– Eso sería lo ideal.
– Y nuevos edificios, tipo pabellón, para permitir una buena ventilación.
– Sí, creo que todavía tengo los planos que dibujó.
– Pero…
– Pero no hay dinero, por supuesto. Nunca se ha esperado que los fondos municipales que recibimos cubran los costos, y hace tiempo que se agotaron las donaciones a las Hermanas de la Caridad. Aunque la madre Clothilde sigue presionando en ciertos ámbitos (una mujer notable, Morel, y no tiene ningún escrúpulo en prometer la salvación eterna a cambio de un legado) y de vez en cuando recibimos algún regalo, a duras penas bastan para cubrir nuestras necesidades. Dos veces a la semana las hermanas salen a mendigar comida.
Joseph se sentó ante el escritorio del director y ocultó la cabeza entre las manos.
– ¡Y todos esos bebés!
– El índice de natalidad siempre aumenta cuando hay una guerra… hay que atender a los soldados. Tenemos un promedio de dos niños expósitos a la semana. Solían dejarlos fuera de las iglesias; ahora los encuentran fuera del ayuntamiento. El progreso, supongo. -Ducroix dejó el vaso en la mesa-. Por fortuna, la mayoría de ellos no sobreviven.
Joseph se recobró.
– Debo…, debemos tomar medidas. El primer paso es separar a los enfermos de los indigentes. -Cogió una hoja y empezó a tomar notas-. Precisamos fondos para albergar a los veteranos en otra parte y costear su mantenimiento. Lo trataré con las autoridades inmediatamente.
– Hemos estado rechazando los casos de fiebres, o deshaciéndonos de ellos si se daban aquí. No hay nada como la fiebre para extenderse de los enfermos a los sanos y matarlos a todos.
– Tenía pensado reservar una de las salas médicas para los casos de fiebre, pero no podemos permitirnos el espacio. -Joseph garabateó con furia-. Una sala para fiebres. ¿No podríamos transformar la clínica para eso?
– ¿Y qué sería de los pacientes externos?
– Ya improvisaremos algo para ellos en la capilla. No me mire así, solo es un edificio. Necesitará un par de cambios, eso es todo… no puede costar mucho.
El director arqueó las cejas.
– Ventilación -continuó Joseph-. Si no podemos tener nuevos edificios, debemos tener ventanas… ventanas que se abran, en todas las salas. Siempre he dicho que esos paneles fijos en lo alto de las paredes no sirven de nada. El tufo es indescriptible. ¿Conoce mis opiniones sobre el efluvio?
– Con cierto detalle.
– Practicaremos varias ventanas… No veo que eso vaya a arruinar el tesoro municipal. Lo trataré enseguida con Ricard.
– Ah, nuestro nuevo alcalde. Bueno, difícilmente puede mostrar menos interés que su predecesor en nuestros problemas.
Joseph dejó de escribir.
– Debemos dar ejemplo. -Se quitó los anteojos y los agitó en la cara de Ducroix-. Como sabe, mi cargo supone un estipendio considerable: pediré que el dinero sea desviado al hospital.
Hubo una larga pausa. El subdirector miró expectante al director, que miró con ojos soñadores un grabado que mostraba a un lord corriendo desnudo por las calles de una ciudad asolada por la peste, con un plato de azufre ardiendo en la cabeza.
Finalmente dio un pequeño respingo y sacó el reloj del bolsillo.
– Lo que me temía: ya casi son y media. ¿Adonde se va el tiempo? Bien, Morel, ha sido de lo más instructivo y espero saber más de usted. Pero me temo que ahora debo excusarme… -Se levantó y le tendió la mano-. No le parecerá tan mal -añadió con tono tranquilizador- cuando se haya acostumbrado a esto.
Joseph buscó en vano una forma educada de decir que eso era exactamente lo que se temía.
2
– El artista -explicó Stephen atusándose sin arte alguno los cabellos- es en el fondo una persona solitaria. A fin de describir con sutileza y perspicacia la sociedad debe permanecer aislado de ella, como el médico guarda las distancias con sus pacientes para observar mejor sus síntomas.
El público parecía abatido.
– Este distanciamiento interior no debe confundirse con una renuncia a la vida propiamente dicha. Al contrario, el artista debe sumergirse en la confusión del mundo, zambullirse en sus profundidades y permitir que sus corrientes lo lleven a donde quieran si su obra ha de encender una chispa en el alma de su prójimo, hablarle al corazón con pasión.
El público se animó.
Era un mes de febrero frío. El hielo cubría ramitas, asía barandillas, apresaba fuentes. Decían que en los campos los pájaros caían del cielo, congelados en mitad de vuelo; que si seguía así se helaría el mismo río.
Dadas las circunstancias, la asistencia a la conferencia de Stephen en la Sociedad para la Apreciación del Arte era halagadoramente considerable.
– Míralas -susurró Claire-, mira a esas ancianas de triple papada y a sus hijas adornadas con diamantes.
