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Fue Mercier quien insistió en cerrar la ventana, a pesar del calor. Aficionado a los secretos, adoraba el tufillo de la conspiración. Joseph, sudando en mangas de camisa, se preguntó irritado por qué Ricard consentía tal disparate; la ventana daba a una caída de cinco metros, una franja de patio hedionda e infestada de ratas, y un muro de ladrillo. Además, no podía decirse que su acción fuera clandestina: la carta se leería en alto y sería formalmente aprobada en la reunión de la noche siguiente. Pero el carnicero dirigió un gesto de asentimiento hacia Mercier y cerró él mismo la ventana.

Era asimismo Mercier quien tenía la hoja de papel ante él y garabateaba: «Tus deberes son nuestros derechos. Tomaremos las medidas que sean necesarias para proteger las libertades por las que hemos luchado; no toleraremos ninguna oposición; castigaremos a todo traidor, sea quien sea».

Tes devoirs. Tus deberes. Joseph sabía que era pueril el placer que le producía el uso del tratamiento familiar para dirigirse al rey, pero no pudo evitar sonreír. Dio vueltas a la frase en la boca, saboreándola como si fuera un dulce: Tes devoirs.

– ¿Decías algo? -Mercier no se molestó en disimular su impaciencia. Siempre había esa sensación de que en cualquier momento el aire entre ambos podía tensarse y partirse.

– ¿«Las libertades por las que hemos luchado»? Yo pondría «obtenido».

Los demás asintieron en señal de aprobación. Mercier se encogió de hombros, tachó su frase y la sustituyó por la sugerencia de Joseph.

Luzac, sentado frente a Mercier, estiró el cuello para leer qué había escrito.

– ¿No sonaría mejor «los derechos de tu pueblo»? Eso es lo que yo pondría: «Tus deberes son los derechos de tu pueblo».

– ¿De veras? Eso es interesante. Pero la cuestión es que nosotros no somos su pueblo, no le pertenecemos, por mucho que quiera creérselo él o -aquí Ricard insertó una pausa infinitesimal- los elementos reaccionarios.

La cara redonda y pálida de Luzac se volvió más redonda y más pálida. Tamborileó con los dedos en la mesa.

– Estoy de acuerdo. No lo cambio. -Mercier leyó otra vez la carta-. Pero, tal vez, «eliminar» en lugar de «castigar», ¿no les parece? -Su pluma se apresuró a hacer la corrección.

Redactar un borrador era un proceso inevitablemente largo y pesado. Aguijoneado tal vez por esa reflexión, el abogado Chalabre habló por primera vez.

– Deberíamos dejar totalmente claro que estamos acusando al rey directa y personalmente. Yo pondría algo como: «Con tus acciones estás paralizando la Constitución».

Tes actions. Joseph disimuló una sonrisa con el pretexto de secarse la boca.

– Excelente. -Mercier continuó, leyendo en alto mientras escribía-: «Nosotros, los ciudadanos patrióticos de Castelnau, haremos todo lo que esté en nuestra mano para resistir tal sabotaje».

– «Tu sabotaje» -corrigió Chalabre.

– «Tu traicionero sabotaje. -Joseph continuó-: Hemos…», no, «el pueblo de Francia ha echado por tierra tus planes; no vacilaremos en… derrocarte».

– «Derrocarte» no tiene fuerza -dijo Luzac-. Nos hace parecer tímidos. ¿Qué tal… «erradicarte»?

Ricard, llenando su pipa, miró a Joseph y sonrió. ¡Luzac, el radical!

– Destruir -dijo Mercier, escribiendo con furia-. «No vacilaremos en destruirte.» -Había incorporado un periódico, Le Citoyen, a su negocio de impresor y ahora dedicaba la mayor parte de su tiempo a él. Castelnau devoraba sus incendiarios editoriales y los artículos que escribía bajo una variedad de seudónimos. Partiendo de la más seca de las declaraciones de la Asamblea, transformaba la política en una estremecedora e ineluctable pasión: examínate el corazón y descubrirás allí instalada la Revolución.

Chalabre comía pepinillos, por los que sentía debilidad.

– Esto servirá -dijo lamiéndose los dedos como un gato-, servirá pero que muy bien.

Obeso y carente de atractivo, Luis XVI vagaba por su palacio-prisión como un animal torpe y lento mientras debajo de sus ventanas los castaños echaban tímidas hojas verdes. Vetó la sentencia de muerte de la Asamblea contra los emigrados monárquicos que se sospechaba que conspiraban contra la patria. Vetó el decreto que exigía a los curas jurar lealtad a la Constitución, o ya verían; luego se opuso a la devastación de todo cura cuya desobediencia fuera señalada por veinte feligreses. Para agravar tales estupideces, vetó la propuesta de su ministro de la guerra de montar en París un campamento armado de varios miles de revolucionarios procedentes de las provincias para defender la capital del ataque enemigo.

Como los demás clubes de provincias, los Patriotas de Castelnau se veían obligados a desahogar en tinta su cólera. Ese verano llegaron cartas de toda Francia, tensas de justificada indignación, temblando de frustrada determinación.

