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Tal como resultaron las cosas, la anciana no le dejó más que los libros de leyes de su marido. El yerno parisino envió a Saint-Pierre una breve carta informándole del hecho y preguntándole qué medidas se proponía adoptar para tomar posesión de los volúmenes. Saint-Pierre le contestó pidiendo que se vendieran; podía imaginar la expresión de desdén con que sería recibida la implícita confesión de penuria. Bueno, le traía sin cuidado su buena opinión. Que Montsignac pasara a manos de sus acreedores era impensable. Se sentó en su biblioteca detrás de un escritorio donde las deudas caían como hojas de otoño y supo lo que tenía que hacer.

Antes de que Marguerite regresara de Italia había tomado una decisión y la había puesto en marcha. El alquiler de la costosa casa de la ciudad había sido suspendido en primavera y su contenido, vendido en subasta; los Saint-Pierre se trasladaban a Montsignac, donde el aire puro del campo sería mucho más beneficioso para los pulmones de Marguerite que el tufo y la suciedad de la ciudad.

Agotada por el largo viaje de regreso, su esposa se tendió en un sofá y trató de darle sentido.

– Pero ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué harás? Tu trabajo…

– Todo está resuelto -dijo él, no sin una pizca de orgullo por su inventiva-. Quedará una vacante en el tribunal de apelación de Castelnau al final de las sesiones y yo la ocuparé.

¡Del parlement de Toulouse al tribunal de apelación de Castelnau!

– ¡Podrías haber sido presidente! -murmuró ella, horrorizada.

Él se sentó a su lado y le cogió las manos.

– Querida -dijo con ternura-, no tenemos elección. Y siempre hemos sido dichosos en Montsignac, lo sabes.

Todo eso está muy bien para el verano, pensó ella.

3

El primo de Stephen había visto el primer globo de los Montgolfier elevarse por encima de Versalles en 1783. Estaba pintado de azul brillante y decorado con flores de lis doradas. En la cesta iban una oveja, un gallo y un pato. Permanecieron en el aire ochenta minutos.

Charles decidió en el acto dedicarse a la aerostación.

– ¿Qué fue de la oveja y las aves? -preguntó Mathilde.

– Creo que salieron ilesas. Sorprendidas, sin duda. No pudo ser una experiencia agradable. El fuego que producía el aire caliente para el globo era alimentado con paja, lana, zapatos viejos y carne podrida. Charles dice que el tufo era increíble. Imagínate cómo debió de ser para los pasajeros.

– Espero que no se los comieran después de pasar todo eso.

– Los archivos corren un discreto velo sobre su destino final.

– ¡Qué falta de consideración por tu parte estropear el globo de tu primo! Puede que nunca se me presente otra oportunidad de conquistar los cielos.

Stephen contempló los fragmentos que había en el patio.

– Encargaré uno nuevo tan pronto como vuelva a Burdeos. Y podría enseñarte a construir uno en miniatura. Todo lo que se necesita es una vejiga de buey y cola de pescado.

– ¿Lo has leído en un periódico ilustrado?

– Pero ¿qué salió mal? -preguntó Sophie, que se paseaba alrededor de los restos, levantando de vez en cuando con la punta del zapato una anilla de madera chamuscada o un trozo de alambre del que todavía colgaba un trozo de mimbre. Era consciente de que él tenía el pelo de un dorado pálido. No amarillo (lo había comprobado), sino con un brillo como el del metal al sol. Era más alto que ella, cosa que rara vez ocurría. Y tenía los ojos verde azulados, como imaginaba que era el mar. Todo el mundo sabía que los estadounidenses eran inventivos y perfectos; amaban la libertad y para ellos no suponía nada viajar grandes distancias. Era difícil no quedarse mirándolo.

Como todo en esa casa, la camisa que Stephen había tomado prestada olía a rosas. También era varias tallas demasiado grande para él. Apoyado en su bastón, agitó los brazos para sentir la brisa y esperó a que las hermanas sonrieran.

– Estaba haciendo descender el globo, llevaba horas en el aire y los prados que hay junto al río me parecieron acogedores. Recuerdo que tiré de la cuerda que abre la válvula y deja salir el aire. Luego se produjo la explosión. Debí de saltar de la cesta… y allí desperté, tendido en su sofá.

– Un palmo más en un sentido u otro -dijo Mathilde, no sin pesar- y habrías yacido en un mar de sangre.

– ¿Aterrizar siempre es lo más difícil?

Él reconoció que había ocurrido otra catástrofe en el primer vuelo que hizo solo, preguntándose por qué Sophie dirigía sus comentarios al suelo o a un punto más allá de su hombro.

