– Nunca le ha sentado bien el calor.
La gente se abría paso a lo largo de la fila a sus espaldas. Ricard le tendió la mano; él se la estrechó y siguió andando.
Un batallón de chicos se acercó marchando bajo una pancarta en la que se leía: «Nos puso a Emilio como modelo». Tendría que memorizarlo para Matty. En el coro apiñado en el ángulo adyacente a la plaza distinguió a dos niñas resplandecientes en seda blanca y fajines azules, cogidas de la mano, el cabello pelirrojo brillando al sol.
Sol, música, una patriótica mañana de banderas ondeando.
Las voces inmaculadas de los niños.
Pensó en lo fácil que era rechazarlo todo calificándolo de sentimiento barato, emoción orquestada. Pero lo vio como la inexorable marcha humana hacia la hermandad, un tambaleante impulso de alcanzar la bondad, y se sintió profundamente conmovido.
Habían plantado un roble en el centro de la plaza. A su sombra, la estatua cubierta por un velo esperaba en su pedestal. Dejaban de oírse las canciones cuando Ricard y un grupo de concejales abandonaron sus asientos para subir a la tarima que se había levantado al lado de la estatua. El alcalde llevaba un sombrero con plumas, y su abrigo verde era del mismo tono que las hojas del roble. Joseph vio a una de las niñas dar un codazo a su hermana, señalando con la cabeza a su padre, que se alzaba sobre los otros hombres conforme subía los escalones de la tarima.
Debería haber ido a verlo, pensó. Debería haberle explicado sus razones. Pero el pesar se escurrió como un pez por delante de él y desapareció sin dejar ninguna onda en el agua. Últimamente, aunque rebosaba de una vaga y risueña benevolencia, las demás personas no le parecían ni interesantes ni relevantes. «Sophie», decía a menudo en alto, sobresaltando a la gente a su alrededor, «Sophie». El tiempo que pasaba lejos de ella transcurría en un estado de ensoñación alerta.
La voz de Ricard se extendió sobre la silenciosa plaza. El roble representaba la resurrección de la libertad en Francia, dijo, era el árbol genealógico de la gran familia de los hombres libres que un día heredarían el mundo. El roble crecería y resistiría durante generaciones. Los niños reunidos hoy bajo sus ramas volverían dentro de unos años con sus propios hijos y nietos, y les hablarían con orgullo de los heroicos días en que los hombres rompieron las cadenas y nació la libertad.
A la izquierda de Joseph hubo un movimiento. Miró de soslayo y vio a una mujer secándose los ojos con un pañuelo con fragancia de lavanda. Evidentemente, él no era el único que se había dejado conmover. De pronto la mujer estornudó con violencia, tres veces. Fiebre del heno, reconoció él, y sonrió.
Un momento después oyó el disparo. La colocación de la multitud cambió al instante, como si una mano invisible hubiera pasado por encima de un tablero.
Vio a Ricard tumbado en la tarima, su sombrero con plumas describiendo una espiral para acabar cayendo al pie del roble.
7
Stephen debía de estar pintando en el bosque, y a su padre -Sophie asomó la cabeza en su despacho, preguntó a Berthe- no le habían visto desde el desayuno. Pero encontró a Claire leyendo una novela en el sofá, e hizo salir a Mathilde de un desván cuando un estornudo ahogado la traicionó.
– ¿Tienes que jugar ahí arriba? Tienes una telaraña en el pelo.
Pero Sophie parecía ausente.
– No estábamos jugando. -Mathilde salió de la cesta después de Brutus, y se abrió paso entre trastos viejos estratégicamente colocados-. Estábamos comprobando si todavía cabemos.
Sophie recogió a Claire al salir.
– La verdad, Sophie, justo cuando Adolfo está a punto de descubrir el joyero con las cartas que sir Percy escribió a Emiglia.
Era finales de primavera, y el jardín era un derroche de rosas. Hasta Claire parecía dispuesta a entretenerse. Pero Sophie se dirigió con presteza hasta un parterre al otro lado del seto, donde se detuvo y señaló.
– Una rosa del Boticario -dijo Mathilde al ver los dos capullos carmesí. Luego, acercándose más-: ¿No?
– Fíjate en ese rojo. Y las hojas, con ese débil brillo.
– La verdad, Sophie… ¿nos has arrastrado hasta aquí para jugar a las adivinanzas con tus rosas? El médico no tolerará tu obsesión con los sutiles matices de la botánica, una vez estés casada. Un marido espera ser el centro de la atención de su esposa.
– Ya lo sé… Es una de esas rosas de China. Tiene las hojas iguales.
– Huélela. -Y cuando Mathilde obedeció-: ¿Lo ves? No tiene nada que ver con una rosa de China. Y los capullos son más alargados y más oscuros.
– Deja de hacerte la misteriosa, Sophie, sabes que no lo soporto. Dinos qué quieres decirnos o me vuelvo dentro.
Sophie había empezado a sonreír y ahora no podía parar. Acarició las orejas de Brutus y se echó a reír.