Los parisinos no perdieron tiempo en invadir las Tullerías. Obligaron a Luis el Falso -el Paso en Falso, en la memorable frase acuñada por Mercier- a ponerse un gorro rojo y beber a la salud del pueblo soberano. Un estilo de vida se desvaneció al deslizarse por el redondo y blanco cuello real. Chalabre abrió su navaja y cortó un pepinillo. A continuación puso el plato en el centro de la mesa. Nadie lo probó. Iba a ir a París y llevaría consigo la carta. Pensaron en multitudes, hombres chocando unos con otros en enormes pasillos y hablando con urgencia, con las cabezas juntas. No podían evitar odiar al abogado un poco.

Un gato maulló en el patio y sobresaltó a Mercier, que emborronó la copia pasada a limpio de la carta.

– Servirá perfectamente de momento -dijo Ricard en voz baja-. Pero no deberíamos engañarnos a nosotros mismos creyendo que va a lograr algo. Mientras el rey viva, será un foco de sentimiento contrarrevolucionario.

No miraba a nadie en particular, pero Luzac empezó a tamborilear de nuevo con los dedos.

– No haga eso… es muy irritante -bufó Mercier.

Joseph reparó en las ojeras del impresor y se preguntó cuánto dormía.

Luzac apoyó despacio la mano izquierda en la mesa. Lo observaron, esperando a ver qué tenía que decir. Luego se sorprendieron apartando la mirada de la otra manga, sujeta al muñón de su hombro. El alcalde sonrió. Habían circulado por Castelnau cartas protestando por la invasión del palacio y el maltrato de la familia real. Sabía que Ricard sospechaba que él estaba detrás de al menos una de ella. Pero él había dado su brazo derecho por la Revolución; ¿quién de los presentes podía decir lo mismo? Sus pálidos y gruesos dedos se cernieron sobre el plato de pepinillos en vinagre.

Tras llamar, entró la hija de Bonnefoy. Sonrió a todos, puso los vasos sucios en una bandeja y les preguntó si querían algo. Inclinándose sobre Mercier, limpió la mesa frente a él.

Joseph trató de no quedarse mirando, pero se quedó hipnotizado por una gota de sudor que se deslizaba por el exquisito escote y se metía en la blusa. Sin pensar, se quitó los anteojos y volvió a ponérselos rápidamente.

Mercier dijo algo a la joven, que había rodeado la mesa y volvía a estar muy cerca de él, y ella sacudió la cabeza, riendo. Él deslizó una mano hasta sus nalgas y todo el cuerpo de ella se volvió hacia él, abriéndose invitadora como una flor.

Ella debía de tener… ¿quince? ¿Dieciséis años? Su piel aún no había perdido la cualidad de absorber y reflejar simultáneamente la luz. Joseph se obligó a apartar la mirada y concentrarse en volver a llenar su vaso.

En la puerta, ella se volvió por última vez y envió un beso a Mercier. El impresor le dijo adiós con la mano; su rostro de facciones angulosas estaba distendido en una sonrisa.

No era la primera vez que Joseph había presenciado el efecto que tenían en las mujeres los ojos azabache y el pelo negro y desordenado de Mercier. Buena planta: ¿dónde estaba la revolución que iba a enmendar la injusticia de semejante lotería?

Ricard habló con tono desapasionado, inexpresivo.

– Bueno, si todos estamos satisfechos… es hora de volver a casa al lado de nuestras mujeres.

Chalabre y Luzac murmuraron algo, asintieron y empezaron a recoger sus cosas. El abogado pescó el último pepinillo, lo comió de dos bocados y se limpió los dedos en una servilleta.

Mercier y Ricard se miraron, uno a cada lado de la mesa. Al cabo de un momento el impresor bajó la mirada y juntó sus papeles.

– Creo que comeré algo antes de volver a la imprenta -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Joseph recordó que la mujer de Mercier había dado a luz a su primer hijo hacía cuatro o cinco meses. ¿No le había dicho alguien, quizá Ricard, que volvía a estar embarazada?

El carnicero se levantó.

– Trabaja demasiado -dijo a Mercier-. No va a ganar nada arruinando su salud. Debería cuidarse… ¿Qué haríamos sin Le Citoyen para expresar nuestras opiniones?

Mercier se encogió de hombros. Pero levantó la mirada, satisfecho.

– Siempre hay tanto que hacer. La edición de la próxima semana ni siquiera está medio lista.

– Lo que me recuerda… -Ricard se acercó a la ventana y se detuvo con la mano en el pestillo-. ¿No me dijo que nuestro amigo aquí presente se había ofrecido para escribir algo para usted? Sobre la higiene y la enfermedad, ¿no es así, doctor?

Joseph había estado contando monedas para sumarlas al montón de la mesa. Se puso colorado y murmuró una frase ininteligible, se le cayó una moneda y se agachó agradecido debajo de la mesa para recogerla. En un momento del invierno había sugerido el artículo a Mercier, quien había fruncido el entrecejo y dicho: «Ya le avisaré». Y en eso había quedado todo, o eso había creído él. Pero era evidente que el impresor se lo había mencionado a Ricard; burlándose, sin duda, de la osadía de Joseph al pretender…