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En lo más profundo de su verde y apacible corazón, dos personas se abren paso por una ladera.

– ¿Qué piensas de Fletcher?

Sophie se agacha para coger un puñado de la dulce y silvestre hierbabuena que han estado pisoteando.

– ¿Un entusiasta?

Su padre sonríe.

– El entusiasmo parece gobernar los tiempos, si son ciertas la mitad de las noticias que nos llegan de París.

Ella recuerda una ocasión cuando tenía cinco años, tal vez seis. Los Saint-Pierre estaban almorzando y Sophie llevaba una tarta de manzana del aparador a la mesa. El plato de barro pesaba y todavía estaba caliente del horno; a duras penas logró salvar la distancia sin que se le cayera. Sabía que tenía que ponerlo en el salvamanteles de peltre delante de su madre, pero estaba al otro lado de la mesa. De modo que dejó el plato a salvo en la esquina más próxima y lo deslizó por la madera encerada.

– ¡Cuidado! -exclamó Claire-. Vas a estropear la mesa. Mira lo que está haciendo Sophie.

Pero su padre dijo:

– Bien hecho, Sophie. -Y a su mujer-: ¿Lo has visto? Ha reflexionado sobre el problema y en lugar de intentar llevar el plato hasta ti, para que seguramente se le caiga, ha utilizado su ingenio y discurrido un método más inteligente. -Sentó a Sophie en su regazo, le dio de comer la tarta de manzana con nata de su plato, la felicitó.

Ahora tiene veintidós años y sigue hambrienta de su aprobación. Tal vez él se la calla. O la reparte cucharada dulce tras cucharada.

Mastica una hoja de hierbabuena, notando su textura ligeramente áspera en la boca.

Regado por siete ríos, este rincón de Gascuña está intensamente cultivado y resulta absolutamente seductor. Pequeños campos cercados por setos vivos forman un mosaico que recrea la vista y revela las pequeñas dimensiones de la propiedad media. Los bosques de robles y castaños, hayas y avellanos, abundan y proporcionan combustible, madera para herramientas, tierras de pastoreo. Hay temblorosos álamos junto a aquel riachuelo, y cipreses a lo largo de estos riscos. Los viñedos producen grandes cantidades de vinos que no son excepcionales, pero el orgullo de la región afirma que nada puede rivalizar con el suave y oscuro brandy conocido como armagnac que le ha dado fama. Todo el mundo tiene un ciruelo.

Los Pirineos no se ven ahora que es verano y hace buen tiempo; y, de todos modos, quedan a unos cien kilómetros al sur. Aquí el paisaje nunca pierde de vista las proporciones humanas. Su topografía es lo bastante diversa para impedir la monotonía, lo bastante suave para evitar la grandiosidad. Sus modestas cumbres proporcionan amplias vistas. Es pródiga en luz.

Sophie y Saint-Pierre rodean un prado que asciende al encuentro de una extensión de cielo despejado. A Sophie le gusta tumbarse allí, con la hierba haciéndole cosquillas en la mejilla, mirando fijamente el cielo hasta que tiene que aferrarse con las manos al suelo para impedir que se le caiga encima. No lo sabe, pero esta costumbre suya se comenta en el pueblo. Es una de sus peculiaridades, como ser alta y no tener marido.

Debido a los años que lleva domesticado, el campo está veteado de senderos. La mayoría de la gente tiene que ir a pie a todas partes. Claro que no todos los caminos llevan a alguna parte: un forastero podría seguir confiado un sendero verde que cruza campos y discurre entre sotos, y descubrir que desaparece en la orilla de un pantano o se funde con el espacio en el escarpado flanco de una colina. Los modelos de asentamiento y cultivo han cambiado con los siglos, de modo que un sendero revelador muere en un caserón que no es más que un rosal silvestre, se desvanece en un olvidado huerto abandonado hace mucho a los pájaros.

Pero Sophie y su padre han tomado un sendero muy frecuentado, ya que va a dar a la carretera que lleva a Castelnau. Esa carretera -y, de hecho, este estrecho sendero cercado- era recorrida en otro tiempo por peregrinos que se dirigían a España. Ahora, la peregrinación ha pasado de moda; en el Siglo de la Razón ya no hay mucha gente cuya fe la mueva a subir y bajar montañas hasta la santa ciudad de Santiago. Se están olvidando muchos de los viejos y frondosos senderos de peregrinos, ocupados por terratenientes codiciosos para ampliar sus propiedades o asfixiados por zarzas y árboles jóvenes, o por caer en desuso.

A ambos lados del sendero florecen convólvulos rosas, arvejas moradas y zuzones amarillos que no logran conmover a Sophie, poco sentimental con las malas hierbas. Proliferan las amapolas escarlata. Entre los setos hay collejas azules, dedaleras color crema, madreselvas que se enroscan en el sentido de las agujas del reloj alrededor de brionias y zarzas perrunas.