– Llevo años cruzando las Damasco de Otoño con las rosas de China. Nunca había ocurrido nada parecido.
– Pero estas flores son de color carmesí. Más oscuras que las rosas de China -protestó Mathilde- y totalmente distintas de esas Damasco rosa.
– El año pasado me salieron flores blancas. Y he tenido todos los tonos de rosa. Pero siempre han predominado las rojas. Solo que nunca pensé que conseguiría una tan oscura y con ese aroma. -La irregularidad, pensó Sophie, rascando la barriga de Brutus, inclinándose para besar la mano del profesor Kólreuter.
– ¿Podrás venderla? ¿Como las rosas de China?
– Si sobrevive. Si consigo que se reproduzca.
– ¿Habrá suficientes para regalar? ¿O serán como las medias de invierno?
Claire examinaba el fenómeno.
– Debo reconocer que tienen un color asombroso. Qué lástima que no te cases hasta septiembre… podrías haberlas puesto en tu ramo.
Eso hizo que Sophie volviera a sonreír.
– Si es descendiente de esas dos rosas… -Mathilde razonaba en alto-. ¿Volverá a florecer en otoño?
– No puedo contar con ello -mintió Sophie sin pudor.
– Oh, Sophie… serás famosa.
– Si es nueva, ¿no tienes que bautizarla? -preguntó Claire-. ¿Cómo vas a llamarla?
– ¿Brutus? -Propuso Mathilde, esperanzada.
– Hummm… Seguramente no.
– Prométeme que no le pondrás un nombre horrible, como Inocencia.
– ¿Qué tal Carbunco?
Sus hermanas rieron. Brutus estaba tumbado sobre un caracol muerto, con las patas en el aire, y se retorcía alegremente. Claire empezó a narrar las vicisitudes de Emiglia, pero no paraba de olvidarse de detalles que más tarde resultaban cruciales. Mathilde se tumbó a su lado, concentrándose.
– Pero ¿por qué su vieja niñera no le dice quién es realmente su padre? ¿De qué color era el gato?
Sophie pensó en lo fortuita que era la vida, a merced de la casualidad y de oportunidades al azar. Cerró los ojos; había pétalos amontonados, de color carmesí, y los saboreó con la lengua.
8
Paseaban juntos en amigable silencio por las calles a última hora de la tarde. La gente se apartaba para dejarlos pasar y susurraba algo. De vez en cuando un hombre se adelantaba para estrechar la mano a Ricard o darle una palmada en el hombro.
Joseph pensó: Nada ha cambiado.
En el mercado de cereales habían colgado farolas de las vigas del techo, y un violinista afinaba su instrumento. Dos hombres montaban unas mesas de caballete. Un grupo de niños pasaron como un remolino por su lado, comiendo turrón.
– Al final salió tan bien como cualquier acto organizado en París, ¿no crees? -Ricard se había detenido y llenaba su pipa con su parsimonia habitual-. A pesar de la interrupción.
La bala había descascarillado la mano izquierda de Rousseau, rebotado y acabado alojada en el tronco del roble. Al aspirante a asesino, un pastelero sin empleo, lo habían reducido en cuestión de segundos. La mayoría de los congregados, salvo los que se hallaban en las proximidades del incidente, no había entendido lo ocurrido, asumiendo que el disparo formaba parte de las festividades. Unos cuantos hasta se habían arrodillado, creyendo que su alcalde les hacía la señal para que la familia de los hombres libres se postrara con él ante la estatua del filósofo.
– Sé que prometí apoyarte hasta las elecciones. -Las palabras de Joseph brotaron en un tumulto ininteligible-. Lo siento.
Ricard se sirvió de la pipa para rechazar la disculpa. Un oso pasó a cuatro patas por su lado, conducido por una cadena atada al collar de hierro que le ceñía el cuello.
– No lo soporto -dijo Joseph-. ¿Sabes cómo les enseñan a bailar? Ponen al cachorro en un cubo de brasas encendidas y tocan música mientras él da saltitos sobre unas patas y otras desesperado de dolor.
Oyeron una ovación en el parque, donde tenían lugar unas carreras de cerdos. Una niña, alentada por unos padres llenos de admiración, se acercó corriendo al alcalde para darle un clavel rojo. Ricard le dio una palmadita en la cabeza y se metió la flor en el ojal.
En la esquina de una calle había una bodega y un grupo de bebedores entre los barriles sacados a la calle. Hubiera revolución o no, los señores disfrutaban de delicados vinos importados de otras provincias mientras sus empleados bebían a grandes tragos el gros rouge de la región, haciendo gárgaras antes de tragarlo para aumentar su efecto. Una capa de serrín fresco cubría la distancia establecida por la ley a partir de la entrada de la tienda; había sido iniciativa de Joseph, y absorbía casi todo el olor al tiempo que facilitaba el trabajo a los que limpiaban la calle. Se preguntó, con tímido orgullo, si Ricard se había fijado.