En el silencio, el tictac del reloj dorado de la repisa de la chimenea resultaba insoportable. Nunca daba la hora correctamente sino a impulsos impredecibles, tan pronto varias veces en una hora como ni una sola durante días; había pertenecido a Marguerite, de modo que Saint-Pierre le daba cuerda con ternura y no quería oír hablar de tirarlo. ¿Desde cuándo el amor estaba supeditado a la utilidad?
Cuando el magistrado habló, se dirigió de nuevo a Stephen.
– La causa feudal no es un asunto que el marqués se tome a la ligera. Hace dos años contrató a un abogado para que investigara privilegios caídos en desuso hacía mucho. Verá usted, tenía la impresión de que París estaba haciendo demasiadas concesiones a advenedizos que exigían reformas, y se dijo que correspondía a personas como él resucitar las antiguas obligaciones antes de que desapareciera todo rastro de ellas.
»Pues bien, el abogado se pasó meses con la nariz metida en varios archivos y cobró un dineral por las molestias. Y ¿sabe qué descubrió? Nada menos que Monferrant, aquí presente, poseía el derecho inalienable de salir a cazar con sus campesinos en invierno y, una vez en los bosques, instarlos a hacer de vientre para poder así calentarse los pies con su inmundicia.
La risa de Stephen se oyó en la cocina, donde Mathilde y Brutus habían buscado consuelo en el pan de jengibre. Sophie no pudo evitar sonreír. Claire miró por la ventana, impertérrita.
– El derecho a calentarse los pies. Es una lástima, Monferrant, que haya desaparecido para siempre el derecho a calentarse los pies.
7
¿Cómo pudo casarse con él? Es poco atractivo en todos los sentidos. Y viejo… debe de tener por lo menos treinta y cinco años. Es rico y tiene títulos, por supuesto, pero ella me ha dado a entender que estas cosas cuentan tan poco para ella como para mí.
¿Podría ser por sus hermanas? Tal vez los contactos que él tiene le permitan concertarles matrimonios adecuados… y salta a la vista que Sophie ya no es ninguna jovencita y necesita un marido. Sí, eso sería muy propio de ella, haber sacrificado su propia felicidad a la de sus hermanas.
Está claro que a un hombre así jamás podría interesarle el arte.
Nadie me ha mirado nunca como él mira a Claire.
Pero ella es guapa. No hay comparación posible.
Me pregunto si se quedará después de que ellos se marchen a Toulouse. Le iría bien a Matty. Le hace reír y eso es bueno para ella, porque es demasiado seria para su edad. Hay en él una ligereza de espíritu de la que nosotros carecemos.
Es joven, por supuesto, aún no ha cumplido los veintidós años. Seis meses enteros menos que yo.
Debería peinarme de esa manera que me enseñó Claire.
En el lado de la cabeza, justo debajo de las orejas… allí es donde mejor huele. Un olor cálido, como a pan recién hecho.
Cuando ha estado en el río huele diferente, como a barro. Pero al cabo de unas horas vuelve su olor. Y sus patas siempre huelen a hierba… hasta por las mañanas, después de haber pasado toda la noche dentro de casa.
Solo muerde a la gente que no le gusta cómo huele, y no le parece justo que le castiguen por ello.
No le gusta cómo huele Hubert. ¿A quién le gusta?
8
Aquella mañana el cielo sobre Castelnau estaba cubierto de nubes color crema iluminadas a lo largo de los pliegues como satén arrugado. Joseph cruzó la calle para saludar a Sophie, alzando el sombrero, y advirtió que durante varios segundos ella lo miraba sin reconocerlo.
Y él que apenas había pensado en nada más desde que la había conocido.
Se quitó los anteojos para limpiarlos, pero se acordó a tiempo de que su pañuelo no estaba del todo presentable. Ella sonrió y alargó la mano.
– Doctor Morel, buenos días.
– Confío en que el caballero estadounidense, ¿el señor Fletcher?, esté totalmente recuperado. -Procurando no quedarse mirándola, tratando de no reparar en que su cabello era castaño claro y moreno, más otro color intermedio entre ambos.
– Oh, sí, gracias. Fue una suerte que se encontrara en la granja de los Coste. Estoy segura de que la prontitud de su respuesta ahorró al señor Fletcher muchas molestias. Le está… todos le estamos sumamente agradecidos.
– No hay de qué. -Arrastró sus largas y polvorientas botas-. Espero que el doctor Ducroix tuviera ocasión de examinar personalmente al paciente.
– Sí, confirmó su diagnóstico y volvió a la semana siguiente para observar los progresos del señor Fletcher. Pero no había motivos para preocuparse… el tobillo sanó rápidamente.
