– Pero ¿qué hay de Ducroix? -preguntó Joseph. El doctor Ducroix había escuchado con bastante educación sus propuestas entusiastas, asentido y sonreído, y no había hecho nada.
– Ducroix está acostumbrado a hacer las cosas de cierta manera -respondió Ricard-. Castelnau necesita a un joven con energía y visión. El consejo ha puesto toda su confianza en sus aptitudes y no creemos que haya ninguna dificultad en convencer a Ducroix y a su junta de que está usted capacitado para el cargo. -Hizo una pausa, pero Joseph no dijo nada-. Es posible que el doctor Ducroix acoja de buen grado la oportunidad de retirarse de la dirección, sabiendo que usted sería un sucesor capaz.
Silencio.
– ¿Y bien? -apremió Ricard, sonriendo-. ¿Qué dice?
¿Qué podía decir? Tenía coraje, ideales y compasión. Ellos eran lo bastante prudentes para no ofrecerle el mundo.
De modo que le ofrecieron la oportunidad de mejorarlo.
11
Sophie leyó la carta a Berthe, que sujetaba una sartén contra el vientre y miraba fijamente una esquina de la mesa de la cocina.
Querida madre:
El sargento Bernard Pelet está escribiendo esta carta por mí y le agradezco el servicio porque sé que estás impaciente por tener noticias mías. Hubiera escrito antes pero no ha habido tiempo ya que hemos estado muy ocupados con la guerra. Hemos visto hermosas acciones y obtenido muchas gloriosas victorias en Valmy y otros lugares. El regimiento está estacionado en un pueblo de las afueras de Worms, una ciudad en la orilla izquierda del Rin, que es un río alemán. Aquí hablan alemán. El vino es muy caro, más de sesenta sous la botella, y solo pueden permitírselo nuestros oficiales. El intendente dice que la cerveza no es bebida para un soldado y ha escrito al general Custine quejándose. Es un buen tipo. No te alarmes, comemos hasta saciarnos ya que hay cerdo y patatas en abundancia. Cuando hace buen tiempo marchamos a lo largo de la orilla del río. Tenemos nuestra propia banda, que toca muy bien. No puedes ir muy lejos sin toparte con cruces y altares, porque los alemanes aún no se han liberado de la superstición. Estamos alojados en una casa limpia y bonita con ventanas. Hay dos camas para los cinco que somos, y yo estoy en la que solo duermen dos porque me hirieron hace poco. No te alarmes, éramos más numerosos que la patrulla prusiana, en una proporción de seis a tres, y los matamos a todos. La bala me atravesó limpiamente el hombro, el cirujano dijo que fue un milagro. A veces me siento un poco débil, pero el sargento dice que es normal ya que he perdido mucha sangre. Mi viejo camarada Henry Bonnet que se alistó conmigo murió lamentablemente el mes pasado durante el ataque a una guarnición, y con él otros muchos buenos compañeros. No te preocupes por mí, la herida ya está casi curada y no me he perdido ninguna acción importante. Las camas están hechas de paja cubiertas con una sábana y un colchón de plumas encima, que es una costumbre alemana muy calentita. Por las noches jugamos a las cartas, y ayer sin ir más lejos gané un bonito cinturón de cuero con una hebilla de latón. Ahora están pasando lista. Ten por seguro mi gran afecto. Te beso con todo mi corazón y te recuerdo cada noche sin falta en mis plegarias.
Tu hijo que te quiere,
Matthiew
Una cazuela se desbordó. Sophie se ocupó de ella después de devolver a Berthe la carta.
– Patatas -dijo Berthe al cabo de un rato. Había dejado la sartén a un lado y examinaba la carta de cerca-. Repugnante. ¿Por qué no comen pan?
– Tal vez es caro, como el vino.
– ¿Pone cuándo la escribió?
Sophie negó con la cabeza.
– No tiene fecha. Pero Custine cruzó el Rin hace cinco semanas, a finales de octubre. Matthiew debió de escribir antes.
Berthe dejó la carta, pero volvió a cogerla inmediatamente.
– Podría haberle ocurrido cualquier cosa a estas alturas.
– No querría que te preocuparas por él.
– Es un buen muchacho. -Berthe había doblado la carta en un pequeño cuadrado. La desdobló, alisando las arrugas sin mirar el papel-. Cuando era niño nunca lloraba, ni siquiera una vez, cuando aprendía a andar y tropezó y se abrió la cabeza. -Desvió la mirada-. Pensé… cuando usted me dijo que había una carta…
– Lo sé -dijo Sophie con ternura.
– ¡Ese Henry Bonnet! Ser soldado era en lo único en que pensaba. Tenía la misma edad que Matthiew pero nadie lo hubiera dicho. Delgado y enfermizo desde el principio.
– Dieciocho años. Pobrecillo.
