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– He hablado con Chalabre -dijo él.

Ricard volvió a clavar la mirada en la carta. Sus ojos eran ahora de un azul transparente, impasible. Sacó el tabaco de un bolsillo sin dejar de mirar a Joseph a la cara.

– Sé que fuiste tú quien ordenó los arrestos.

– Joseph…

Su nombre otra vez. No pudo evitar reírse.

– No debes creer nada de lo que ese hombre… -Los dedos de Ricard se cernían alrededor de su boca.

– Si Chalabre hubiera estado detrás de ello, no habría esperado a que la hermana escapara. Habría enviado a los agentes a la casa ese mismo día. Querías que Claire escapara para tener algo de que acusar a Sophie.

– Joseph, yo…

– ¿Por qué lo hiciste?

La voz a su espalda fue tan inesperada como la lluvia.

– La gente que no ve las cosas como mi marido siempre recibe su castigo -dijo Lisette. Debajo de su chal verde llevaba un vestido de color marfil; sus pies pequeños estaban descalzos-. ¿De verdad creíste que no te castigaría a ti?

– No seas necia -dijo Ricard-. Es el calor, Morel.

Pero Joseph miraba fijamente a Lisette.

Ella salió de las sombras y entró en la habitación.

El alcalde empujó su silla hacia atrás -¡ese ruido!- y se levantó con su habitual parsimonia.

Ella movía los brazos hacia un lado y otro para que Joseph los viera.

– Cuando era joven me acosté con hombres a cambio de dinero. Pero no se lo dije a Paul hasta que estuvimos casados. -El chal se le resbaló y cayó al suelo. Y, alargando una mano por delante de Joseph, cogió el cuchillo.

– Se hace ella misma esas heridas, doctor. He tratado de hacerle entrar en razón, de suplicarle. -Ricard se acercaba desde el otro lado de la mesa con una mano alargada, esos bonitos y esbeltos dedos.

Pero Joseph llegó antes a ella.

El constante esfuerzo de Lisette por limpiar su vida a base de frotar: ¿por qué había visto orgullo donde debería haber reconocido miedo?

Ella no ofreció resistencia cuando él le arrebató el cuchillo.

Había un estudiante inclinado sobre un cadáver rosa grisáceo, cada detalle barnizado de la memoria sellado y brillante. Luego giró la muñeca y el cuchillo se deslizó dulcemente entre los huesos.

16

A las ocho de la mañana el sol cae en el patio como una espada.

La noche anterior escribieron con tiza un número en su puerta, de modo que sabía que los pasos se detendrían allí esa mañana. La correspondencia de los prisioneros pasa por el alcaide de la prisión, así que no ha escrito a Joseph. Pero ha dado al guardia una carta para su padre, que aún no ha vuelto en sí, y otra para Mathilde. Ha escrito que siempre los querrá. Les pide que la recuerden.

Uno de los inconvenientes de la muerte anunciada públicamente es su predisposición a la trivialidad.

Los hombres ya están esperando en el carro. Ve al violinista, con los rizos muy cortos. Y, detrás de él, una cara morena y arrugada, unos ojos de mono, llenos de vida…

– ¡Rinaldi!

La tímida sonrisa de siempre. Es ahora cuando ella se echa a llorar.

Al buhonero le gustaría cogerle la mano, pero las tiene atadas a la espalda, de modo que lo único que puede hacer, mientras el carro se pone en camino, es permanecer lo más cerca posible de ella, apoya la cara en su hombro, doblan una esquina y se está fresco a la sombra de los plátanos, luego el carro vuelve a salir entre crujidos al sol y ya han llegado.

1799

1

Septiembre, un día de cielos que se disuelven entre azul y gris, el viento no exactamente frío sino afilado por los bordes. Aspira una profunda bocanada de aire, saboreando su limpia salinidad.

