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Detrás de las cocinas había una amplia franja donde se cultivaban zanahorias, nabos, coles, judías, guisantes y hierbas medicinales para uso del hospital. Ese era el dominio de un individuo artrítico llamado Taine, medio ciego, más de medio sordo y encorvado como un sauce que ahuyentaba frenético a todo el que entraba sin autorización. Nadie, ni siquiera la madre Clothilde, recordaba cuándo había entrado a formar parte del hospital ni conocía sus antecedentes. Cuando alguien se dirigía a él, soltaba una especie de ladrido y daba golpes al aire con un bastón de endrino.

El pasado invierno le había provocado una tos que detuvo en seco su andar pesado, días enteros en que el dolor lo dejaba postrado en su camastro en el húmedo cobertizo que llamaba hogar. En tan debilitado estado, había bajado la guardia. Llamaron a un chico que rondaba por el hospital haciendo las tareas que nadie quería hacer a cambio de cama y comida, para que se ocupara del huerto, donde demostró una aptitud preternatural para interpretar las palabras de Taine. La supuesta niñez de Luc había empezado en una granja; entendía el trabajo, el tiempo, el despertar de la tierra. Taine no le daba más palizas de las necesarias. A este mismo chico de orejas grandes lo pusieron a ayudar a Sophie. Bajo el régimen de Joseph, ya se había retirado toda la basura y casi todos los escombros del viejo jardín que había entre las salas. Trabajando juntos, Sophie y Luc arrancaron malas hierbas, quitaron piedras, removieron la tierra, rompieron terrones, rastrillaron, descubrieron un billetero de cuero rojo mohoso (vacío excepto por un botón triangular de hueso). Ella arrancó un puñado de tierra para enseñarle al chico lo oscura y margosa que era allí donde la habían removido.

– Lombrices -dijo él, ansioso por impresionar, mostrando algo rosa translúcido que se retorcía.

Los rosales, espliego y romero aguardaban, con las raíces envueltas en trapos húmedos. Abrieron una fracción de un saco poco invitador que Sophie guardaba cerca, de manera protectora, y que estaba lleno de boñigas descompuestas. Estas debían utilizarse exclusivamente como capa superficial de abono para las rosas, ordenó ella, y no desperdiciarse en simples hierbas. Y bajo ningún concepto debía enterarse Taine de su existencia, o las querría para sus hortalizas. Disfrutando de su papel, Luc se deshizo en juramentos de discreción.

Bordearon de hierbas un sendero. Plantaron dos parterres de rosales dispuestos en triángulos, extendiendo las raíces hacia fuera, cubriéndolas de tierra y sujetando cada arbusto en su sitio apisonando la tierra de alrededor. Una vez firme la planta a base de pisotones, se ponía alrededor el resto de la tierra a paladas.

– Damascos -dijo Sophie-. Flores dobles de color rojo rosado con sesenta pétalos cada una. Incomparable por su aroma.

La mañana se agotó. Estiraron los brazos, felicitándose mutuamente por lo mucho que habían trabajado. Ella tuvo que marcharse con más de la mitad de las plantas por plantar, pero prometió volver al día siguiente. Luc, esclavizado, se quedó en la puerta moviendo la mano en señal de despedida.

Cuando poco después llegó Joseph, le informaron de lo que habían hecho y salió a verlo por sí mismo. La tarde había oscurecido, el viento era más frío. Arrancó una ramita de romero y paseó llenándose los pulmones del olor a tierra. Caían las primeras gotas de lluvia cuando empezó a separar los fragantes brotes que tenía en la mano, arrancándolos del tallo como tantas promesas no deseadas.

3

La casa estaba al final de la calle. A un lado tenía una pocilga adosada, y detrás un jardín con un estercolero y una huerta. Una de dos casas, las únicas del pueblo que seguían perteneciendo a los Saint-Pierre, había permanecido vacía durante el invierno desde la muerte del anterior inquilino, y la lluvia había entrado a través del tejado que no había sido reparado por falta de dinero.

Stephen había acudido discretamente al rescate; a cambio de toda esa agua caliente, dijo.

– Mira, Jacques. Un manzano.

– Las manzanas están muy bien para los jóvenes con dientes resistentes. Lo que a mí me gusta son las peras jugosas y dulces, y no veo ningún peral. Ni un ciruelo.

– Sabes que puedes venir al huerto cuando quieras y coger toda la fruta que te plazca.

– Hay unos buenos escalones y una subida. Si tengo otra mala caída será mi fin. No creo que aguante más allá de Navidad, de todos modos. Me atrevería a decir que nadie lamentará mi muerte.

