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– ¿En qué estás pensando? -La pregunta del amante.

– En rosas -responde él con sinceridad.

Ella le pellizca.

– Es tan malo como hablar con Sophie.

Él le acaricia la mejilla. Apoyándose en un codo, desliza la palma por su húmeda piel. En la mesilla de noche de ella siempre hay un ejemplar de Pablo y Virginia, encuadernado en tafilete azul oscuro; atisba las letras doradas del lomo. Fue el primer regalo que hizo a Claire. Se refieren a él como su libro. Cuando hablan de vivir juntos evocan una casa de bambú en un bosquecillo de bananos, rebaños de cabras y bandadas de periquitos. Tendrán un perrito llamado Fidéle -«Lo opuesto a Brutus», coinciden- y plantarán un cocotero por cada hijo. Esta evocación de la inocencia es necesaria para los dos. Pero últimamente él sueña con que está atrapado en la vegetación, y le gustaría llegar al otro lado de las montañas, pero unos zarcillos verde pálido se enroscan alrededor de su cuerpo y el camino que tiene ante sí está lleno de follaje.

– En Burdeos estaríamos a salvo -dice él.

– Ya no tengo miedo, ahora que estás aquí siempre. Si ese hombre regresa, Sophie y yo ya no estaremos solas.

– No son los de su bando los que me preocupan. En Burdeos es distinto… han cerrado los clubes jacobinos y arrestado a sus líderes.

– Entonces vete -dice ella, apartándose ligeramente-, vete si tienes miedo.

Él quiere sujetarla por las muñecas y obligarla a defender la lógica enloquecedora que le permite ser infiel a su marido al mismo tiempo que le exige permanecer en Montsignac hasta que llegue el momento en que él regrese para reclamarla. Es como si el adulterio la atara a Monferrant con más firmeza que los votos que ha dejado a un lado con aparente despreocupación. Una idea perversa del honor que le impide dar por terminado el matrimonio mientras no tiene escrúpulos en aprovecharse cada día -por las noches- de la ausencia de su marido. El cálculo del deseo, inescrutable, operando según sus propias reglas.

Él quiere preguntarle qué ocurrirá cuando regrese Monferrant. Si regresa. Cuánto tiempo está dispuesta a esperar al marido que nunca menciona.

Y la niña. El bebé que se chupetea los pies, ríe al sol y abre y cierra las manos hacia él al otro lado de la habitación. Mi hija, piensa con fiereza. Claire no puede esperar que yo… Se lo diré a Monferrant, si es necesario.

Pero ¿seguro que no lo será? ¿Seguro que ella le quiere a él tanto como él la quiere a ella?

Al mismo tiempo, aun mientras se enrosca el pelo de ella en los dedos y cambia de postura para sentirla contra su cuerpo, piensa en cómo era todo antes de conocerla y ve una serie de arcos abriéndose al infinito, piensa en globos y en el aire asombroso.

Casi no ha pintado desde que se instaló en Montsignac.

Acalla el pánico con la resolución de que en adelante madrugará y trabajará hasta tarde. Hablaré con Sophie, aceleraré los preparativos para transformar el cobertizo en un estudio. Le han encargado dos retratos para otoño, cuadros convencionales, pero necesita disciplina; conseguirá más encargos, solo es cuestión de mostrarse agradable con la gente. Iré a París pronto, pasaré dos semanas allí, mirando cuadros. Escribiré a Charles, y cuando esté de permiso iremos juntos al sur, a las montañas. O recorreremos la costa, como planeamos en Navidad.

Le besa los párpados.

Piensa en gaviotas.

Ella tiene uno de esos bonitos y pequeños armarios con elaboradas incrustaciones en las puertas, que se abren dejando ver unos cajones; sin duda, la marquetería oculta un compartimiento secreto. A ella le gustan los objetos que invitan a la intimidad y crean privacidad; le presta dividir su habitación con un biombo chino, un tapiz de seda, un nicho empapelado. En su vida también hace un corte: su matrimonio, el futuro, esos temas son territorio prohibido y acordonado, donde no tolera que nadie entre.

Claire sabe que América no es como la isla donde Pablo y Virginia se aman castamente, en armonía con la naturaleza. Pero a lo largo de la borrosa frontera entre el sueño y la vigilia, todos los edenes convergen.

– Dime -dice, tratando de evitar que se tuerzan las cosas-, ¿cómo es el Nuevo Mundo? -Viendo mariposas del tamaño de la palma de su mano, olas bordeadas de encaje junto a la cinta de la orilla.

– Más amplio -responde él.

Los ojos de ella se abren de golpe. Él habla con apremio en la fragante oscuridad.

– Debemos ser sinceros. Debemos hablar de… todo.

Ella le desliza una mano por debajo de la camisa.

10

Como era de esperar, nadie hablaba de otra cosa que del asesinato de Marat cometido por una joven llamada Charlotte Corday.

