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Unos oficinistas con sombreros de copa atendían con excesivo celo sus libros de cuentas. Un barquero cerró el paso a dos niños que conducían un caballo de tiro soltando de vez en cuando ingeniosas maldiciones.

Joseph subió las escaleras que llevaban a la relativa tranquilidad del único puente de Castelnau. Este comunicaba el centro respetable de la ciudad, donde se había encontrado con Sophie, con su barrio natal de Lacapelle. Sus apiñadas casas de madera albergaban a los pobres: obreros que fabricaban los tejidos que habían dado fama a Castelnau, barqueros, estibadores, toneleros y carpinteros relacionados con el comercio del río, y los marginados de siempre: buhoneros, mozos de cuadra, ladrones, viudas, los viejos, los desesperados, chatarreros y escarbadores de todo tipo. Desde que había regresado a la ciudad ese verano se había alojado en la orilla derecha, a la que en otro tiempo pocas veces había tenido motivos para dirigirse.

Pensó en el río como un vínculo entre las dos mitades de su vida, una encarnación de ladrillo y argamasa del cambio que había experimentado. Su madre había lavado la ropa sucia de las imponentes casas que daban al río en el lado noble de la ciudad. En esas mansiones vivían los ricos comerciantes de harina y tejidos de Castelnau, como el clan Nicolet, que monopolizaba la fabricación de un resistente tejido de algodón con el sello real que vestía a todo el ejército francés. El padre de Joseph había cardado algodón en el taller de los Nicolet de Castelnau, que empleaba a más de trescientas personas, sin contar los tejedores; casi todo el tejido era hecho por las mujeres y los niños en el campo, donde las regulaciones del gremio eran difíciles cuando no imposibles de cumplir.

Joseph tenía siete años cuando la tragedia se abatió sobre los Nicolet. Robert Nicolet, único heredero de la inmensa fortuna familiar, se ahogó en un accidente de barco junto con sus dos hijos menores. Una noche de luna, poco tiempo después, su esposa se puso su traje de novia y se tiró del puente. La encontraron al día siguiente en el recodo del río, entre las rocas y las raíces de un sauce llorón, con un casquete de hojas amarillas pegado al cabello.

El anciano señor Nicolet empezó a vagar por su mansión con una bata de seda azul, abriendo puertas al azar, recorriendo tambaleante pasillos de cuya existencia nunca había sabido. A veces hablaba en voz alta, palabras o frases inconexas que no requerían respuesta. En esta condición se encontró con Joseph, que jugaba con una caja de cigarros vacía en el frío suelo de la trascocina. Su madre, que había estado chismorreando con una doncella, balbuceó excusas y se apresuró a coger a su hijo en brazos y quitarlo de en medio. Pero el anciano caballero se detuvo y bajó la vista hacia la asustada cara del niño; no dijo nada, pero alargó una mano cubierta de manchas de la edad y, con delicadeza, con la yema de los dedos, acarició la mejilla del niño.

Joseph no volvió a verlo y pronto olvidó el encuentro. Pero cuando el viejo empresario murió dieciocho meses después, se supo que su testamento disponía que el hijo de Jeanne Morel fuera enviado a la escuela. Con el tiempo, si el muchacho demostraba aptitudes, estudiaría «para médico, para que aprendiera así a aliviar el sufrimiento con que tan generosamente está dotado el mundo».

Desde que había regresado a Castelnau, Joseph había descubierto que a menudo sus pasos lo conducían al río. No hubiera sabido decir qué le había movido a regresar después de terminar sus estudios. Sus padres habían muerto y sus dos hermanas se habían casado y marchado; habría sido más fácil, y sin duda más prudente, permanecer en Montpellier y explotar los contactos hechos en la universidad. La decisión de regresar, tomada impulsivamente con la vaga intención de honrar a su benefactor, se cernía ahora sobre su hombro como un pájaro de mal agüero. La idea de que tal vez había cometido un error irrevocable era nueva y temible.

Al principio no había reconocido la sombría infelicidad que lo acompañaba a todas partes. ¿Cómo iba a sentirse solo cuando nunca lo había estado? En Montpellier siempre había alguien llamando a su puerta. Añoraba aquellas simpáticas noches de invierno compitiendo para ver quién bebía más en las tabernas, con la facilidad con que se traba amistad cuando la juventud y un esfuerzo común nivelan el accidentado paisaje de las diferencias. Echaba de menos la garrigue, las colinas que olían a hierba detrás de la ciudad, adonde tan a menudo había ido a pasear para aliviar la resaca; en una ocasión había encontrado una aldea en ruinas, abandonada a frágiles flores silvestres y pájaros cuyos diminutos cuerpos describían bucles, dando incansables puntadas al aire. Al entrar en habitaciones donde dominaba la enfermedad, al comer solo, al tratar de imponer un orden en la sucesión de sus días amorfos, anhelaba aquella vida que le sentaba como una camisa suavizada por el uso.

De pie en el puente, se preguntó si había regresado por lo que alcanzaba a ver desde ese lugar estratégico: el parapeto bajo sus pies, esa mansión que se caía a pedazos corriente arriba, el taller donde había trabajado su padre, los barcos de las lavanderas donde su madre había restregado la pesada mantelería de los Nicolet.

La gente necesitaba el pasado, pensó, y por un instante todo le pareció tan claro como el paisaje que se iluminaba de golpe a lo largo del río. Necesita saber de dónde viene.

Eso le trajo a la memoria lo que había dicho a Sophie acerca de la historia, y la vergüenza le embargó. Él solo era un médico, debería dejar las declaraciones a otros y limitarse a hablar de las cosas que sabía. «Para aliviar el sufrimiento con que tan generosamente está dotado el mundo.»

9

Frío y soleado tras una semana de lluvia.

Mathilde paseaba por un sendero donde gruesos escaramujos de flores naranjas se ensartaban como cuentas a través del seto. Brutus, corriendo delante de ella, miraba a menudo hacia atrás para observar su avance, o se detenía para hundir el morro en unos hongos marrones y planos. De pronto echó a correr y desapareció en un campo.

Por todas partes había pequeños caracoles de translúcidos caparazones amarillos. En un charco que cruzaba el camino vio reflejadas las hojas sobre su cabeza; lo cruzó empapándose las botas y los calcetines de algodón gris.

En París, la muchedumbre la seguía sin vacilar mientras ella la conducía sin miedo por las calles de una ciudad llena de casas altas, aún más altas y más suntuosas que las casas de Toulouse. Marchaban a la luz de las antorchas, cantando. Al llegar ante las intrincadas puertas de hierro, un hombre la sentó sobre sus hombros y ella se dirigió a la confusión de caras llenas de adoración: «¡Ciudadanos! Es nuestro deber patriótico liberar a estas almas desafortunadas sometidas a la tortura, víctimas de tiranías indescriptibles». Se llevó el puño al corazón. «Vive la liberté! Vive la France!» La multitud la aclamó y avanzó con decisión, valerosa bajo el traqueteo del fuego de los mosquetes. Los muros temblaron ante su violento ataque, los barrotes se fundieron ante el calor de su pasión. Los desdichados prisioneros, vestidos con harapos y grilletes todavía en los tobillos, se arrodillaron ante ella y le besaron la mano. A lo lejos vio… ¿podía ser la cabeza de Hubert clavada en una pica? Tarareando una melodía, saltó sobre surcos que le llegaban a la rodilla.