– Así llamadas -dice Saint-Pierre, alargando una mano para derribar con su bastón un grupo de pétalos marrones y finos como el papel- porque se creía que su raíz curaba las mordeduras de un perro rabioso. -Sophie era niña cuando oyó por primera vez ese aspecto de la cultura tradicional; su padre lo repetía indefectiblemente cada verano.

Pasan de largo un pequeño prado triangular verde intenso, un rincón secreto guardado por altos saúcos y espinos. Una vaca del color del barro baja la cabeza y muge con tristeza. Aún no ha venido nadie a ordeñarla.

– Voy a necesitar un poco más de dinero -dice Sophie-, para comprar comida y pagar al médico.

Su padre hace un ruidito que podría ser de conformidad, de protesta o de ambas cosas. Más tarde, dice:

– Me gusta ese joven que ha venido en lugar de Ducroix… ¿Se llamaba Morel? No es un viejo estúpido y quisquilloso.

– Solo lo dices porque el doctor Ducroix te aconseja que comas menos. Y porque te gana al ajedrez.

– Por supuesto -admite él serenamente-. ¿Qué más pruebas de la iniquidad del hombre requiere el tribunal?

Han llegado al lugar próximo a la cresta donde un endrino les bloquea el paso y deben girar a izquierda o derecha para continuar. Siempre se entretienen un rato allí antes de tomar el camino que se aleja de Castelnau y se interna en el bosque; una oportunidad para que Saint-Pierre recupere el aliento sin que lo parezca.

– El entusiasmo puede ser algo positivo -dice ahora, apoyándose en su bastón-. Pero más vale guardarse de los entusiastas. Tienen buenas intenciones y eso siempre los lleva a cometer excesos.

Sophie lo mira de reojo, tratando de decidir a qué se refiere. Pero él mira hacia el otro lado, donde las últimas sombras de la tarde trepan por las colinas; de todos modos, piensa ella, prefiero no saberlo.

5

Cuando no encuentras a Sophie por ninguna parte, está entre sus rosas.

Stephen no llevaba ni diez días en Montsignac y ya lo había aprendido. Sin embargo, primero estaba Mathilde, tumbada en la hierba leyendo. Miró alrededor enseguida. Brutus no estaba a la vista, lo que lo llenó de un alivio impregnado de inquietud. Otra cosa que había aprendido era que convenía tener en todo momento una idea del paradero de Brutus.

Se entretuvo. Hierba, flores, hojas, soclass="underline" ¿quién podía resistir la combinación?

– Cada vez que cruzo esa puerta… es como cruzar el umbral del Edén.

– No encontrarás aquí a tu ángel. La naturaleza tiene un efecto funesto sobre el calzado.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó él, afectuoso. Tenía sus ideas acerca de los niños. Como todas las nociones adquiridas sin esfuerzo, no eran fáciles de desalojar.

Ella le pasó el libro: «No llevaba más ropa que un chaleco de marinero, un par de calzones de hilo abiertos hasta las rodillas y una camisa de hilo azul; nada que pudiera dar una pista de qué país provenía. En los bolsillos no tenía más que dos monedas y una pipa; esto último era para mí mucho más valioso que lo primero».

– Cuando era pequeño quería ser Robinson Crusoe.

– La historia es bastante buena -dijo Mathilde-, pero sería mejor si no hubiera puesto tanta filosofía.

– Mi hermano y yo jugábamos a ser náufragos. Él era mayor, así que yo siempre hacía de Viernes.

– Yo voy a ser exploradora. Como Bougainville, pero no me molestaré con los trópicos. Navegaré hacia el norte. -Montañas de hielo teñidas de malva, luces danzando en el cielo nocturno, marineros de pelo cano que habían perdido los dedos. Monstruos blancos y sin ojos que guardaban cavernas insondables donde se estrellaban las olas. Ella de pie en el puente del barco, envuelta en pieles.

Stephen fue a buscar a Sophie.

El jardín no era grande, pero los senderos curvos y la ingeniosa distribución de las plantas creaban la ilusión de espacios frondosos. Todo ello había sido obra de Marguerite de Saint-Pierre, porque los jardines, como todo lo demás, eran testimonio de la reacción contra la formalidad que había dominado todo el siglo. Marguerite sencillamente no podía soportar los parterres. Le ponían enferma los arbustos artísticamente recortados. Por fortuna, los abuelos de Saint-Pierre, gente anticuada que vivía aislada en el campo, nunca habían sucumbido a los peores excesos de la simetría y los tejos heráldicos. Aun así, desde los primeros años de su matrimonio Marguerite se había paseado por Montsignac pensando que había mucho por hacer. Mandó traer catálogos, hizo largas listas de plantas, llenó página tras página de su cuaderno de bocetos de diseños de jardín. Hablaba, con los ojos brillantes, de grutas, cascadas y algo llamado Meandro Serpenteante. Describía alamedas que salían de la casa según un diseño de patte d'oie. Mencionaba una ermita. Saint-Pierre no quería sino complacerla, pero la imitación de la naturaleza parecía llevar el camino de arruinarlos. «Querida -había dicho por fin-, esto no es Inglaterra.»