– Basura verde -comentó sombrío a la joven alta que estaba a su lado.
Al presidente de la sociedad, un financiero de nariz aguileña especializado en naturalezas muertas de perdices muertas, no le faltaba coraje. Había vacilado a la hora de aceptar la obra que estaba suscitando comentarios en el fondo de la sala. Pero Fletcher se había mostrado encantador y persuasivo, y para cuando se hubieron acabado la primera licorera y buena parte de la segunda, el financiero había experimentado en las venas un chisporroteo de insurrección: ¡maldita sea, eran artistas! De modo que habían colgado el cuadro… en la esquina donde con más mezquindad caía lo que quedaba de luz de la tarde. Pero aun así.
Mostraba un interior: exiguo, sucio, inadecuado, iluminado solo por el fuego de la chimenea. A un lado de esta había un violinista con la cara en la penumbra, al igual que casi toda la habitación. En primer plano, donde la luz volvía rosa y dorada la piel, una mujer amamantaba a un niño. A sus pies jugaba un golfillo, peleándose por un hueso con un perro feo y de aspecto feroz. Predominaban los marrones y negros, con algún que otro alarido de color, dos veces más estridente por la oscuridad que lo rodeaba: un pañuelo amarillo, una blusa verde esmeralda.
La señora pechugona dijo que el cuadro le provocaba náuseas, y dejó el perro en los sobresaltados brazos del teniente antes de empezar con los vapores. El perrito no dejó de ladrar malhumorado todo el tiempo que estuvieron reanimando a su ama con un abanico y agua de colonia, deteniéndose solo para que vomitara su almuerzo -pechuga de pato picada con puré de castaña- en una charretera trenzada de dorado.
– ¡Es tan provinciano! -susurró Claire-. Hoy día todo el mundo enseña los pechos en los cuadros. Simbolizan la eterna fecundidad de la Naturaleza. Algo perfectamente respetable.
La esposa del presidente comentaba que no atinaba a comprender por qué iban todos en harapos. Sabía que los Saint-Pierre andaban justos de dinero, pero no podían haber llegado a tanto.
– La verdad -dijo Claire-, creo que algunas personas nunca han oído hablar de la imaginación.
El artista y su corro, intuyendo que ocurría algo, se encaminaban hacia la conmoción. Con encomiable presencia de ánimo, el presidente situó a su esposa frente al lienzo -su amplio contorno fue un golpe de suerte-, le dio instrucciones de que no se moviera bajo ningún concepto y, cogiendo a Stephen del brazo, lo llevó en sentido contrario, dándole las gracias por sus palabras profundamente iluminadoras y felicitándole por el éxito de la exposición. Pero ahora debían pensar en volver a casa, el tiempo, ya se sabe, y estaba seguro de que todo el mundo necesitaba tiempo y… soledad, para asimilar tanta originalidad. Satisfecho, aunque algo sorprendido, Stephen se encontró estrechando la mano presidencial mientras un lacayo lo esperaba con su abrigo listo.
La chica guapa había estado susurrando algo a su madre, quien se adelantó para invitarlos a todos a su salón. Vivía a un par de calles, y si el señor Fletcher consentía en continuar con su explicación del Arte… Temía no haber asimilado todo lo que había dicho, pero su hija hacía maravillas con vainas.
Sophie, de espaldas a la habitación, observó cómo la luz del día se refugiaba detrás de los tejados.
En algún recoveco umbrío de su mente siempre lo había sabido. Vamos, si la otra semana ella misma había comentado lo rubia que era la niña. Y luego la atención que le prestaba Stephen, cómo estaba siempre allí, dando vueltas alrededor del bebé, volviendo la cabeza en cuanto lloraba. Lo atribuí a algo que él había leído de Rousseau, pensó Sophie, apoyando la frente en el frío cristaclass="underline" cuando alguien es sincero todo el tiempo, ¿cómo se sabe cuándo habla en serio?
Cuando apartó la mano, advirtió que la manija de la ventana le había dejado una pequeña marca roja en la palma. Lo único que había sentido era una jaula ósea cerrándose en torno a su corazón.
3
Y entonces, inesperadamente, llegó el deshielo, y lo peor del invierno se derritió en cuestión de unos días. Siguieron dos semanas de lluvia, violentos aguaceros a todas horas que sorprendían invariablemente a Stephen fuera de casa y desprevenido, las heladas gotas bajándole vengativas por el cuello, calles enteras desapareciendo en la lejanía, la perspectiva disolviéndose en la lluvia.
En el café, empujado por los otros hombres que lo abarrotaban, captó un destello de luz en unas lentes. Sirviéndose de su altura y de los codos, se abrió paso hasta la mesa donde estaba sentado el médico, encorvado sobre un vaso; la idea de que alguien prefiriera beber solo únicamente se le hubiera ocurrido a Stephen, de ocurrírsele, en firme conjunción con gente de una clase muy distinta.
