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Su hijo asociaba París con ruidos (su madre llorando y tosiendo, voces enojadas) y Versalles con olores (su padre tenía una serie de pequeñas habitaciones mal ventiladas cerca de los aposentos privados reales). Jean-Baptiste vivía para los veranos que pasaba con los padres de su padre en su hacienda de Montsignac, en Gascuña; días largos, irreflexivos, solitarios, jugando en bosques y senderos llenos de flores. Había perros, prados, viñedos, trinos de pájaros, la verde extensión del río. Era el preferido de su abuela, el orgullo de su abuelo. Allí no había ninguna madre con los ojos enrojecidos farfullando detrás de un pañuelo, ni ningún padre con la cara colorada gritando que tenía que hacerse, que la tierra tenía que ser vendida y que, de todos modos, solo era una medida provisional. Ningún niño de expresión severa se mofaba de él -sus picos picoteando, pee, pee, pee- a causa de que el padre de Jean-Baptiste solo fuese un magistrado de provincias con ínfulas y no un verdadero cortesano (a diferencia del padre del niño) ni un comandante militar (a diferencia del padre del niño), y estaba terriblemente endeudado (al igual que el padre del niño, pero eso no es lo mismo cuando se es cortesano y comandante militar).

Su madre llegó tosiendo a una muerte prematura. Su padre lloró de remordimientos, estrechando a su hijo contra su pecho. A través del abrazo, el hijo vio a su padre coger un brazalete de piedras rojas y verdes del tocador de la fallecida y metérselo en el bolsillo.

Un rumor, apenas un murmullo, había empezado a circular en relación con un juez cuyo fallo podía comprarse. El soborno de por sí estaba a la orden del día; el escándalo radicaba en que trascendiera. El presidente del tribunal creyó oportuno que su yerno renunciara a la judicatura para dedicarse enteramente a sus deberes reales. Naturalmente, la resolución del presidente era inapelable.

El muchacho aguantó la década que siguió. París era un lugar triste y vacío. Estudiaba mucho -tenía el hábito de la erudición adquirido sin esfuerzo por los niños solitarios-, y su disciplina se vio respaldada por una mente muy aguda: por lo menos en eso su padre no le había fallado. Tan pronto le fuera posible, emprendería el viaje en sentido contrario, dando la espalda a la capital para matricularse en la escuela de derecho de Toulouse.

El año que Jean-Baptiste leyó a Rousseau fue el año que murió su padre. La mujer de cabello castaño, viuda durante los pasados dieciocho meses, había aceptado la petición de mano de un lejano y adinerado primo, desdeñando así definitivamente a su antiguo amante. Decían que Saint-Pierre había muerto de pena, solo en su maloliente cuartucho del gélido palacio.

El hijo hizo lo que pudo, con ayuda del dinero de su madre. Las deudas absorbieron su herencia y se hincharon, cada día nuevos acreedores presentaban sus pagarés con las iniciales de su padre garabateadas. Él se alegraba de pagar, se alegraba de poder redimir la bancarrota moral de su infancia. Se veía a sí mismo como un honnête homme, un hombre honrado. A una edad temprana había decidido ser la antítesis del cortesano adulador, el marido infiel, el juez que acepta sobornos y roba a los muertos. Cedió haciendas hipotecadas con la mayor despreocupación; Montsignac, que todavía pertenecía a su abuelo, estaba a salvo y era la única parcela de su patrimonio que le importaba.

Optó por vestir ropas sencillas y ligeramente gastadas que jamás habrían sido toleradas en Versalles. Se sentía bastante orgulloso de ser un negado para el baile.

De manera casi natural apareció un cargo en el parlement de Toulouse para el brillante estudiante de derecho. Saint-Pierre se dijo que lo había obtenido con su propio esfuerzo, aunque sabía muy bien que su linaje había pesado otro tanto en su contratación para el tribunal supremo, donde su abuelo había renunciado a su puesto en favor de su nieto. Lo esencial, razonó Jean-Baptiste, era que él se tomara en serio su trabajo y juzgara los casos que le llegaban con imparcialidad, asegurándose cuidadosamente de utilizar su cargo en favor de la gente corriente y mostrándose escrupuloso en su rechazo de los privilegios.

Porque de ese modo se está condicionado por las influencias a las que más se opondría.