– Bien, bien. -Buscaba la manera de prolongar el encuentro-. Excelente noticia. -Debe de pensar que estoy loco-. ¿Y… y está disfrutando el señor Fletcher de su estancia en nuestro país?
¿De dónde salían estas tonterías?
– Regresó con sus primos de Burdeos hace unas semanas. Ahora estará en París.
Bien, bien. Excelente noticia. El estadounidense era exactamente la clase de idiota encantador que las mujeres encontraban irresistible.
– París -dijo-, allí es donde deberíamos estar todos.
Ella volvió a sonreír.
– Entonces usted no es distinto de los demás jóvenes.
¿Se burlaba de él? Eso sería una buena señal, una señal excelente.
– ¿Y a usted? -preguntó con osadía-. ¿No le gustaría estar allí, donde se hace la historia?
– Eso suena muy serio.
– ¿No se toma en serio lo que está ocurriendo? -Él movió la cabeza y la luz destelló en sus anteojos.
– No era mi intención… -Ella apoyó el peso de su cuerpo en el otro pie y se dio cuenta de que él la había desconcertado-. Ahora se pensará usted que soy frívola y conservadora, como se supone que son las jóvenes damas bien educadas. La historia… la veo como algo distante y aburrido, imposible de desentrañar, como la filosofía alemana. Consecuencia de mis textos escolares, tal vez. O más probablemente, de mis aptitudes como escolar. Siempre he preferido las novelas.
Él oyó «aburrido», «imposible», «alemana». Palabras terribles.
– Pero es precisamente una cuestión de imaginación -dijo-. De ser el primero en evocar el mundo de manera diferente. -Se maldijo a sí mismo mientras hablaba, por ser un estúpido pomposo. Urgía poner inmediato fin a esa conversación-. Me dirigía a ver a un pariente, de modo que… -Alargó una mano.
– Debe pasarse por Montsignac cuando le sea posible. Sé que complacería a mi padre.
– Me encantaría… Bien, bien…
Con la lengua contra el paladar, observó cómo ella se alejaba. No teniendo, en realidad, nada que hacer, Joseph acabó merodeando por los muelles. Los meses de febrero y octubre señalaban la temporada alta del río, cuando los comerciantes enviaban sus mercancías corriente abajo hasta el Garona, y de ahí a Burdeos, y era tal la abundancia de embarcaciones que se podía cruzar a la otra orilla saltando de una a otra. Ya en septiembre, los muelles eran un hormiguero de estibadores descargando rollos de telas y fardos de pieles de carretas, y llevándolos a bordo de barcos colocados en doble o triple fila a lo largo de las orillas.
Unos oficinistas con sombreros de copa atendían con excesivo celo sus libros de cuentas. Un barquero cerró el paso a dos niños que conducían un caballo de tiro soltando de vez en cuando ingeniosas maldiciones.
Joseph subió las escaleras que llevaban a la relativa tranquilidad del único puente de Castelnau. Este comunicaba el centro respetable de la ciudad, donde se había encontrado con Sophie, con su barrio natal de Lacapelle. Sus apiñadas casas de madera albergaban a los pobres: obreros que fabricaban los tejidos que habían dado fama a Castelnau, barqueros, estibadores, toneleros y carpinteros relacionados con el comercio del río, y los marginados de siempre: buhoneros, mozos de cuadra, ladrones, viudas, los viejos, los desesperados, chatarreros y escarbadores de todo tipo. Desde que había regresado a la ciudad ese verano se había alojado en la orilla derecha, a la que en otro tiempo pocas veces había tenido motivos para dirigirse.
Pensó en el río como un vínculo entre las dos mitades de su vida, una encarnación de ladrillo y argamasa del cambio que había experimentado. Su madre había lavado la ropa sucia de las imponentes casas que daban al río en el lado noble de la ciudad. En esas mansiones vivían los ricos comerciantes de harina y tejidos de Castelnau, como el clan Nicolet, que monopolizaba la fabricación de un resistente tejido de algodón con el sello real que vestía a todo el ejército francés. El padre de Joseph había cardado algodón en el taller de los Nicolet de Castelnau, que empleaba a más de trescientas personas, sin contar los tejedores; casi todo el tejido era hecho por las mujeres y los niños en el campo, donde las regulaciones del gremio eran difíciles cuando no imposibles de cumplir.
Joseph tenía siete años cuando la tragedia se abatió sobre los Nicolet. Robert Nicolet, único heredero de la inmensa fortuna familiar, se ahogó en un accidente de barco junto con sus dos hijos menores. Una noche de luna, poco tiempo después, su esposa se puso su traje de novia y se tiró del puente. La encontraron al día siguiente en el recodo del río, entre las rocas y las raíces de un sauce llorón, con un casquete de hojas amarillas pegado al cabello.