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– ¡Matty!

– Pero hay otras rosas -objetó él-, como la que tiene Sophie en el pelo.

– Una quatre-saisons -replicó Mathilde con altivez-, también conocida como Damasco de Otoño. Una excepción a la regla. Suele tener una segunda floración, pero no puede contarse con ella. -Y añadió con tardía lealtad-: Aunque las de Sophie nunca fallan. Rinaldi dice que podría plantar una col y saldría una rosa de ella.

– ¿Rinaldi…?

– El buhonero que me vendió el rosal rojo. Pero de joven fue marinero. En su último viaje, hace muchos años ya, llegó hasta China, donde vio rosales como este, cientos de ellos, creciendo en macetas. En los climas cálidos florecen todo el año. -En la voz de Sophie había una nota soñadora-. Rinaldi comprendió el valor que tenía un rosal que florece continuamente y compró todos los que pudo.

– Los trajo aquí plantados en tazas de té -intervino Mathilde-, tan pequeños eran.

– La mayoría de las plantas no sobrevivieron el viaje, y vendió las que sí lo hicieron. Pero se guardó dos arbustos, que plantó en una parcela que compró con el dinero que había ganado. Se proponía sentar la cabeza, tomar una mujer y criar hijos, tener una cabra y vivir el resto de sus días cultivando su huerto. Pero Rinaldi nació trotamundos. -Sophie se encogió de hombros-. Se cansó, naturalmente.

Stephen había cogido una de las flores rojas y la estaba oliendo.

– Lo primero que todo el mundo hace con una rosa es olerla -dijo Mathilde-. ¿Te has dado cuenta?

– Los niños poseen una mente tan increíblemente inquisidora… -dijo él con una amplia sonrisa.

– Eso no lo han dicho los niños, lo he dicho yo. Estoy sumamente adelantada para mi edad.

Stephen seguía sosteniendo la flor junto a su cara.

– Tenemos la música para entrenar el oído, el arte para entrenar la vista y educamos el paladar con manjares y vino. ¿No os parece que tenemos vergonzosamente abandonado el olfato?

– Tal vez por eso tienen en nosotros un efecto tan poderoso los olores -replicó Sophie-. No hemos sido educados fuera de nuestra respuesta instintiva a ellos.

– Es imposible describir una fragancia -dijo él-. Esta es delicada. Y distinta de la que esperaba. No huele como… como una rosa.

– Lo sé. -Sophie se sostuvo sobre un pie y frunció el entrecejo.

Stephen le puso una mano en el brazo. Ella bajó la vista hacia sus dedos, de grandes nudillos y largas articulaciones. Tenía un pequeño arañazo en la muñeca, entre el vello rubio.

– He venido a verla porque… en fin, mi tobillo está del todo curado, como sabe, y no quisiera seguir abusando de su amabilidad…

Se marcha, pensó Sophie, que había estado preparándose para ese momento. Ahora había llegado. Se sostuvo sobre el otro pie.

– … pero quería saber si puedo pasar unas semanas más con ustedes. Prometo no estorbar y hacer largos paseos con mi cuaderno de bocetos…

– Y un ángel, tal vez -dijo Mathilde, en voz muy baja, a una abeja.

Ese mirlo… ¿Había estado en la pared del patio todo el tiempo, silbando de ese modo?

6

A1 volver andando del pueblo por el frondoso sendero que llevaba a su casa, a Sophie le había salido al encuentro Mathilde.

– ¡Ha llegado! Pensé que estábamos a salvo otra semana.

– ¿Has encerrado a Brutus?

– Vive la liberté.

Sophie apretó el paso.

En el patio había caballos, un carruaje, criados con librea. En el salón, Claire y Stephen se habían sentado lejos el uno del otro. Sophie advirtió que su hermana llevaba uno de sus vestidos más bonitos, de muselina con un estampado de ramitos de rosas; la clase de vestido que una esposa se pondría para recibir a un marido al que no ha visto en seis semanas. De haber sabido que iba a verlo.

