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A veces la asustaba, despertándola con un ladrido o bajando de un salto de la cama para gruñir furioso a la ventana. Cuando eso ocurría, ella se obligaba a levantarse y mirar fuera para escudriñar la colección de formas que había en el jardín, de color negro aterciopelado o iluminadas por el resplandor amarillo limón de la luna.

Por lo general, al cabo de unos minutos la cola y las orejas de Brutus se relajaban, y volvía a instalarse en mitad de la cama, de modo que ella tenía que apartarlo para meterse. Pero a veces arañaba la puerta y, cuando ella le abría, salía sin hacer ruido y no volvía hasta mucho rato después de que ella se hubiera deslizado de nuevo bajo la colcha, de modo que no siempre lograba esperarlo despierta.

Ratas, se decía, o lechuzas. O algún gato del pueblo. Había que subir a las montañas para encontrar lobos, no había ninguno por los alrededores, ella ya no era ninguna niña para asustarse de las historias que Berthe contaba junto a la lumbre en invierno.

Pero en una noche sin luna, imaginaba, y a una hora muy avanzada y de mucha quietud, no serían ratas, ni lechuzas, ni gatos. Ni siquiera lobos.

Brutus le avisaría, por supuesto, mucho antes de que entraran en el patio, tal vez hasta en el preciso momento en que se internaran por el sendero. Ella miraría por la ventana y, al ver la antorcha, sabría qué hacer.

En una esquina de su habitación había una puerta baja de paneles oscuros. Se abría no al esperado armario, sino a un tramo de escalones empinados que conducían a uno de los grandes desvanes. Por ahí se proponía escapar, cogiendo la vela de su mesilla de noche y deteniéndose solo para cerrar con llave la puerta a sus espaldas; ya había puesto la llave del otro lado, para estar preparada. Brutus y ella estarían a salvo en el desván antes de que ellos aporrearan la puerta principal. Mucho antes de que ellos irrumpieran en el piso de abajo.

¿La buscarían? Se inclinaba a pensar que lo harían: contarían y sabrían que faltaba una. Los dos desvanes estaban aún más atestados últimamente con las pertenencias de Claire, lo cual le convenía. Había baúles, un armario, un escritorio con una pata rota, muchas sillas y mesas amontonadas unas sobre otras, dos pantallas de chimenea, un sofá cubierto con una funda para protegerlo del polvo, cuadros apilados boca abajo sobre el suelo de tablas de madera.

¿O sería más fácil huir si se quedaba en las escaleras y salía a hurtadillas de su habitación en cuanto ellos ocuparan el resto de la casa? Las escaleras eran bajas y estrechas, y aun cuando tiraran la puerta abajo, les costaría subirlas, tendrían que encorvarse y puede que no se molestaran en hacerlo.

Pero por alguna razón creía que lo harían.

Se tapó la cabeza con la almohada. Mejor el desván del fondo. Había considerado uno de los baúles, pero le daba miedo no poder respirar. Además, las tapas pesaban mucho. ¿Y si dejaba caer una en sus prisas por abrirla y la oían? Pero había una gran cesta, vieja y con el mimbre deshaciéndose por un lado, pero todavía resistente. Dentro había encontrado estatuillas de porcelana envueltas en una vieja cortina, así como una bandeja de madera y un par de candelabros de latón. Se había deshecho de todo menos de la cortina, y había llenado a medias la cesta con más cortinas, un mantel y un viejo edredón que soltaba plumas. La arrastró hasta una esquina lejos de la ventana, donde reinaba la oscuridad y el tejado caía en declive. Una alfombra enrollada -llevada allí con gran esfuerzo-, dos sillas volcadas, un atril para partituras y una jaula haciendo equilibrios sobre un escabel dificultaban el acceso a la cesta. A no ser que hubieras practicado.

Antes de meterse con Brutus en la cesta y cubrirse con el edredón, cruzaría el desván y abriría la puerta. Así creerían que había escapado por ahí, bajando a todo correr por las escaleras traseras y saliendo sin que la vieran para desaparecer en la noche.

¿Y después? No bajaría enseguida, dejándose engañar por la calma que reinaría en la casa. Podrían haber dejado un guardia fuera de la puerta del desván o en el pasillo al pie de las escaleras. Se quedaría donde estaba toda la noche y el día siguiente si era necesario; había metido en la cesta una botella de agua y una bolsa de nueces.

Cuando estuviera totalmente segura de que no había peligro, bajarían con sigilo las escaleras. No mirarían en ninguna de las habitaciones. Saldrían por la puerta de la cocina y echarían a correr. Vivirían como proscritos en el bosque. Brutus atraparía conejos, y ella comería bayas y frutos secos, y robaría racimos de uva cuando maduraran en los viñedos. En invierno encontrarían una cabaña de leñador; se llevaría consigo el edredón para no pasar frío, y haría un fuego con ramitas y piñas.