– Dicen que es tan guapa -dijo la mujer sentada al otro lado de Isabelle- que ningún hombre que la ve puede evitar enamorarse de ella.

– Sospecho que el tribunal será inmune.

– Dicen -bajando la voz- que tuvo un hijo suyo. Que lo estranguló en el parto.

Otra mujer se volvió.

– Bobadas. Es una virgen criada por monjas. Seguramente le empujaron a hacerlo.

– Si hubiera sido una joven respetable, ¿no habría esperado a que él saliera del baño y se vistiera? Eso demuestra que es inmoral.

– Dicen que le gustan los gatos.

– Era un cuchillo de cocina corriente, ¿sabes? Con una hoja de doce centímetros.

Una campana llamó al orden a las catorce Mujeres Republicanas. Se reunían una vez cada quince días en una habitación de techo bajo encima de una panadería. Hasta hacía poco la habitación había servido para almacenar harina, y todavía había sacos amontonados en una esquina. Un polvo blanco y fino se posaba en los pliegues de las faldas de las mujeres, y escapaba en fantasmagóricas ráfagas cuando se sacudían el pelo por la noche.

Su presidenta, una mujer dinámica y eficiente llamada Suzanne Lambert, no perdió tiempo en frivolidades; casada con un actor, había adquirido la implacabilidad de ir al grano.

– Queridas amigas, ayer recibí una carta del Comité Central informándome que tenemos hasta finales de mes para disolver nuestra asociación. A partir de esa fecha, las Mujeres Republicanas estarán formalmente proscritas. Si continuamos reuniéndonos desafiando la orden, seremos arrestadas y juzgadas. -Hizo una pausa. El hablar teatral, pese a todas sus desventajas, era útil a la hora de pronunciar un discurso. Cuando se hubo apaciguado el revuelo, prosiguió-: Creo que es razonable deducir que nos han declarado a todas culpables del crimen cometido por Charlotte Corday. Sin embargo, la razón que alega el comité es que las asociaciones como la nuestra «promueven la desunión y la discordia a costa del interés nacional».

Una mujer sentada en primera fila preguntó si el comité tenía autoridad para disolver la asociación. Mademoiselle Lambert se encogió de hombros.

– La culpa de todo la tiene esa chica -siseó la vecina de Isabelle-. No han parado de preguntarle los nombres de sus cómplices, y ella sigue insistiendo en que las mujeres son capaces de actuar de manera independiente.

– La carta concluye recordándonos que los jacobinos han votado recientemente la admisión de mujeres en sus reuniones en calidad de observadoras, no de miembros, por supuesto. Se nos insta a aprovechar la oportunidad de «henchirnos de orgullo ante la oratoria y astucia política» de nuestros maridos. -Mademoiselle Lambert sonrió sombría-. Estoy segura de que todas reconocéis ese estilo de editorial. La nota nostálgica tal vez puede atribuirse a un incidente que no encontraréis en Le Citoyen: Anne Mercier ha dejado a su marido y está tramitando el divorcio.

– No me sorprende -susurró Isabelle a Sophie-, él debió de henchirse demasiadas veces para que ella siguiera fingiendo que no se daba cuenta.

La mujer del panadero tenía una opinión poco favorable de los hombres. Informada del destino de las Mujeres Republicanas, envió arriba sus condolencias junto con una bandeja de merengues de canela recién hechos. Ella no tenía paciencia para la política, pero ¿qué daño hacían esas jóvenes? El panadero, a quien había sido dirigida la pregunta, se cortó otro trozo de queso. Él, por su parte, estaba harto de toparse con mujeres desconocidas por las escaleras; ¿y si a una de ellas le daba por asesinarlo en el baño? Veía la escena: él, todo enjabonado, en una situación de terrible desventaja, mientras una vieja bruja vestida de escarlata se le echaba encima con un hacha. Masticó sin parar con la vista clavada en el plato, felicitándose por haber escapado por los pelos.

11

Era diciembre, piensa Saint-Pierre, dos o tres días antes de Navidad. Recuerda haber abierto una ventana y que una línea de nieve se desplomó hacia dentro, sobre la repisa; pero eso podría haber sido en otra ocasión. Él había permanecido junto a su abuela, apoyado contra esa misma mesa, mientras ella le enseñaba a hacer cruchade. Medio siglo después, él sigue ansiando su tibia y dulce suavidad.

Sus hijas mayores arrugaban la nariz al ver la cruchade, pero a su nieto le encantaba y Mathilde no era del todo inmune. Un plato para niños y ancianos. Un plato de invierno, poco apropiado para pleno verano. Pero Berthe, por supuesto, lo habría servido si se lo hubiera pedido. No lo había hecho, por tres razones: disfrutaba preparándolo él, creía que su versión era superior a la de Berthe y no quería verse obligado a compartirlo.