Morel lo saludó sin entusiasmo; claro que era un tipo raro, brusco y torpe, aunque de buen corazón, pero, sin embargo, Stephen comprendía a qué se refería Claire cuando decía que le costaba tratarlo aun gozando de perfecta salud. Pero Morel se animó cuando Stephen pidió una botella de vino y llenó los dos vasos.
– Un tiempo de perros.
– ¿Bueno para el negocio?
– Mueren durante todo el año.
– ¿Cómo lo soporta?
– Tiene sus buenos momentos, no crea.
– Sophie dice que ahora que hemos perdido la fe en la religión, la medicina es la única depositarla de nuestras esperanzas irracionales.
– ¿De veras dice eso?
– Alegremente.
– Debe dejarlo sin ganas de nada.
– ¿La ve mucho?
– ¿A quién? ¿A Sophie? Bueno, casi cada día. ¿Por qué lo pregunta?
– Por nada. -Morel volvió a llenar los vasos-. Ducroix me dice que su hermana no ha estado bien.
– No. -Había un charquito de vino oscuro cerca del vaso. Stephen mojó el dedo índice y empezó a dibujar en la mesa-. No fue un parto fácil. Todavía no ha recuperado las fuerzas. -Una flor de cinco pétalos, un triángulo isósceles-. Es mucho menos robusta que sus hermanas.
– Las delicadas son las más resistentes. Lo he visto muchas veces.
– ¿De veras? -Stephen dibujó un óvalo y lo adornó con tirabuzones, pero dejó la cara en blanco-. Caroline… Supongo que no la ha visto… una niña de extraordinaria belleza. Y muy adelantada para su edad. Sostiene ella sola la cabeza.
Un hombre se detuvo en su mesa y saludó al doctor con efusión, estrechándole la mano. Morel y él cambiaron unas palabras. El desconocido inclinó la cabeza y se alejó.
– Adoro a los niños -dijo Stephen y suspiró-. ¿Tiene pensado casarse, Morel?
– No. ¿Y usted?
Stephen sacudió la cabeza.
– ¿Por qué no?
Stephen levantó la vista y encontró los anteojos apuntados de forma inflexible hacia él. En ese instante estuvo seguro de que Morel lo sabía. Tal vez todos lo sabían; él no servía para disimular. La sola idea de tener a alguien con quien desahogarse sin reservas le provocó alivio. Claire no lo había entendido, lo importante era que Morel inspiraba confianza.
– No voy a preguntarle cómo lo ha sabido. Pero ¿no es evidente por qué no?
– ¿Acaso es un obstáculo hoy día? -Morel se había quitado los anteojos y los limpiaba. Le hacía parecer mucho más joven… y débil como si fuera fácil destruirlo, pensó Stephen.
No hacía falta preguntar a Claire para saber su opinión sobre las nuevas leyes de divorcio.
– Imagino demasiado bien lo que diría. No la culpo en absoluto, uno reacciona ante tales cuestiones con el corazón. Los sentimientos no siempre están al día con los decretos revolucionarios.
Un hombre sentado cerca miró en su dirección.
Morel se inclinó hacia delante.
– Baje la voz y tenga cuidado con lo que dice. Toda prudencia es poca para los extranjeros. Hasta para los norteamericanos.
– Suelo olvidarlo. Sophie me acusa de considerar su revolución como una consecuencia menor de la nuestra.
– Deben de tener mucho que decirse.
– Bueno, en Sophie hay más de lo que uno ve. Al principio no lo aprecié. Estaba… en fin, distraído.
Tenía una sonrisa boba y encantadora que desarmaba por completo. Bastaba con verla para comprender que estaba enamorado, pensó Joseph. Pobre diablo. Se sirvió el resto del vino en su vaso. Le produjo una macabra satisfacción oír a Fletcher admitir que Sophie se consideraba demasiado buena para él. Resentido, la imaginó viviendo el resto de sus días sola, una polvorienta reliquia de un mundo que ya no contaba. Se imaginó visitándola: él se mostraría cortés, ella se quedaría junto a la ventana y lo observaría marchar pensativa. Ojalá…
– Nunca la hubiera creído capaz de sacrificar la felicidad de dos personas por un principio anticuado. Aunque supongo que no cabe sorprenderse de que una aristócrata se aferré a las diferencias sociales. Es de esperar.
Ligeramente sorprendido, Stephen se dio cuenta de que Morel estaba muy borracho.
– Antes que una preocupación por las distinciones, revela delicadeza de sentimientos -protestó él. ¿Qué sabía ese hombre de Claire, de todos modos?
Pero Morel, tratando de llamar la atención de un camarero, parecía haber perdido todo interés en el tema.