Saltaba a la vista que la apreciación del arte se manifestaba sobre todo entre la población femenina de Castelnau.
– Rechaza sus invitaciones, da clases a unos pocos alumnos selectos y se pasa la mitad del tiempo en Montsignac. El distanciamiento del artista… es irresistible -replicó Sophie.
Una señora que sostenía un perrito contra su generoso pecho se volvió y las hizo callar con brusquedad.
– Los inspiradores cambios que han sacudido este país han abierto el camino del arte en direcciones totalmente nuevas. En lo que se refiere a la evolución de mi propia obra, he abandonado la esterilidad del clasicismo por un estilo que trata de expresar la emoción en el color, la textura y la elección del tema. ¿Qué precisamos, la estética anticuada que aconseja el respeto y la veneración al pasado, o la revolucionaria, que nos apremia a abrazar asombrados y embelesados el futuro?
Los murmullos entusiastas revelaron el triunfo del asombro y el embeleso.
Sophie cerró los ojos para observar mejor sus síntomas. Me besó el 9 de junio del año 1792. Ahora tengo ocho meses más, y si volviera a hacerlo mañana, estoy segura de que separaría los labios y le cogería la mano y se la pondría en…
– Sophie, ¿estás bien? Tu respiración es irregular.
– El paisajismo ha sido tradicionalmente considerado un género inferior. La opinión conservadora sostiene que el mundo antiguo es el único tema apropiado para el arte serio: ganamos estatura, y somos iluminados y ennoblecidos mediante la contemplación de héroes y hechos heroicos. Según los tradicionalistas, un paisaje, por mucho que recree la vista, no es un tema edificante. -Llegado a este punto, Stephen buscó la mirada castaña y sin pestañear de una joven asombrosamente hermosa sentada en la primera fila y centró en ella su atención-. Pero al enfrentarnos a las sublimes armonías de la naturaleza, ¿acaso no nos vemos impulsados hacia la nobleza? La belleza simple y sin afectación del mundo natural ¿no provoca en el pecho del hombre un anhelo proporcional de bondad y verdad?
La joven de la primera fila se ruborizó, bajó la mirada y mitigó sus emociones dando una patadita al teniente que había logrado sentarse a su lado a fuerza de crueles pisotones. Este interpretó el gesto como una señal auspiciosa y se puso de inmediato a componer mentalmente una declaración amorosa.
Se sirvieron refrescos en la sala contigua, en cuyas paredes de paneles grises colgaban ejemplos representativos de la obra del artista. El artista en persona, atentamente escuchado por sus más resueltos admiradores, iba de lienzo en lienzo hablando del «color puro» y el «simbolismo pictórico».
Claire saludó a conocidos sin perder de vista el avance de Stephen. Sophie contempló los cuadros.
Una serie de paisajes de montaña mostraban tormentas rugiendo en cielos purpúreos y tristes hojas arremolinándose en extensiones de colores rotos. Un lago rizado de crestas blancas retrocedía hasta unos picos nevados, y por encima de una cascada y un castillo en ruinas se elevaban unas rocas escarpadas.
– Lo sublime es muy distinto de lo bello -advirtió Stephen. Nadie le llevó la contraria.
Una naturaleza muerta mostraba un jarrón de peltre, una copa llena a medias de vino y unas velas que se reflejaban en un espejo. Otro mostraba un recipiente lleno de rosas. Sophie se acercó más a ellas, frunciendo el entrecejo: esos pétalos color ciruela que se volvían carmesí solo podían ser de la rose des Maures. La forma de las flores resistió su inspección; pero, en su opinión, Stephen no había logrado plasmar el delicado e intenso tono de los capullos a medio abrir.
Había toda una pared de cuadros y bocetos del paisaje que rodeaba Montsignac. Sophie vio un campo de cebada, un camino por el que un niño llevaba a un grupo de gansos, los tejados marrón rojizo del pueblo amontonándose a través de un hueco entre los árboles. Un claro en un bosque otoñal. Un molino de agua, un puente, el río de color verde. Un sendero sobre el que se entrelazaban las ramas de frondosos olmos. Luz plateada, ramas peladas, un barco, un pescador con una chaqueta azul y una cesta a su lado. La gente se detenía frente a esos cuadros en doble y triple hilera, apartándose a codazos para dejar claro que el Arte no podía engañarlos. «Ese lugar de las hayas, donde el arroyo se junta con el río… pasamos por delante para ir a casa de tu madre.» «Ese prado de allá, con la puerta colgando de un gozne, seguro que es de mi tío, lo reconocería donde fuera.»
El teniente escuchaba y hacía crujir los nudillos en señal de desesperación. La chica guapa no había mirado ni una sola vez en su dirección después de la conferencia, y ahora la entreveía en medio del grupo que rodeaba al extranjero. A regañadientes, volvió su atención a los lienzos más próximos.