– Pero seguí las instrucciones de Charles con precisión. Había subido con él dos veces, y pensé que no había nada comparable a esa emoción… salvo sobrevolar la tierra en soledad, contemplar la naturaleza sin distraerte con conversaciones frívolas… Es sublime. -Cerró los ojos y, por un instante, flotó por encima de un mundo creado para su deleite.

– Pero has dicho que el tufo era horrible.

Abrió los ojos.

– No, no, este es… era el último modelo, un globo lleno de aire inflamable. Totalmente limpio y científico.

– Los aldeanos querían matarte a palos -le contó Mathilde, deslizando una mano en la de él-. Te tomaron por una criatura del diablo.

– Menos mal que su globo no prendió fuego a la cebada -dijo Sophie-, o seguramente te habrían matado. Las últimas cosechas han ido mal y cuentan con esta.

Tenía la costumbre, según advirtió él, de sostenerse sobre un pie, con el otro enlazado alrededor del tobillo. Le parecía encantadora y deliciosamente extraña, como todas las jóvenes francesas que había conocido. Si bien ni por asomo tan hermosa como sus hermanas.

– Algunos de los hombres más osados han venido a casa esta mañana para ver si habías desaparecido o cambiado de forma… o nos habías arrastrado a todos hasta los fuegos del infierno que te engendraron. -Mathilde saltaba alrededor de él en un sentido, luego en el otro.

– Ojalá hubiera salvado mi cuaderno de bocetos. -Echando la cabeza atrás, miró el cielo con los ojos entrecerrados-. Posibilidades ilimitadas. Eso era lo que trataba de dibujar.

Estaba de espaldas a la casa, pero al reconocer unos pasos ligeros sobre la grava se ocupó al instante de su pipa. Era una adquisición reciente que todavía no podía contarse entre sus habilidades. Aun así, creía que le hacía importante; y necesitaba algo para señalar su nueva vida.

Mathilde dijo a la recién llegada:

– En realidad no es aeronauta, sino artista. No me extraña que Brutus recelara de él.

– No sé cómo soporta estar en las proximidades de ese horrible perro. -Claire estaba de pie cerca de él y sonrió-. Es muy osado de su parte.

– No me hizo daño en realidad -dijo él con atrevimiento, moviendo la pipa con resolución al agitar las anchas mangas de la camisa.

– No tenía intención de hacerte daño. Solo quería que supieras que te había calado.

– Matty, ¿has terminado tus lecciones de hoy? -preguntó Sophie.

– La aerostación es científica. Sin duda querréis que mi educación avance al ritmo de los tiempos.

– ¿De veras es artista? -Claire llevaba un vestido de algodón amarillo con una faja azul, así como piedras azules en las orejas y alrededor del cuello.

– En septiembre tendré un estudio en París -dijo-, y entonces lo seré.

Una niñera se acercaba por el camino. El bebé que llevaba dormía a ratos y lloraba a menudo. Había bajado con él al pueblo, señalándole todo aquello que podía interesarle -unos petirrojos revoloteando sobre un seto, un campo de avena rosado, un joven asombrosamente bien parecido con quien había sido preciso cruzar unas palabras- y de regreso el niño se había quedado por fin dormido.

Claire la llamó.

– No ha visto a mi hijo Olivier, ¿verdad, señor Fletcher? ¿No es un bebé gordo y precioso?

– Por favor… llámeme Stephen.

Ella permaneció allí, con su vestido del color del sol, arrullando al niño. El pensó en campos, tejados, viñedos, hojas, agua y chapiteles, ángulos de visión que en otro tiempo habían sido imposibles.

Una mariposa naranja pasó revoloteando. Brutus cerró las fauces sobre ella.

El precioso y gordo bebé abrió los ojos.

Abrió la boca.

Se abrazó el cuerpo y empezó a berrear.

Sophie y la niñera se miraron.

4

En 1789 Gascuña era una inmensa y poco manejable provincia del sudoeste de Francia, extendida entre el Atlántico y los Pirineos, que se lanzaba por el norte casi hasta Limoges y tendía una codiciosa mano hacia el este hasta Rodez. Comprendía una gran diversidad de distritos fiscales, territorios feudales, sistemas judiciales, diócesis y oscuras subdivisiones militares impuestas originalmente para conveniencia de los romanos. Pocas de esas fronteras pueden delimitarse con certeza; menos aún son las que siguen coincidiendo y casi ninguna puede trazarse con exactitud en un mapa. En 1789 Gascuña, como la misma Francia, era una amalgama de territorios no unificados: estaba lista para la racionalización, centralización, innovación; esperaba a ser tomada por el futuro.