Se han quitado los zapatos y las medias, y pasean por la playa que describe una curva hacia el sur del puerto donde las casas se apiñan como mejillones. El mar está veteado de púrpura y marrón por donde las rocas negro pizarra se sumergen en el agua. Los dedos de los pies de su hijo se curvan sobre la arena a medida que avanza haciendo eses, con las manos levantadas y riéndose de un setter marrón y blanco que se precipita ladrando estúpidamente hacia las gaviotas, las cuales ni se inmutan. Con los años ha tomado mucho cariño a las niñas. ¿Cómo no iba a hacerlo? Son pequeñas, se caen y se hacen daño, una de ellas tiene miedo a las polillas, la otra le confiesa que lo que más le gusta en el mundo es la luna en el agua. Tienen el llanto y la risa fáciles; deslizan sus manitas en la suya y le hacen preguntas serias, mirándolo con ojos azules sin reservas.

Pero no ha tenido que aprender a querer a su hijo; la ternura, involuntaria como la marea, lo inundó desde el momento en que por primera vez sostuvo en brazos su diminuto cuerpo. Ya discierne inteligencia en su forma de razonar, en los ojos color avellana brillantes y los rápidos movimientos que ha heredado de su madre; y también algo de su propia tenacidad, una persistente concentración que lo calma y llena sus gestos de determinación.

Las gaviotas azotadas por el viento revolotean y chillan. Respeta las curvas peladas de esta costa, todos los excesos podados por el viento y el agua.

Con las rodillas rectas, el hijo se deja caer en la pálida arena donde una estela de algas verde esmeralda ha llamado su atención entre los fucos ocres y aceitunados. Las enrolla alrededor de sus gruesas muñecas murmurando para sí como el océano. El perro se sacude, rodándolo de gotas frías, luego se tumba a su lado y empieza a mordisquear un palo.

Algo hace que Joseph se vuelva y mire hacia el fondo de la playa.

Donde el camino muere en las dunas rematadas de penachos de hierba, hay una mujer vestida de negro. Al cabo de un rato esta levanta una mano. Él vacila, mirando al niño y al perro; luego echa a andar despacio hacia ella.

Tiene los anteojos salpicados de agua y sal; los limpia con la camisa.

Del gorro negro de la mujer se escapan tirabuzones negros que le azotan la cara. Ella se los aparta, ladeando la cara en un ángulo que él conoce.

– ¿Claire? -Y echa a correr, levantando arena.

Ella sonríe.

Él tropieza y cae en sus brazos.

– Joseph, querido Joseph -dice Mathilde, dándole palmaditas en la manga. Dice-: Tu mujer me ha dicho que te encontraría aquí. Que no hay forma de alejarte del mar y que no para de encontrar arena en tus bolsillos. -Dice-: Mi padre murió hace once semanas. -Dice-: Debo decir que esos nuevos anteojos son una gran mejora.

De nuevo se retiran las olas, y el pasado es una confusión de piedras brillantes en una playa, cristales alisados por el agua, plumas ahogadas en el mar, no pasa un día sin que él no examine el despliegue familiar.

– Te buscamos -dice Mathilde por fin-. El doctor Ducroix fue a buscarte, pero tu casera dijo que te habías ido.

– Nos marchamos en cuanto me soltaron. Cuando se enteraron de lo ocurrido en París y todo cambió. No podíamos quedarnos en Castelnau. Para Lisette, y las niñas…, era insoportable.

– Todavía hablan de ti allí, ¿sabes? Cómo mataste a nuestro monstruo, a nuestro Robespierre. Te habrían erigido una estatua si te hubieras quedado.

– También era insoportable para mí -dice él-. He querido escribir muchas veces, pero ¿qué podía decir? -Dice-: Matty, qué delgada estás. Demasiado.

Es cierto. Las muñecas le sobresalen, tiene ojeras azuladas, su tez sigue siendo luminosa, pero blanca como el papel, sus mejillas ya están perdiendo su redondez. En ciertos ángulos ve la urgencia de los huesos presionando bajo la carne.

Está guapa.

Tiene mala cara.

– Me propongo volverme pechugona en el Nuevo Mundo -dice ella-. Según Claire, es un requisito obligatorio de la vida en una plantación.