Le miré interrogativamente.
– Empecemos con los monitos rhesus. Nuestros télex se escriben mediante tratamiento de textos, y si no son urgentes se almacenan en el sistema; se envían cuando está en servicio la tarifa nocturna, más baja. Así procedemos también con nuestros pedidos indios; cada seis meses nuestro departamento de investigación necesita en torno a los cien monitos rhesus, con licencia de exportación del Ministerio de Comercio indio. En lugar de cien, hace dos semanas salió un pedido de más de cien mil monitos. Por suerte, los indios lo encontraron extraño y nos lo consultaron.
Me imaginé cien mil monitos rhesus en la fábrica y reí irónicamente. Firner sonrió preocupado.
– Sí, sí, todo esto tiene aspectos cómicos. También el lío con la asignación de las pistas de tenis ha provocado mucha hilaridad. Ahora tenemos que volver a mirar cada télex antes de que salga.
– ¿Cómo sabe que no se trata de un error de mecanografía?
– La secretaria que ha pasado el texto del télex lo ha hecho imprimir, como de costumbre, por el responsable de la corrección y la firma provisional. La copia contiene el número correcto. Por tanto, el télex fue manipulado cuando se encontraba en la cola de espera de la memoria. También hemos examinado los demás incidentes contenidos en el dossier y podemos excluir errores de programación o de registro de datos.
– Bien, todo eso puedo leerlo en el dossier. Dígame algo sobre la lista de sospechosos.
– Aquí hemos procedido de forma convencional. Entre los colaboradores que tienen autorización o posibilidad de acceso, hemos eliminado a los que responden a las expectativas de la empresa desde hace más de cinco años. Puesto que el primer incidente ocurrió hace siete meses, no entran en cuenta los que se han incorporado a partir de esa fecha. En algunos casos hemos podido averiguar con exactitud el día en que se intervino en el sistema, por ejemplo en el télex. Con ello también hemos eliminado a los que estaban ausentes ese día. Luego hemos controlado todas las entradas correspondientes a una parte de los terminales durante un determinado lapso, y no hemos encontrado nada. Y, por último -sonrió con autocomplacencia-, probablemente podamos excluir a los directivos.
– ¿Cuántos quedan? -pregunté.
– Unos cien.
– Ahí tendría yo trabajo para años. ¿Y qué pasa con los piratas informáticos de fuera? Se leen ese tipo de cosas.
– En colaboración con el servicio de correos hemos podido excluirlos. Habla usted de años; está claro que el caso no es sencillo. Y sin embargo el tiempo apremia. Además de desagradable, con todo lo que tenemos en el ordenador sobre secretos de la empresa y de producción, este asunto es también peligroso. Es como si en medio de la batalla… -Firner es oficial de la reserva.
– Dejemos las batallas -le interrumpí-. ¿Cuándo quiere el primer informe?
– Quisiera pedirle que me tenga constantemente al corriente. Puede usted disponer libremente del tiempo de los empleados de seguridad, de protección de datos, del centro de cálculo y del departamento de personal, cuyos informes encontrará en el dossier. Huelga decir que le rogamos la máxima discreción. Señora Buchendorff, ¿está lista la acreditación para el señor Selb? -preguntó por el interfono.
Ella entró en el despacho y entregó a Firner un trozo de plástico del tamaño de una tarjeta de crédito. Éste dio la vuelta al escritorio.
– Hemos hecho que le sacaran una fotografía en color cuando entraba en el edificio, que ha sido plastificada al instante -dijo orgulloso-. Con esta acreditación puede moverse libremente en todo momento por el recinto de la fábrica. -Me colocó en la solapa la tarjeta con su apéndice de plástico en forma de pinza. Era como una condecoración. Estuve a punto de entrechocar los talones.
