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– ¿El señor Selb? -murmuró-. Soy Schmalz.

Rechazó mi invitación a tomar un aperitivo.

– Gracias, no tomo alcohol.

– ¿Y qué tal un zumo de fruta? -Yo no quería renunciar a mi aviateur.

– A la una tengo que volver al trabajo, y por eso quisiera pedirle que ya…, de todas formas, no puedo decirle gran cosa.

La contestación fue elíptica, pero sin sonidos sibilantes. ¿Había aprendido a eliminar de su vocabulario todas las palabras con s o z?

La recepcionista pulsó el timbre y la muchacha que había estado ayudando en el bar de los directivos la otra vez nos llevó a una mesa cerca de la ventana en el gran comedor del primer piso.

– ¿Sabe usted qué es lo que más me gusta para empezar una comida?

– Me ocuparé ahora mismo de ello -sonrió ella.

Schmalz le pidió al jefe de comedor «un medallón de ragoút fin con guarnición, por favor». A mí me apetecía cerdo agridulce a la Sichuan. Schmalz me miró con envidia. A la sopa renunciamos ambos por distintos motivos.

Cuando llegó el aviateur le pregunté por el resultado de las investigaciones sobre Schneider. Schmalz me informó con suma precisión y evitando cualquier sonido sibilante. Un ser desdichado ese Schneider. Tras el considerable revuelo que produjo su solicitud de adelanto, Schmalz lo había seguido durante algunos días. Schneider no sólo jugaba en Dürkheim, sino también en garitos clandestinos, y estaba, en consecuencia, metido hasta el cuello. Cuando recibió una paliza por encargo de sus acreedores del juego, Schmalz intervino y le llevó a casa. Schneider no estaba seriamente herido, pero sí muy trastornado. Fue el momento oportuno para una conversación entre él y su superior. Se llegó a un acuerdo: Schneider, imprescindible en la investigación farmacológica, fue retirado durante tres meses de la circulación y sometido a una cura, y en los correspondientes ambientes se obligaron a no dar más oportunidades de juego a Schneider. El departamento de seguridad de la RCW se sirvió de la poderosa influencia que tiene en esos medios de Mannheim y Ludwigshafen.

– Eso fue hace tres años, y desde entonces el hombre no ha vuelto a llamar la atención. Pero en mi opinión sigue siendo una bomba de relojería.

La comida fue excelente. Schmalz comió con prisas. No dejó un solo grano de arroz en el plato; escrupulosidad de neurótico estomacal. Pregunté qué podría pasar a su juicio con quien estuviera detrás de todo el alboroto de los ordenadores.

– Para empezar, le interrogarán a fondo. Y luego darán carpetazo al asunto con él. El tipo ya no supondrá una amenaza para la empresa. Quizá sea de alguna utilidad, y hasta puede que… un genio.

Buscó un equivalente sin sibilante para «sea». Le ofreci un Sweet Afton.

– Prefiero uno de los míos -dijo, y sacó del bolsillo una cajetilla de plástico marrón con cigarrillos de filtro liados a mano-. Siempre me los hace mi mujer, no más de ocho al día.

Si hay algo que odio son los cigarrillos liados a mano. Están al mismo nivel que los armarios empotrados, las caravanas ancladas al sol y las fundas de ganchillo para los Kleenex en la parte trasera del coche de los domingueros. La mención de la mujer me recordó la vivienda del portero con el letrero «Schmalz».

– ¿Tiene usted un hijo pequeño?

Me miró desconfiado y devolvió la pregunta con un «¿A qué se refiere?». Yo le conté mi extravío por la parte vieja de la fábrica, la atmósfera encantada en el patio con parras y el encuentro con el muchacho del balón de colores. Schmalz se relajó y me confirmó que en la vivienda del portero vivía su padre.

– Él también fue parte de la tropa, conoce bien al general de tiempo atrás. Ahora vigila la fábrica antigua. Por la mañana le llevamos al chico, mi mujer trabaja también aquí en la empresa.

