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– ¡Oh, Claire! -exclamaron a coro sus hermanas.

– El asalto a las Tullerías -explicó Stephen-. El triunfo del pueblo. -La ternura hacia las criaturas vulnerables lo había invadido hasta el tuétano-. ¿Estás cansada? -preguntó a su modelo-. Dime cuando quieras que pare.

Claire sacudió la cabeza. Con cuidado, para no cambiar de ángulo.

Brutus se sentó frente al fuego y se rascó la oreja, gruñendo. Luego se olfateó la pata y le dio unos lametazos.

Mathilde fue a arrodillarse a los pies de Sophie, que volvió a hacerle las trenzas. Los rizos le salían de la cabeza en todas direcciones, siguiendo estrategias propias. Lazos, trenzas y pasadores los sujetaban durante un rato hasta que abandonaban la lucha. «Cabellos de gitana», decía Rinaldi, acariciándolos con un dedo lleno de admiración.

– ¿Ya has tomado una decisión, Claire? -preguntó Mathilde-. ¿Vas a ponerle mi nombre? Sería lo apropiado, dado que voy a ser la madrina.

Claire bajó la mirada.

En la repisa de la chimenea, el reloj de Marguerite empezó a dar la hora: una, dos, tres… todos contaron en silencio hasta diecisiete, cuando calló.

Volvieron a respirar.

– ¿Claire?-persistió Mathilde.

Stephen estaba concentrado en difuminar una línea con el pulgar.

– Tal vez… Caroline. -Y añadió-: Caroline Marguerite.

– ¿Por qué Caroline? -Mathilde se acercó al fuego, donde Brutus se había enroscado con la cola sobre el morro. El perro entreabrió un ojo amarillo y rojo y levantó a medias una pata flacucha y negra. Acuclillándose junto a él, ella le rascó la barriga-. ¿Es del lado de Hubert?

– Hay mucha gente llamada Caroline -dijo Claire con brusquedad-. No tiene nada de extraordinario. Deja de hacer preguntas, Matty, es agotador.

– Brutus y yo nos vamos a dar una vuelta.

Y se marcharon con considerable dignidad.

Olivier estaba sentado en el suelo de su cuarto, que había ido llenando de objetos desconocidos y olores extraños, una mujer gruesa cuyas manazas moteadas lo asustaban.

– ¿Qué estás dibujando? -preguntó Angélique. En cualquier momento el bebé se despertaría y lloraría, y ella bajaría a buscarlo, lo traería de nuevo al cuarto y se lo pasaría a la nodriza, una criatura ordinaria como todas esas mujeres del pueblo, pero bastante dócil.

– El pequeño tiene mucho talento -comentó esta, creyendo su obligación señalar los logros de la familia y, por extensión, su propia preeminencia-, como mi madre. Hay que ver cómo borda. -Sorbió por la nariz y se disponía a limpiársela con el dorso de la mano cuando se acordó y lo hizo con una esquina del delantal.

Angélique se estremeció.

Olivier no paraba de trazar rayas gruesas y negras con un trozo de carbón que había birlado a Stephen. En el centro de la hoja de papel apareció un pequeño agujero que empezó a extenderse hacia fuera, ennegreciendo sistemáticamente todo el papel.

– ¿Qué estás dibujando, tontín mío?

– A mi hermana -respondió Olivier con satisfacción.

10

En la oficina del alcalde hacía frío, y todos conservaron el sobretodo puesto. El arquitecto de mediados de siglo responsable del edificio había evitado para su construcción la obvia elección de arenisca, insistiendo en utilizar en su lugar un mármol moteado de gris que tuvo que importarse de canteras italianas, agotando durante décadas las arcas municipales pero aumentando considerablemente, o eso había sostenido el arquitecto, el prestigio de la ciudad. Estaba ansioso por hacerse un nombre como innovador y partió para París tan pronto hubo terminado su obra maestra, evitando hábilmente de este modo un juicio sumario a manos de los furiosos habitantes de Castelnau, o eso se decía.

Era cierto que en un triste día de octubre, el lúgubre edificio gris provocaba a quienes tenían asuntos que atender allí un escalofrío que su interior surcado por corrientes de aire -y sobrecargado de dorados y espejos enmohecidos- no hacía nada por disipar. Con todo, Luzac siempre era partidario de que se reunieran en el ayuntamiento en lugar de en la Victoire; el terreno ofrecía pequeñas ventajas que no le eran indiferentes. Había hecho esperar a los demás hombres en la antecámara, por ejemplo, mientras un secretario les informaba que el alcalde estaba atendiendo un papeleo importante que requería su inmediata atención. Tras un intervalo apropiado, el secretario los hizo pasar a la oficina de l.uzac, donde este se levantó a medias de detrás de una impresionante extensión de roble brillante y no hizo más esfuerzo por recibirlos, dejando que se acomodaran por la habitación lo mejor que pudieran.