– ¿Cree que podríamos averiguar dónde está el regimiento y enviarle un poco de vino?
– Podríamos intentarlo. Puede que sea difícil.
– Hace más de veinte meses que no lo veo.
– Lo sé.
– ¿Cree…? -Berthe se aferró al respaldo de una silla-. ¿Sería mucha molestia volverme a leer la carta?
1793
1
E1 hospital había sido construido en el siglo XIV para albergar a las víctimas de la peste bubónica. Siempre había acogido a los indigentes y sin hogar. Naturalmente. ¿Por qué morir en un hospital si podías permitirte hacerlo en casa? Nadie, ni paciente ni médico, había tenido la menor esperanza de cura.
Se había fijado una triste mañana de enero para que el nuevo subdirector realizara su visita de inspección. El edificio principal estaba compuesto por tres largas salas construidas alrededor de los tres lados de un rectángulo que había sido el jardín; antiguos senderos de ladrillo dividían lo que ahora era una zona baldía de cristales rotos, escombros y lánguidas malas hierbas. Alrededor de ese espacio abierto había un pasillo cubierto, y en el cuarto lado estaban el dispensario, la clínica para pacientes externos, el depósito de cadáveres y demás. En otros edificios exteriores se hallaban las cocinas, un refectorio, la lavandería, el almacén de leña. A un lado del patio principal, cerca de la verja, había una capilla (en desuso).
Habían colocado un segundo escritorio en una esquina bastante oscura de la oficina del director, contigua al dispensario. El doctor Ducroix confiaba en que Morel no tuviera inconveniente en compartir la oficina. Estaba lejos de ser lo ideal, por supuesto, pero andaban muy escasos de espacio.
– En absoluto. -Joseph estaba deseoso de complacer, no queriendo que el resentimiento por su nombramiento interfiera en la ejecución de sus planes. Aunque en las maneras de Ducroix no se detectaba resentimiento alguno: su enhorabuena parecía sincera, su acogida enteramente cordial. Un tipo agradable, Ducroix, y bastante competente. Pero ¡energía!, ¡entusiasmo! Un hombre necesitaba sin duda estas cualidades para obtener resultados, pensó Joseph, limpiándose los anteojos mientras el director se explayaba sobre las disposiciones para una cena que la junta directiva del hospital iba a dar en honor del nuevo miembro.
Por fin se encaminaron a la primera sala.
– Dígame, Morel, ¿cuándo fue la última vez que nos visitó? Las salas, quiero decir.
– Hará nueve meses.
Ducroix abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar.
La sala había sido diseñada para veinticuatro camas, y dos pacientes por cama era el poco higiénico criterio habitual. En esos momentos la ocupaban unas ochenta o noventa pacientes; sentados contra las paredes, o tumbados en el suelo en fardos de telas y sacos de paja, o sobre las mismas baldosas. Aquí y allá, telas de saco colgadas de cuerdas servían de particiones improvisadas. Cinco o seis niños mugrientos se perseguían, abriéndose paso entre los pacientes con loable agilidad mientras eran pródigamente maldecidos. Un perro con una cola en forma de signo de interrogación se acercó a los recién llegados y les olisqueó las botas.
Cerca, una mujer gemía; Joseph levantó una grasienta esquina de una tela de saco y dejó a la vista a una pareja copulando. Al retroceder de un salto, volcó un bacín. El perro se acercó trotando, meneando la cola, para investigar el contenido.
– Como le decía, andamos algo justos de espacio -murmuró Ducroix.
En la oficina del director, Joseph aceptó un vaso del armagnac del director y se secó la frente.
– No está tan mal cuando hace buen tiempo. -El tono de Ducroix era de disculpa-. Muchos acampan en el jardín. Una escena bastante alegre en ocasiones.
– Pero la situación es imposible. No tenía ni idea de que las condiciones se hubieran deteriorado hasta ese extremo. ¿Y dice que la guerra…?
Ducroix se encogió de hombros.
– Es una de las razones del hacinamiento. Ya ha visto a los soldados. Bueno, sería más exacto llamarlos mendigos, pobres diablos, sus días de combate han terminado para siempre. Por cierto, ¿se ha fijado en la madre Clothilde? En la segunda sala, tomando el pulso a ese hombre.
Joseph recordó a la anciana vestida de marrón a quien había tomado por pariente del paciente.
– ¿Esa era la madre Clothilde? No la he reconocido.
– Cuando disolvieron la orden, regresó con su familia. Es bastante rica, ¿sabe? Hizo dinero con la construcción de barcos. Pero ella volvió al cabo de unas semanas; me dijo que echaba de menos a sus pacientes y pidió seguir trabajando aquí como voluntaria laica. Tres de sus monjas han hecho lo mismo. Son ellas las que mantienen todo en marcha.
– Había previsto que las salas tuvieran distintas funciones: dos médicas, una para cirugía.