Hubert se paseaba por la estancia, hablando y toqueteando cosas. El cabello le raleaba, pero había conservado su color; estaba tan orgulloso de su oscuro brillo que rara vez llevaba peluca. Sophie se había dicho a menudo que un hombre de tez encendida y cabello oscuro no podía evitar parecer enojado; infelizmente para su teoría, su cuñado siempre lo estaba.

– Qué inesperado placer. Pensábamos que la semana que viene… -Al inclinarse para besarlo, retrocedió ante su horrible aliento.

Todo -el pasearse, el toqueteo, el retroceder- era bastante habitual.

– No os habéis enterado de nada, naturalmente, aislados en este atrasado lugar. -La seguridad en sí mismo y las acusaciones eran endémicas en la conversación de Hubert-. Esos cretinos de París se han superado a sí mismos. Se han quedado toda la noche levantados en la Asamblea Nacional y han llegado a la conclusión de que su deber patriótico es suprimir todos los derechos feudales. Por supuesto, la mitad de esos diputados no tienen nada de su propiedad, lo que hace más vivo su deseo de rebajarnos a todos a su nivel.

La mirada de Stephen iba de Claire a Sophie; una explicación no habría estado de más. Hubert tenía la firme intención de proporcionarle una.

– Los privilegios de los que nuestras familias se han valido durante siglos. Sus legítimas fuentes de ingresos. -Empezó a enumerarlas con los dedos-: Los peajes y pontazgos, los censos, los derechos pagados por el uso del hogar, los impuestos sobre la venta de mercancías en ferias, el pago en especie, el pago en dinero. -Sus antepasados habían dado la vida por Francia, primogénito tras primogénito, durante generaciones. Se mordió el interior de la mejilla, abrumado por la injusticia de todo ello.

– ¿No se olvida de algunos de los privilegios más controvertidos, mi querido Monferrant? -preguntó Saint-Pierre desde el umbral. El primer año de matrimonio de Claire, en pro de la justicia, se había sentado a hacer una lista de las buenas cualidades de Hubert. Después de «tiene excelente mesa», reflexionó un rato y se le ocurrió «directo».

Hubert arremetió con la punta de la bota contra un trozo gastado de alfombra. Los hombres como su suegro estaban hundiendo el país. Una esposa hermosa y consciente de la diferencia de su rango era una cosa; el problema era la familia.

Saint-Pierre seleccionó una silla que pudiera acomodar su mole y se volvió hacia Stephen. Se llevó los dedos entrelazados al montículo de su tripa. Sus hijas se miraron con los ojos en blanco: su padre, el magistrado.

– Considere el caso del mainmorte: exige que el campesino obtenga el permiso de su señor para vender su propia tierra. También le prohíbe legarla a alguien que no sea un pariente directo que haya vivido bajo su techo. Y luego están los antiguos derechos de caza que permiten al aristócrata criar aves rapaces que comen a su antojo los cultivos de los campesinos. Cuando las cosechas son malas, como el año pasado, es lo que más resquemores suscita.

– Comprensiblemente -aventuró Stephen.

Hubert empezó a balancearse sobre los talones.

– Su comprensión de la situación deja mucho que desear. Esta primavera se han producido ataques a la propiedad por toda Francia. En mis propias fincas han matado brutalmente conejos y faisanes, incendiado cobertizos y conducido al ganado por los cultivos. A uno de mis guardabosques lo golpearon con una barra de hierro y se salvó de milagro. -Miró a Stephen con desagrado: un extranjero con opiniones-: Supongo que se parece a la barbarie del Nuevo Mundo, pero le aseguro que aquí tenemos una actitud muy distinta.

– Comprender no es lo mismo que disculpar -replicó Stephen. Le habría gustado que Claire reconociera su coraje con un gesto, pero tenía la mirada clavada en la chimenea vacía-. Naturalmente, nadie tiene derecho a realizar tales actos de violencia con impunidad.