Pero tal vez el lector se haya forjado una impresión equivocada de Saint-Pierre. No era ningún mojigato. Tenía la risa fácil, encontraba el lado absurdo de la mayoría de las cosas y tenía una manera de expresarse ligeramente maliciosa. Como los buenos gascones, conocía los placeres de la mesa. Sereno como un juez, dice el refrán, y Saint-Pierre se preocupaba de estarlo, pese a su debilidad por el armagnac y los vinos de Burdeos. Pero la comida era una fuente de inofensivo placer. Chupeteaba los pequeños huesos de los hortelanos asados, se relamía sobre cacerolas de sabrosas salchichas de Toulouse, devoraba patés, soufflés, tortillas, tartas de limón, ostras de Marennes, mirlos corsos, manitas de cerdo rellenas de pistachos, filet mignon con trufas, esos quesos pequeños y redondos de cabra envueltos en ceniza de leña. Tenía especial debilidad por el foie gras de hígado de perdiz de patas rojas. Se permitía pequeñas sutilezas gastronómicas, como insistir en que nunca se debía destripar la becada, sino colgarla por las patas hasta que las plumas caían y las entrañas se licuaban y goteaban del pico.

Si siempre había sido alto, ahora había engordado. Eso también era motivo de orgullo; en Versalles se cuidaba la figura.

La joven con quien se casó era de una familia, aunque perfectamente respetable, ni rica ni bien relacionada; no podía decirse que su matrimonio hubiera sido inspirado por la codicia, el esnobismo o el anhelo de ascender. Claro que a nadie se le ocurrió mirar más allá del motivo evidente de su elección: Marguerite, la novia de dieciocho años, hacía que las cabezas se volvieran a su paso. Junto con la habitual cubertería, mantelería y mobiliario, trajo consigo un séquito de desilusionados solteros que merodeaban afligidos alrededor de la casa, importunándola a ella con sus miradas y asegurándole a Saint-Pierre que era un «tipo con suerte».

Sin embargo la joven, que podía haber escogido entre todo Toulouse, estaba enamorada de su marido, que la hacía reír; y el joven que a menudo despertaba con la cara húmeda después de soñar con su madre llorando, estaba profundamente enamorado de su mujer. Los matrimonios por amor, unidos por el afecto antes que por el deber o la ganancia material, estaban a la mode, y los Saint-Pierre, con sus dos encantadoras hijitas, eran el mismísimo modelo de felicidad doméstica.

Había desgracias, por supuesto -su hijo vivió tres días, a la hermana de Marguerite se la llevó la viruela-, y la preocupación por el dinero nunca se alejaba demasiado. La judicatura, pese a todo su prestigio, no era una carrera lucrativa. Se esperaba que los magistrados completaran sus modestos ingresos, en teoría con sus fortunas personales, en realidad a través de una variedad de prácticas corruptas. Saint-Pierre hizo una virtud de medios tan limitados; había, sin embargo, ciertas apariencias que guardar. Como Rousseau, podría haber dicho que, aunque vivía de modo austero, sus fondos se agotaban de manera imperceptible: sus hijas necesitaban… su mujer tenía que… su cargo obligaba a…

Pasaban los veranos en Montsignac, donde la gran casa permanecía vacía desde la muerte de su abuelo. Marguerite se sentaba a coser en la terraza, trabajaba en su jardín, y se había familiarizado con el pueblo y sus habitantes. La delicada Claire, la predilecta de su padre, se aferraba a las faldas de su madre, de modo que era Sophie la que acompañaba a Saint-Pierre en sus caminatas por el campo, correteando para seguir sus zancadas, memorizando los nombres de los pájaros y las plantas recitados al azar, llenándose los bolsillos de hojas, frutos silvestres, el nido de un gorrión, un guijarro de forma rara. Al volver de esas excursiones salía a su encuentro Claire, que siempre corría a dar la bienvenida a su padre. Él la cogía por las muñecas y la hacía girar por el aire mientras ella gritaba de alegría; la besaba y se la subía a los hombros. Sophie, un poco apartada, sostenía el polvoriento bajo de su vestido.

Un invierno, cuando llevaban casados menos de doce años, Marguerite empezó a toser. Saint-Pierre reconoció ese sonido al instante. Como su madre, ahora su mujer volvía la cara cuando trataba de besarla.

De modo que, al final, también había tenido eso en común con su padre.

Hipotecó Montsignac sin vacilar y llamó a médicos de Montpellier, Padua, Edimburgo, Viena, hasta de París. Según los remedios que estos recetaban con confianza, él vigilaba que Marguerite se tragase la cucharada de sangre de buey o se sometiese temblorosa a la aplicación de sanguijuelas. El cubría su menudo y blanco cuerpo con más y más edredones para que eliminara la enfermedad con la transpiración, acallando sus protestas. Insistió en que pasara el invierno en Italia con su madre, aunque ella lloró y tosió y no quería ir.

Marguerite estaba fuera cuando la abuela materna de Saint-Pierre murió en París. En secreto, él había deseado que ocurriera, esperando con remordimientos el dinero que sin duda iba a heredar; aunque se habían visto pocas veces, ya que él nunca iba a París y ella rara vez abandonaba la ciudad, él era su único nieto. Se había presentado con una extraordinariamente fea pero innegablemente valiosa vajilla de Sèvres con ocasión de su boda, y nunca se olvidaba de su santo.