Tal vez llegasen hasta el mar.

Rinaldi los encontraría un día. Viajarían juntos, los tres, a tierras lejanas, donde los hombres tenían la piel como seda amarilla y las rosas florecían todo el año.

A Claire, Oliver, Jacques y Berthe los sacrificaría encogiéndose de hombros; no podía salvar a toda la familia. Con su padre tuvo sus dudas, pero él dormía arriba, no podía correr, era grande y no cabría en la cesta.

Quedaba Sophie. Su habitación era la contigua, así que tendría tiempo para avisarle. Pero su hermana estaría adormilada, y cuando por fin entendiera, querría despertar a los demás, y para entonces…

Cuando Mathilde llegaba a este punto de sus cavilaciones, se retorcía bajo las mantas. Pero no había nada que ella pudiera hacer: siendo la más pequeña de las tres hermanas, de modo que era la que se salvaría. Así ocurría en todas las historias.

Brutus se levantó y arqueó la espalda, desprendiendo una ráfaga de su olor -a bayas y hierba, indefiniblemente cálido-, y volvió a instalarse con la cabeza en la barriga de Mathilde.

Se quedó dormida antes de que él empezara a roncar.

3

Fue un parto de nalgas, aunque esa no fue la única complicación. La comadrona mandó llamarlo poco después de la medianoche. A las cinco se desplomaba en su cama exhausto, eufórico, con la mujer y el bebé dormidos a tres calles de la suya.

Los golpes en la puerta lo despertaron de un sueño en el que encontraba por la calle un cisne con las entrañas derramándose en el barro. Esas entrañas eran blandas y brillantes, y no estaban enredadas sino que formaban ramales diferenciados de un rosa malva, nacarado; del extremo de cada uno colgaba un pequeño naipe de marfil, y él se inclinaba ansioso sobre ellos, porque si lograba…

Abrió la puerta a Ricard, que tuvo que agacharse para entrar.

– ¿Remoloneando en la cama el día del Señor? ¿No es pecado?

– ¿Qué ha pasado? -Parte de él seguía en las redes de su sueño (los colores brillantes, el mensaje de los naipes) mientras buscaba su chaqueta.

– Una emergencia, doctor: son pasadas las once y corremos el peligro de perdernos la trucha.

Él echó agua en una palangana, se la arrojó a la cara y se frotó los ojos.

Ricard le dio palmadas en el hombro.

– Deprisa, deprisa.

La porcelana repiqueteó en el lavamanos.

Los domingos por la tarde solía ir a la antigua casa consistorial donde se reunían voluntarios del club para leer en voz alta los periódicos o los decretos de la Asamblea a los ciudadanos patrióticos congregados. Se lo recordó a Ricard mientras deambulaban por la orilla del río en busca de un lugar donde instalarse.

– Estamos en junio -llegó la réplica-, deja que otro lerdo haga el trabajo.

¡Ricard, cuyo lenguaje era tan remilgado como el de una solterona y que ponía mala cara cuando otros hombres maldecían! Pero era evidente que el carnicero estaba de muy buen humor, silbando al dejar atrás las últimas casas diseminadas y pequeños mercados, y al cruzar campos de trigo que le llegaban al hombro y prados llenos de caltas hasta una curva del río bañada por el sol.

Se instalaron cerca de una hilera de álamos, no muy lejos de unos sauces que bajaban hasta el agua.

– Es aquí donde viven los peces, en las orillas con sombra… -Ricard levantó el pulgar- pero en cuanto se despierta la cachipolla, salen al sol y se hinchan.

Se quitaron las botas y los calcetines, se enrollaron los pantalones y se metieron en el limpio río, verde amarronado. Algo hizo cosquillas en los dedos de Joseph; bajó la vista y vio unas formas diminutas que se movían rápidamente en todas direcciones, y, adheridas a sus pantorrillas, perlas plateadas, una en cada vello que flotaba. Sus pies, sobre la arena dorada oscura, eran grandes peces blancos comiendo panza arriba.

Ricard, a unos metros corriente abajo, pescó la primera trucha: un remolino de burbujas, mucha confusión, un retorcimiento marrón plateado. Cuando fueron a comer tenían cuatro peces, de los cuales uno lo había capturado Joseph. Antes de envolverlos en hojas y dejar la cesta donde el agua no era tan profunda, recorrió con un orgulloso dedo su fría espalda verde jaspeada, las manchas rosadas en sus gruesos costados.

– Has atrapado el más grande de todos… casi un cuarto de kilo -aplaudió Ricard, sosteniéndolo en la palma para calcular el peso.

Comieron pan, salchichas de ajo («una mezcla de carne de cerdo y vaca, ligeramente ahumada»), un pote de rillettes y quesos de cabra espolvoreados de tomillo que se habían fundido a pesar de haber estado a la sombra. Compartieron una botella de un vino ácido, verde amarillento. Ricard se apoyó contra un álamo y fumó su pipa.