– Te traeré peras cada día cuando sea la época -se defendió Mathilde.

– ¿Cuánto creen que aguantarán esas nuevas tejas? Habrá goteras con la primera tormenta de verano, y seguro que pillo una de esas toses de las que uno nunca se recupera. -Con una uña curvada de color ocre arrancó un trozo de corcho y después otro. Parecía más que nunca una vieja rama sin hojas.

– Stephen ha ido a buscarte un cochinillo de la granja de los Coste. Iba a ser una sorpresa.

– ¿Para qué quiero un cerdo? Me estarán devorando los gusanos antes de que llegue el momento de matarlo.

Mathilde rodeó corriendo la casa hasta la parte de atrás, donde había un montón de malas hierbas al lado de la huerta y Sophie descansaba sobre la pala, con el pelo cayéndole hacia el suelo.

– Quiero que Jaques se quede con nosotros. ¿Por qué no puede quedarse?

– Sabes por qué. No querrías que se cayera otra vez por las escaleras, ¿verdad?

– Es una casa horrible. No tiene ventanas y huele mal.

– Es mejor que la casa de beneficencia de Castelnau. -Sophie cavó sombría, sin querer pensar en Jacques, solo por primera vez en setenta y seis años.

Él había insistido en llamar al notario para redactar su testamento. Quería que todas sus posesiones, es decir, dos camisas, unos pantalones, dos calzones, un chaleco, dos pañuelos, tres pares de medias, dos gorros (uno de lana, otro de algodón), un par de zapatillas y un grabado enmarcado del martirio de santa Ágata, fueran vendidas en subasta. Lo recaudado, junto con las nueve livres que representaban sus ahorros, debía ser enviado «a los negros de África». A la pregunta de si tenía en mente unos negros en particular, respondió: «Los más negros».

– Estará triste todo el tiempo -lloró Mathilde-, sabes que lo estará.

– Le conoce todo el pueblo.

– Le caen mal casi todos.

– Berthe le traerá cada día la comida, y todos vendremos a verle. No estará tan mal -dijo Sophie, obligándose a creerlo.

– ¿Crees que le gustaría tener mi retrato de Brutus?

Un cochinillo salpicado de barro y con una cuerda alrededor del cuello bajó trotando por la calle, chapoteando a través de los charcos.

Stephen, luchando por sostener en equilibrio a Caroline en la parte interior del codo de su otro brazo, se detuvo en seco ante la escena de un anciano abrazado a un árboclass="underline" una lluvia de flores blancas contra un cielo azul, dos pétalos finos como el papel pegados a una cara arrugada.

4

Esperaban a Joseph en la oficina del director, como sabía que harían. No tuvieron necesidad de preguntar; su fracaso se hizo patente antes de que entrara en la habitación, por la forma en que sus pasos se arrastraron hasta la puerta.

La madre Clothilde se santiguó, y él no tuvo coraje para reprenderla.

Había llegado hacía unas horas y encontrado un gran revuelo en el hospital. Una de las criadas, una mujer corta de entendederas llamada Bette Roussel que trabajaba en la lavandería, había asistido a las ejecuciones del día anterior. Entre los destinados a la guillotina había un cura; cuando la cabeza de este cayó, la sangre brotó a borbotones y salpicó el suelo. Más tarde, cuando el espectáculo hubo terminado, vieron furtivamente a Bette recogiendo la gravilla manchada de sangre. La habían arrestado en el acto acusada de conspiración.

Tan pronto Joseph se enteró de lo ocurrido, fue a ver a Ricard.

Encima del escritorio de Ducroix, en un vaso, había tres rosas de color rosa emborronado de rojo. Joseph se apoyó contra la pared junto a la puerta.

– He hecho la ronda por ti -dijo Ducroix-. El viejo del bocio ha muerto.

– Bette apenas es capaz de distinguir una funda de almohada de un mantel. El abbé Maury era su confesor, asistió a su padre en su lecho de muerte. ¿Cómo va a comprender por qué la Revolución ha creído pertinente ejecutarlo? ¿Se ha llegado al punto en que la gente ya no distingue la simpleza de la sedición?

Con los labios apretados, la madre Clothilde salió de la habitación recogiéndose la falda como si Joseph fuera un charco de algo desagradable en el suelo.

– Le he dicho todo eso y más -dijo él a Ducroix-. Ricard me ha enviado a Chalabre, quien me ha dicho que no podía hacer una excepción por mí. ¿Qué pensaría la gente si el Comité Central se ponía por encima de la ley?