»Al poco tiempo llegó al pueblo un segundo jorobado, proscrito y trotamundos, y oyó contar la historia de cómo el primer jorobado se había curado milagrosamente. Y empezó a suplicar al primero, que ahora era leñador, que le dijera cómo se había librado de su joroba. Pero el leñador se limitaba a sonreír y menear la cabeza. Había prometido a las brujas que nunca revelaría lo ocurrido esa noche en el claro, y era un hombre de palabra, cerrando con besos la boca de su bonita mujer si alguna vez le hacía demasiadas preguntas.
»Pero el jorobado era un tipo persistente, y esperó su oportunidad, vigilando de cerca. De este modo, la noche de luna llena, vio al leñador salir de puntillas de su casa sigilosamente y echar a andar por el sendero que llevaba al bosque. El jorobado lo siguió a una distancia prudencial, manteniéndose en la penumbra y procurando no pisar ninguna ramita. Al poco rato oyó voces que lo guiaron hasta el claro iluminado por la luna. Asomándose por detrás de un roble, observó a los bailarines: «Lunes, martes, miércoles», decía cada bruja por turno, y el leñador se unió al corro, cantando «Jueves» con su voz clara y fuerte. «Lunes, martes, miércoles y jueves, lunes, martes, miércoles y jueves». Y así, cogidos de la mano, bailaron y cantaron a la luz de la luna.
»Ahora bien, el jorobado no era estúpido. Esperó el momento oportuno y observó de cerca, y se dijo: Aja, un hombre no necesita la luz de la luna para ver con claridad lo que está pasando aquí. De modo que cuando cantaron «Lunes, martes, miércoles y jueves», él se acercó al claro y añadió: «Viernes». «Lunes, martes, miércoles, jueves», continuó la canción, y el jorobado se unió al corro, cogiéndoles las manos y cantando «Viernes».
»De pronto las brujas se encolerizaron y golpearon al jorobado entre los hombros. Y la joroba del leñador salió volando de los matorrales y se aferró a la espalda del jorobado, de tal modo que ahora tenía dos jorobas en lugar de una, y huyó de allí corriendo y chillando, y nunca más volvieron a verlo.»
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– Pero es terrible -protestó él-. El segundo tipo solo trataba de controlar su destino. Si cuentas esa historia a los niños, su iniciativa debería verse sin duda premiada. Si no, ¿dónde está la moraleja?
– Podrías verlo como una alegoría de lo que pasa a los artistas que carecen de originalidad.
– Eso jamás estaría permitido en América.
Olivier abrazó el cuello de Sophie, táctica que solía funcionarle.
– Cuéntame otra vez esa historia.
2
Desde noviembre, ella había trabajado en el hospital el cuarto y noveno días de cada décade de diez días. Le daban de comer gratis al mediodía y también le proporcionaban dos delantales azules, recién lavados. A diferencia de las hermanas enfermeras, ella no tenía autorización para utilizar leña, carbón, sal, velas o ropa blanca; pero apartaban una toalla y una pastilla de jabón para su uso personal por la madre Clothilde, que se reunía con ella para lavarse las manos cada hora, e inmediatamente si entraban en contacto con un paciente de dudosa reputación moral.
La asignaron a una de las salas, donde servía a los pacientes sopa, pan, vino, según las prescripciones de los médicos, los afeitaba y se cercioraba de que se les procurara ropa de cama limpia, vendajes limpios y otras necesidades. Supervisaba a la criada remunerada de la sala, y era responsable del almacén de leña del hospital y de registrar los ingresos. La madre Clothilde -ni siquiera el doctor Morel podía dirigirse a ella como ciudadana- le dio instrucciones sobre cómo tomar el pulso para determinar su fuerza, firmeza y ritmo (regular o errático, lánguido o acelerado). Se esperaba de ella que moliera polvos y mezclara jarabes en el dispensario bajo la supervisión del boticario de visita. Siempre se quedaban cortos de tintura de láudano: dos onzas de opio en una pinta de vino mezclada con una onza de azafrán y una pizca de canela molida. Sophie debía dejar hervir el líquido al baño María, colarlo y embotellarlo. Ayudaba a vendar heridas, preparaba cataplasmas de linaza y las aplicaba a los abscesos para drenar la sustancia nociva. Aunque no se le pedía que practicara sangrías, servicio que proporcionaba un aprendiz de cirujano, se esperaba de ella que demostrara competencia y serenidad en el manejo de las sanguijuelas.
Las ampollas eran un tema controvertido. Hacía tiempo que se había aceptado que el dolor provocado de manera artificial era beneficioso para los pacientes porque los distraía de sus síntomas originales y desplazaban la enfermedad. El tradicional agente irritante era un emplasto de cantáridas, resina borgoñona, polvos de euforbio, levadura, cera y semillas de mostaza. Se perforaban las ampollas y se mantenían abiertas para dejar salir el veneno. Pero el doctor Morel se mostraba escéptico acerca del valor terapéutico del tratamiento. Si tenía que recurrirse a él, prefería calentar tazas pequeñas y ponerlas verticales en el cráneo o espalda del paciente hasta producir el efecto deseado. Todo el mundo había tomado partido y tenía una opinión al respecto.
