente. Iría allí después de desayunar y la sorprendería. Inclinándose sobre la yegua, aferró un puñado de sus crines negras y ásperas.

– Más deprisa -le susurró a su tembloroso oído-, más deprisa.

Una vez guardada la yegua en el establo, se dio cuenta de que tenía un hambre canina, ya que no comía desde el mediodía, si empujar un revoltijo glutinoso por un plato con un trozo de pan de centeno podía considerarse comer.

Las calles estaban llenas de gente: abanicándose en los portales, paseando, riendo fuera de las tabernas. En mitad de una plaza, una mujer cantaba en italiano algo cadencioso y altisonante, de una ópera sin duda. La voz lo siguió por la calle que llevaba al río, donde habría un café y, con suerte, brisa del río; tarareó varios compases en voz baja.

Más adelante, en la esquina, el Victoire cubría de rectángulos de luz ámbar los adoquines. Un hombre que caminaba con prisas lo miró; y se reconocieron a la vez.

– ¡Morel! -Los dedos de Chalabre le aferraron el brazo, sintió su aliento a pepinillo en la cara, se vio empujado contra una pared, hacia la sombra-. ¿Por qué ha vuelto?

El ajetreo del café quedaba a unos metros escasos; el corazón de Joseph latió con más fuerza aún. Si su ausencia había sido advertida, eso solo podía significar que seguían sus movimientos.

– Un asunto de familia -logró decir-. He tenido que ausentarme unos días.

Los dedos se le hincaron con más firmeza en la carne. La gente moría de insolación, de modo que Chalabre iba, naturalmente, bien abrigado con una chaqueta de corte impecable y diseño irreprochable. La tela gris plateada parecía suave y cara.

– Le estuve buscando. En cuanto cogieron al chico. Encontraron su nota, por supuesto, cuando los arrestaron. Tenemos que hablar, Morel, nos asesinará a todos si no lo detenemos. Ha estado divulgando rumores sobre mí…

A Joseph nunca le habían gustado los pepinillos y se le revolvió el estómago vacío.

– ¿Los arrestaron? ¿A quién arrestaron junto con la marquesa?

– ¿La esposa de Monferrant? Pero si ella y el norteamericano… ¿No ha estado usted ayudándolos a escapar?

– ¿Quién? -gritó, y se aferró a una solapa plateada y resbaladiza como la piel de un pez.

La voz de Chalabre siguió sin parar.

15

Los centinelas que montaban guardia fuera de la charcutería tenían las chaquetas desabrochadas y los sombreros echados hacia atrás. Al reconocer a Joseph, el de más edad se puso a quejarse del calor, su rodilla mala, la jornada tan larga, el sueldo inadecuado.

Cuando se abrió la puerta, el aire viciado y el olor a comida lo engulleron.

Oyó una exclamación y la siguió a través del oscuro pasillo, donde los azulejos estaban frescos contra la mejilla. En el comedor había un mantel rojo brillante sobre la mesa, la ventana estaba abierta y el olor era mucho peor.

Se aferró al respaldo de una silla.

Ricard, en mangas de camisa, cogió la licorera al tiempo que chasqueaba con la lengua en señal de desaprobación.

– Di a ese tipo instrucciones de no decirte nada y enviarte directamente aquí. Le he tenido apostado en tu casa desde… Un asunto terrible.

El vaso chocó contra los dientes de Joseph.

– Chalabre debió de hacerme seguir hasta el hospital y se enteró de nuestra conversación. Te dije que tiene espías en todas partes.

Él cerró los ojos.

– ¿Y… tu viaje? -La voz de Ricard era indecisa.

Él siguió bebiendo.

– Un asunto terrible. Trágico.

Él se palpó la camisa, sacó la nota que le habían entregado en Cahors y se la pasó deslazándola por la mesa. Ricard rompió el sello y desdobló el papel. Movió rápidamente los ojos de un lado a otro.

Joseph miró su vaso. ¿Por qué estaba vacío?

El alcalde apartó una silla -un chirrido sobre las tablas de madera- y se sentó.

– Me ocuparé de todo, por supuesto. Tendrás que permanecer escondido unos días. Pero solo hasta que lleguen los refuerzos.

El mantel no era rojo, sino marrón. Sobre él había pan, una tabla, un cuchillo, medio queso amarillo cremoso rezumando en un plato de flores. Dos velas. Un recipiente lleno de ciruelas. Una pipa. Le Citoyen de esa mañana abierto, boca abajo. Reparó en la fecha: 8 termidor.