Esa tarde solo eran cuatro. Mercier había alegado varias décimas y un periódico que sacar al día siguiente. Ricard, maniobrando para encajar la mole de su cuerpo en una esbelta silla municipal, comentó que él también tenía sus achaques. Ante lo cual Chalabre movió su silla todo lo lejos del carnicero y todo lo cerca del alicaído fuego que le fue posible.

Joseph, que miraba alrededor con creciente consternación en busca de una jarra o vasos, no pudo evitar sonreír. Chalabre y su mujer gozaban de perfecta salud, pero eran unos hipocondríacos inveterados. Al menos una vez a la semana les hacía una visita profesional a uno u otro.

– La reunión de ayer me pareció lamentable en extremo. -Ricard, sin mirar a nadie en particular, se concentró en su pipa-. La discordia entre nosotros solo fortalece a nuestros adversarios.

Joseph enseguida estalló.

– La discordia es la única opción honrada cuando se asesina a sangre fría a ciudadanos indefensos…

– ¡Sí, ya le oímos anoche! -El semblante pálido de Luzac se alzó desde la barricada de su escritorio-. Estamos aquí para discutir qué medidas debería tomar el municipio para rectificar la… situación.

Luzac sabía, como todos, que el municipio aprobaría las resoluciones que se votaran en el club. Como siempre, el propósito de lo que el alcalde llamaba sus «reuniones informales» era determinar tales resoluciones. Pero había que guardar las apariencias. Además, invocar a la autoridad municipal era una manera de recordar a Joseph que, a diferencia del resto, él no tenía ningún cargo en el ayuntamiento.

Ricard intervino.

– No vamos a ganar nada… -miró a Joseph- repitiendo de nuevo las quejas. El clima caldeado de la reunión era bastante evidente.

La noche anterior, un discurso vehemente tras otro habían denunciado la matanza de los prisioneros. Hubo quienes, Luzac entre ellos, hablaron de conspiraciones monárquicas, purgas necesarias y «las acciones bien intencionadas pero inmoderadas de los ciudadanos patrióticos». Pero la moción, propuesta por Joseph, de condenar las matanzas había sido aprobada por una clara mayoría.

– Me abstuve de votar porque no deseo alentar la discordia-continuó Ricard-. Aun así, hay que hacer algo para disipar los temores de que la Revolución justifica las matanzas indiscriminadas.

– Un momento. -Luzac se echó hacia delante todo lo que se lo permitió su tripa-. La semana anterior al… incidente era usted quien soltaba discursos sobre que nuestras prisiones estaban llenas de conspiradores esperando la oportunidad de levantarse contra virtuosos ciudadanos. ¿Y qué hay del editorial de Mercier pidiendo vengarse de los traidores dentro de nuestras puertas? «El árbol de la Libertad crece con fuerza en sangre impura»… ¿No es así como lo expresó?

– Espero que no esté sugiriendo que somos responsables de lo que ocurrió en el convento. -Ricard miraba a Chalabre.

El abogado se movió.

– Un comité de investigación… eso es lo que aconsejo. Entrevistas a testigos, declaraciones de los supervivientes, registros domiciliarios, interrogatorios de los sospechosos, órdenes, informes, referencias, recomendaciones. -Miró a Ricard, sentado al otro lado de la mesa, y sonrió enseñando sus dientes torcidos hacia dentro-. Solo el papeleo llevará meses.

– Excelente. Excelente, mi querido Chalabre. -La cabeza de Luzac se meneó por encima del escritorio como un ganso de feria esquivando los aros de madera arrojados por los espectadores.

– Atendí al hombre que se tiró de una ventana. -Joseph se había propuesto no levantar la voz, pero allí estaba-. Era constructor de barcos. Tocó un poco de dinero e intentó montar su propio negocio. Cuando no pudo pagar sus deudas, los administradores le confiscaron todo y lo metieron en la cárcel. No era un espía ni un traidor. Trató de alistarse, pero lo rechazaron por demasiado bajo. Era inocente.

– Sí. Por eso vamos a seguir adelante con este asunto. -Ricard sostuvo la mirada de Joseph-. Pero debemos hacerlo debidamente, asegurarnos de que se sigue lo que los abogados llaman el procedimiento debido. No queremos arrestar a quien no lo merece, ¿verdad?

– Oh, no -dijo él-, y tampoco querríamos que nada alterara las elecciones del mes que viene.

Al cabo de un rato, Ricard dijo:

– Si no podemos fiarnos los unos de los otros… -Abrió despacio las manos, como si algo se desprendiera de ellas.

¿Quién no había experimentado pánico en aquellas semanas opresivas en que todas las noticias acerca de la guerra habían sido malas? Joseph recordaba noche tras noche de insomnio, con el miedo bajándole por la columna vertebral mientras trataba de no pensar en el manifiesto de los prusianos y lo que prometía a todos los que no se habían opuesto de forma activa a la Revolución. Miró a Ricard, hundido en su asiento, y deseó decir que por supuesto nadie le responsabilizaba a él de las matanzas.