– Que les concede al parecer un solo día de descanso cada diez días. ¿Está seguro de que quieren que los liberen de los domingos?
– Las unidades decimales son más lógicas.
– Solo por un arbitrario capricho de la aritmética. ¿Y si contáramos en unidades de nueve o de doce?
Joseph notó, con algo parecido a la desesperación, que la conversación se le estaba yendo de las manos.
El oficinista que estaba sentado en un cuchitril fuera de la oficina de Saint-Pierre entró tímidamente después de llamar y entregó al magistrado uno, dos, cuatro documentos que requerían su firma urgente.
Con un esfuerzo, Joseph logró no mirar a la mujer del calendario. Todas las superficies de la atestada oficina -el escritorio, los armarios, las sillas, el suelo- estaban inundadas de cajas llenas de escrituras y fajo sobre fajo de documentos atados con una cinta escarlata. Había una estrecha ventana, adornada con telarañas, que miraba al este. Reparó en el olor a lacre, y en una fila de hormigas que salían en una línea oblicua de detrás de una estantería.
Antes de que la puerta se hubiera cerrado de nuevo detrás del oficinista, informó del motivo de su visita.
Tras un largo silencio, durante el cual Joseph miró con fijeza a las hormigas, el magistrado dijo:
– ¿Y Sophie? ¿Sabe…?
– Me pareció correcto hablar antes con usted. -Joseph se censuró al instante por presuntuoso y torpe; sin embargo, había creído que era lo que el honor exigía cuando noche tras noche había vagado por las calles con los postigos cerrados y observado abatido cómo el escrúpulo aniquilaba el deseo-. El comité… usted tal vez no apruebe…
– Muy puntilloso de su parte -dijo Saint-Pierre. Bastante secamente, pensó Joseph; pero le faltó valor para levantar la mirada hacia la cara del magistrado.
– Me regaló un geranio -murmuró él.
– Luzac va a ser juzgado por el tribunal revolucionario en lugar de en mi sala de tribunal. Chalabre me informó ayer que habían cambiado los cargos y que ahora lo acusaban de sedición, ya que los asesinatos de la prisión significaban un intento de volver a la opinión pública contra la Revolución.
– Lo sé.
– Sé que lo sabe. Por orden del Comité Central. Dígame, Morel, cuando el comité decidió pasar al tribunal el caso de Luzac, ¿estaba al corriente de que él había contraacusado a nuestro alcalde de complicidad en la matanza?
Seguro del terreno que pisaba, Joseph levantó por una vez la mirada.
– Luzac dirá cualquier cosa con tal de salvarse, ¿no? Ricard es un orador y detesta a los curas, los discursos que pronuncia en el club son coloridos. Más allá… -Se encogió de hombros.
– Luzac alega que las muertes fueron enteramente idea de Ricard. Afirma que Durand, el tipo que sacaron del río, se reunió con ambos para recibir instrucciones. Más tarde, cuando hubo un gran revuelo por la matanza, Ricard lo arregló todo para que Durand fuera asesinado… por quién, Luzac no lo sabe. Dice que Durand tenía un cómplice, que se creía que se había alistado como voluntario y había sido dado por desaparecido en acción desde entonces, y a quien, en realidad, silenciaron antes de que yo pudiera interrogarlo. Niega conocer a Mazel e insiste en que las pruebas son una sarta de mentiras que se han inventado Ricard, o Chalabre o ambos.
– Bueno, el juicio demostrará la verdad o la falsedad de sus alegaciones.
– Mi estimado Morel, el tribunal revolucionario demuestra exactamente lo que se propone demostrar. Como bien sabe.
Joseph se miró fijamente las manos, que tenía sobre las rodillas.
– Pero probablemente no se ha enterado de la noticia con que me ha recibido hoy mi secretario: han encontrado a Mazel ahorcado en su celda esta mañana. Presa de los remordimientos durante la noche, según el director de la prisión. -Saint-Pierre hizo una pausa-. Es curioso que haya ocurrido la noche siguiente a que lo trasladasen, de forma inexplicable, a una celda individual.
Esta vez la sequedad fue inconfundible.
– Di mi palabra a Ricard de apoyarlo hasta finales del próximo verano -dijo, y sonó como una súplica-. No tengo más que un voto y ellos son tres.
– Todos le consideran a usted un buen hombre, un hombre honorable. Usted es la razón por la que el consejo aprobó el comité. ¿Lo sabía?
Abatido, él negó con la cabeza.
– Del mismo modo que yo fui el motivo de que se pusiera freno al escándalo desatado por la matanza. A la sociedad le gusta personificar en alguien su conciencia. Así como a sus cabezas de turco. La ley se inventó para evitarlo y declarar correcta o equivocada la expresión de una voluntad colectiva que resuena más allá de la responsabilidad individual. Tanto usted como yo deberíamos haberlo recordado. -Saint-Pierre se inclinó hacia delante-. Me han dejado claro que ya no me necesitan, Morel. ¿Cuánto tiempo cree que van a seguir necesitándolo a usted?