Me enteré de que en tiempos vivieron muchos miembros del servicio de seguridad en el recinto y que Schmalz prácticamente había crecido allí. Había vivido la reconstrucción de la fábrica y conocía todos los rincones. A mí me resultó opresiva la idea de una vida entre refinerías, reactores, destiladoras, turbinas, silos y vagones cisterna, con todo y su romanticismo industrial.

– ¿No le ha interesado nunca un trabajo fuera de la RCW?

– No le podía hacer eso a mi padre. Él dice siempre: Pertenecemos a este lugar, el general no arroja a la calle los trastos viejos. -Miró el reloj y se levantó de un salto-. Lástima que no pueda quedarme más tiempo. Tengo que estar a la una en seguridad de personas -palabras estas últimas que pronunció casi impecablemente-. Le agradezco la invitación.

La tarde, que pasé en el departamento de personal, fue improductiva. A las cuatro me rendí a la evidencia de que podía dejar el estudio de las actas del personal. Pasé junto a la señora Buchendorff, de quien entretanto averigüé que se llamaba Judith, treinta y tres años, que tenía estudios universitarios de alemán e inglés y que no había encontrado empleo como profesora. Trabajaba en la RCW desde hacía cuatro años, primero en el archivo, luego en el departamento de relaciones públicas, donde había llamado la atención de Firner. Vivía en la Rathenaustrasse.

– Por favor, no se levante -dije. Dejó de buscar los zapatos con los pies bajo el escritorio y me ofreció un café-. Con mucho gusto, así podemos brindar por nuestra vecindad. He leído su historial y lo sé casi todo de usted, excepto el número de camisas de seda que tiene. -Llevaba puesta otra, esta vez cerrada por arriba.

– Si viene el sábado a la recepción, verá la tercera. ¿Tiene ya invitación? -Deslizó una taza hacia mí y encendió un cigarrillo.

– ¿Qué recepción? -Yo miraba sus piernas de reojo.

– Desde el lunes tenemos aquí una delegación de China, y como colofón queremos mostrar que no sólo nuestras instalaciones, sino también nuestros buffets son mejores que los de los franceses. Firner opina que así tendría usted ocasión de conocer de manera informal a alguna gente de interés para su caso.

– ¿Podré conocerla también a usted informalmente?

– Yo estoy a disposición de los chinos -dijo riéndose-. Pero entre ellos hay una mujer cuyas competencias no he entendido todavía. Quizá sea experta en seguridad y no es presentada por eso, por tanto una especie de colega suya. Una mujer hermosa.

– ¡Quiere deshacerse de mí, señora Buchendorff! Me quejaré a Firner.

Nada más decirlo me arrepentí. El rancio encanto de los caballeros de antes.

7. PEQUEÑA AVERÍA

Al día siguiente no corría ni pizca de aire sobre Mannheim y Ludwigshafen. Hacía tal bochorno que incluso sin moverme la ropa se me pegaba al cuerpo. El tráfico estaba congestionado y agitado, hubiera necesitado tres pies para embrague, freno y acelerador. En el puente Konrad Adenauer se acabó todo. Se había producido un accidente cuando un coche embistió a otro, y justo tras éste otro más. Llevaba veinte minutos bloqueado, miraba el tráfico en sentido contrario y los trenes y fumaba para no asfixiarme.

La cita con Schneider era a las nueve y media. El portero de la puerta 1 me indicó el camino:

– No son ni cinco minutos. Vaya todo derecho, y cuando llegue al Rin, cien metros a la izquierda. Los laboratorios están en el edificio claro de grandes ventanas.

Me puse en camino. Abajo, junto al Rin, vi al niño de la víspera. Había atado un cordón a un pequeño cubo y sacaba con él agua del Rin, que luego vertía en el sumidero.

– Estoy vaciando el Rin -gritó cuando me vio y reconoció.

– Espero que lo consigas.

– ¿Qué haces aquí?

– Tengo que ir ahí enfrente, al laboratorio.

– ¿Puedo ir contigo?

Vació del todo el pequeño cubo y me siguió. Los niños se me acercan a menudo, no sé por qué. No tengo ninguno, y en general me irritan.