El director y el subdirector hacían sus rondas por la mañana y la tarde, respectivamente. Cada ronda se suponía que debía durar menos de una hora, una media de treinta segundos por enfermo. Pero Joseph se entretenía a la cabecera de las camas de sus pacientes, tomando notas. Sophie observaba que, si bien escuchaba con cortesía las descripciones que los pacientes hacían de sus males, nunca confiaba únicamente en sus versiones, como hacía Ducroix, para hacer un diagnóstico. Los exámenes de Joseph siempre se prolongaban más, porque daba golpecitos en pechos, olía heridas, examinaba lenguas, bajaba párpados, escuchaba respiraciones. Había que guardar la orina, deposiciones, expectoraciones y vómito de cada paciente hasta que el subdirector los examinase.
Cuando terminó su ronda y vino a sentarse con ella, como siempre hacía, junto al escritorio situado en un hueco del extremo de la sala, ella le preguntó por qué prestaba tanta atención a los síntomas físicos de los pacientes.
– Porque la medicina es una ciencia -respondió él-, y los conocimientos científicos están basados en fenómenos observables. Por ejemplo: la presencia de una sustancia aceitosa y transparente en una expectoración viscosa es una señal inconfundible de purulencia. Tales casos suelen ser mortales.
– ¿Y si la descripción del paciente contradice lo que observa?
– Entonces el paciente está equivocado. La gente a menudo exagera o está confusa acerca de sus síntomas.
Se había puesto los anteojos para examinar el registro de ingresos. «Han traído a un hombre a las nueve y media -había escrito ella-. Estaba inconsciente y no ha podido decirnos cómo se llamaba. Ha muerto a las diez y diez. Aparentaba veinticinco años.»
Él contuvo su desesperación.
Ella reflexionaba con ceño lo que él acababa de decir.
– Pero ¿quién le dice a usted que no hay errores de interpretación en las conclusiones que saca de sus observaciones?
Él consideró ese nuevo punto de vista.
– Ese podría ser perfectamente el caso -dijo por fin-, pero no podría seguir haciendo este trabajo si lo creyera.
– ¿Lo ve? La razón sirve siempre que la ciencia se limite a explicar el mundo. Pero actuar en él, cambiar las cosas, los esfuerzos humanos… eso requiere fe.
Sophie ya había reparado en la delicadeza del doctor Morel. Lo había observado escuchar sentado las divagaciones de una anciana, alisando con sus manos de dedos ásperos la colcha de la cama. Había comprobado por sí misma que cuando levantaba la barbilla y reía, uno no podía evitar sonreír. Ahora se volvió para mirarlo mientras hablaba. Y algo en su cara…
El universo de cuerda se desintegró en piñones y muelles. Y volvió a armarse de manera diferente.
La jornada de Sophie empezaba a las ocho y terminaba a las seis y media. Su desarrollo seguía un orden estricto: distribuir leña, lavar con esponja la cara y las manos de los enfermos, actualizar el registro, la criada fregando la sala, las rondas de los médicos y cirujanos, los labios de la madre Clothilde moviéndose en silencio antes de la comida que comían sentados a una mesa que los años habían alisado a fuerza de frotar. Sin embargo, al ir a casa de Isabelle, donde pasaba la noche, Sophie solo era consciente del tiempo como manchas de sombra y luz, el cansancio embotando los bordes bien definidos del día.
Lo más duro era el olor. Las prometidas ventanas aún no se habían materializado; entretanto, Joseph había dado órdenes de dejar abiertas todo el tiempo las puertas a ambos lados de la sala. También había hecho respetar la antigua pero nunca cumplida norma de un solo paciente por cama. La necesidad era tal, sin embargo, que también se instalaron catres de paja. Los pacientes que dormían en ellos se quejaban amargamente de las corrientes de aire a ras de suelo, y los no discapacitados se obstinaban en subirse a las camas más próximas, provocando un nuevo clamor de lamentos y maldiciones en sus ocupantes originales. Al final, las puertas se dejaban escasamente entreabiertas. El hedor a sudor, orina, vómito, diarrea, vendajes sucios, vinagre y brebajes recetados por los médicos iba in crescendo hasta que, al final del día, Sophie tenía que salir de la sala cada cuarto de hora para tomar una bocanada de aire a hurtadillas en el pasillo.
Una mañana borrascosa de principios de primavera que no esperaban a Sophie, esta se presentó en la oficina del doctor Ducroix pidiendo autorización para limpiar el terreno baldío rodeado por el edificio principal. Había traído plantas de Montsignac, explicó, estaban en un carro que esperaba en la puerta. Sería un terrible desperdicio no utilizarlas ahora que estaban aquí. Y ahora que se acercaba el buen tiempo, tal vez alentaran a los pacientes convalecientes a pasar tiempo fuera respirando aire puro, que sin duda beneficiaría su salud y agradaría al doctor Morel. Tal vez arrancar unas cuantas malas hierbas no fuera tan impensable.