4. TURBO CAZA UN RATÓN
Dediqué la tarde a estudiar el dossier. Un hueso duro de roer. Intenté reconocer una estructura en los sucesos, encontrar un motivo impulsor en las manipulaciones del sistema. El autor o los autores se habían centrado en la contabilidad salarial. Habían provocado durante meses aumentos de quinientos marcos a las secretarias de dirección, entre ellas a la señora Buchendorff, habían duplicado la asignación de vacaciones de la franja salarial más baja y borrado todos los números de cuenta de asalariados y empleados que empezaban por 13. Habían penetrado en las vías internas de transmisión de informaciones, habían derivado comunicaciones confidenciales de la dirección al departamento de prensa y ocultado las efemérides de los empleados, que son confiadas a principio de mes a los jefes de departamento. El programa de asignación y reserva de pistas de tenis había confirmado todas las demandas relativas a los viernes, un día particularmente solicitado, de tal modo que un viernes de mayo se encontraron 108 jugadores en las 16 pistas. Además, estaba la historia de los monitos rhesus. Entendí la sonrisa de preocupación de Firner. Los daños, de aproximadamente cinco millones de marcos, podían ser asumidos por una empresa de la magnitud de la RCW. Pero, quienquiera que los hubiera causado, andaba como Pedro por su casa en el sistema de gestión y de información de la empresa.
Fuera oscureció. Encendí la luz, accioné varias veces seguidas el interruptor, pero, aunque el sistema es binario, tampoco de esa manera obtuve mayor claridad sobre la naturaleza del procesamiento electrónico de datos. Me puse a pensar si había entre mis amigos y conocidos alguno que entendiera algo de ordenadores, y me di cuenta de lo viejo que era. Había un ornitólogo, un cirujano, un campeón de ajedrez, algún que otro jurista, todo señores de edad para quienes el ordenador era, al igual que para mí, un libro con siete sellos. Reflexioné sobre a qué tipo de persona le gusta manejar ordenadores y sabe hacerlo, y sobre el autor de mi caso: se me había hecho evidente la idea de un solo autor.
¿Travesuras de escolar tardías? ¿Un jugador, un manitas, un pícaro que está tomando el pelo grandiosamente a la RCW? ¿O un chantajista, una cabeza fría que señala como a lo tonto que también es capaz de un gran golpe? ¿O una acción política? La opinión pública reaccionaría con sensibilidad si se conociera este nivel de caos en una empresa que manipula productos altamente tóxicos. Pero no, el activista político habría ideado otro tipo de cosas, y el chantajista habría podido golpear mucho tiempo atrás.
Cerré la ventana. El viento soplaba en otra dirección. Al día siguiente lo primero que quise hacer fue hablar con Danckelmann, el jefe de seguridad. Luego iría al despacho de personal a fin de revisar las fichas de los cien sospechosos. Realmente tenía pocas esperanzas de reconocer al jugador que yo me imaginaba por sus datos personales. La idea de tener que examinar a cien sospechosos de acuerdo con las reglas del arte hizo que el pánico se apoderara de mí. Yo esperaba que se corriera la voz de mi misión, que provocara reacciones y que, de esa forma, se redujera la lista de los sospechosos.
No era un caso para echar cohetes. Sólo entonces fui consciente de que Korten no me había preguntado si lo aceptaba. Y de que yo no le había dicho que preferiría pensármelo.
El gato estaba arañando la puerta del balcón. Abrí, y Turbo depositó un ratón a mis pies. Le di las gracias y me fui a la cama.
5. CON ARISTÓTELES, SCHWARZ, MENDELÉIEV Y KEKULÉ
Con la acreditación especial encontré fácilmente un aparcamiento para mi Kadett en el recinto de la fábrica. Un joven guardia de seguridad me condujo hasta su jefe.
Danckelmann llevaba escrito en la frente que lamentaba no ser un policía auténtico, no digamos ya un agente del servicio secreto. Pasa lo mismo con todo el personal de seguridad de las empresas. Ya antes de que le pudiera hacer mis preguntas me había contado que dejó el ejército sólo porque le parecía demasiado poco estricto.