– Se equivoca con respecto a Ricard -insistió él-. Él también es un buen hombre, totalmente entregado. Quiere una vida mejor para sus hijos, para todos. Es posible que sea… -¿cuál era la palabra?- riguroso, pero le aseguro que siempre actúa en beneficio de la Revolución.
– Qué aterrador.
Al cabo de un momento, Joseph dijo:
– Le debo mucho, ¿comprende?
– Estaba escribiendo mi carta de dimisión cuando ha entrado. Y dado que, por el bien de mis hijas, no deseo mostrarme provocador, la razón que aduzco son problemas de salud. -El magistrado sonrió-. ¿Cuántos hombres han dimitido de cargos públicos los pasados doce meses alegando mala salud? Como médico, debe de haber observado la epidemia.
Joseph abrió la boca, pero Saint-Pierre se le adelantó.
– En cuanto a Sophie, hace tiempo que mis hijas hacen lo que les place. Sophie es adulta, y bastante capaz de decidir por sí misma sobre su matrimonio, como estoy seguro de que se da cuenta. Pero como hombre escrupuloso ha acudido antes a mí, cortesía que le agradezco. Así pues, le pediría que antes de seguir adelante, considerara lo siguiente: Sophie es aristócrata, su hermana está casada con un emigrante y su padre no ha estado a la altura de los requerimientos de la Revolución. Si se casa con ella, ¿no les daría el pretexto que andan buscando?
– Hace cinco minutos ha insinuado que no necesitan ningún pretexto, que era solo cuestión de tiempo el que… se volvieran contra mí.
– Desde luego. -La voz de Saint-Pierre era muy cortés-. Pero, verá, era la seguridad de Sophie lo que tenía ahora en mente.
– Me aseguraría de que no le pasara nada… la protegería -protestó él.
El magistrado no respondió.
Se oyeron unos pasos correr por el pasillo. La fila de hormigas había empezado a doblarse sobre sí misma.
– ¿Qué debo hacer? -preguntó Joseph.
13
Su padre piensa qué propio es de Sophie abordar los problemas sin vacilar, no porque los reciba de buen grado sino para quitarlos de en medio lo antes posible. En las ascensiones ella siempre lo adelanta varios metros, subiendo con zancadas resueltas mientras que él lo hace sin prisas, disfrutando de la vista, reparando en un ramillete de campanillas moradas, esquivando un escarabajo marrón. Tiene que tener en cuenta a su corazón; además, no logra quitarse la costumbre de creer que dispone de todo el tiempo del mundo, amplias curvas en un río verde y lento que serpentea hasta perderse en la distancia.
Se pregunta si todos los niños comparten la ilusión de que son los demás quienes se hacen viejos. Pero sabe que alcanzará y hasta adelantará a Sophie en la bajada, donde avanza sin detenerse mientras ella lo hace de lado, temiendo resbalar. Y qué puede deducirse de ello, se pregunta; tal vez sencillamente que tiene una lamentable tendencia a examinar la evidencia en busca de explicaciones alternativas que encajen con los hechos.
Trata de explicar una versión de eso a Sophie, que lo espera en lo alto de la cresta al abrigo de un espino.
– No me fío de la gente que no contempla las distintas alternativas -dice ella, mientras él se sienta en la hierba-. Se jactan de ser prácticos cuando lo que son en realidad es poco imaginativos.
– Bueno, también existe el exceso de imaginación.
– Que Stephen no te oiga decir eso.
Él observa cómo se retuerce para liberarse de la bolsa que ha insistido en llevar en bandolera. Hubo un tiempo en que había creído que ella y Fletcher… e inmediatamente su mente da un brinco, como una liebre asustada, porque no se atreve a pensar en lo que sabe que está ocurriendo, y ¿qué será de Claire…? ¿Qué puede esperarle salvo tristeza?
Sophie le ofrece un racimo de pequeñas uvas doradas, creyendo saber por qué está tan sombrío.
– Tendrás tiempo para terminar tu libro -dice-, y daremos un paseo cada día. Y si vendemos esos dos campos habrá suficiente dinero, aunque Matty siga creciendo con rapidez.
– En tiempos de mi abuelo -dice él, recorriendo el valle con la mirada- todo lo que alcanzas a ver era nuestro. -Un comentario suscitado no por el pesar, sino por la ligera perplejidad ante la erosión de las certezas por parte del tiempo.
Sophie escupe una pepita -¡zup!- en el centro de un grupo de ortigas amarillentas.
Y llega la pregunta:
– ¿Qué piensas de Joseph Morel?
Ella mira con el entrecejo fruncido una uva y la lanza ladera abajo, donde graznan unos grajos invisibles.