– Ven -dije, y nos dirigimos juntos a la casa de las grandes ventanas.
Estábamos a unos cincuenta metros cuando algunas personas de blanco salieron apresuradamente del edificio. Echaron a correr aguas abajo por la orilla del río. Luego salieron más, no sólo de bata blanca, sino también con mono azul, y secretarias con falda y blusa. Era una extraña visión, y yo no entendía cómo se podía correr con aquel bochorno.
– Mira, nos hace señas -dijo el niño, y, en efecto, uno de los de bata blanca agitaba los brazos y nos gritaba algo que no entendí. Pero tampoco era necesario que entendiera; evidentemente pretendía que huyéramos con la mayor rapidez posible.
La primera explosión arrojó una cascada de fragmentos de vidrio a la calle. Yo agarré la mano del chico, pero él se soltó. Por un momento me quedé paralizado: no sentía nada, percibí un gran silencio a pesar de los cristales que seguían tintineando, vi correr al chico y resbalar sobre los cristales rotos, incorporarse otra vez y caer definitivamente después de dos pasos tambaleantes cuando, impulsado por su propio movimiento, dio un tumbo.
Entonces llegó la segunda explosión, el grito del chico, el dolor en el brazo derecho. Al estallido siguió un silbido violento, peligroso, maligno. Un ruido que me infundió pánico.
Las sirenas que se dispararon en la lejanía me hicieron reaccionar. Me despertaron los reflejos, ejercitados en la guerra, de la huida, de la ayuda, del buscar y dar protección. Corrí hacia el chico, lo levanté con la mano izquierda, tiré con violencia de él en la dirección de donde veníamos. Sus pequeños pies no podían seguir mi paso, pero pataleaba y no se rendía.
– Venga, chaval, corre, tenemos que irnos de aquí, no te rindas. -Antes de que dobláramos la esquina miré hacia atrás. En el sitio en que habíamos estado una nube verde se elevaba ahora hacia el cielo, de un gris plomizo.
Hice señas en vano a las ambulancias que pasaban veloces. En la puerta 1 el portero se hizo cargo de nosotros. Conocía al chico, que, pálido, magullado y asustado, se mantenía firmemente agarrado a mi mano.
– Richard, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado? Ahora mismo llamo a tu abuelo. -Fue al teléfono-. Y en cuanto a usted lo mejor será que llame a alguien de la enfermería. Eso tiene mal aspecto.
Una esquirla de cristal me había hecho un corte en el brazo, y la sangre coloreaba de rojo la manga de la chaqueta clara. Me sentía débil.
– ¿Tiene aguardiente?
De la media hora que siguió me acuerdo sólo vagamente. A Richard vinieron a recogerle. Su abuelo, un hombre alto, ancho y pesado, con el cráneo completamente afeitado por detrás y por los lados, y con frondoso bigote blanco, lo cogió en brazos sin dificultad. La policía intentó entrar en la fábrica e investigar el caso, pero no fue admitida. El portero me dio una segunda y una tercera copa de aguardiente. Cuando llegaron los de la enfermería, me llevaron al médico de la empresa, que me cosió la herida del brazo y me lo puso en cabestrillo.
– Debería descansar un poco en la habitación de al lado -dijo el médico-. No puede irse ahora.
– ¿Por qué no me puedo ir?
– Tenemos alarma de polución, y está prohibido todo tipo de tráfico.
– ¿Cómo debo entender eso? ¿Tienen ustedes alarma de polución y prohíben abandonar el centro del smog?
– Lo ha entendido todo mal. La polución es un fenómeno meteorológico de carácter global y no tiene centro ni periferia.
Todo aquello me pareció un puro disparate. Por mucha polución que pudiera haber además en otras partes, yo había visto una nube verde, y crecía, y estaba creciendo aquí, en el recinto de la fábrica. ¿Esperaban que me quedara allí? Quise hablar con Firner.
En su despacho se había instalado un gabinete de crisis.
A través de la puerta vi policías de verde, bomberos de azul, químicos de blanco y algunos señores de gris de dirección.
– ¿Qué ha pasado en realidad? -pregunté a la señora Buchendorff.
– Hemos tenido una pequeña avería en el recinto de la fábrica, nada serio. Sólo que las autoridades han declarado estúpidamente la alarma de polución, y eso ha producido bastante alteración. Pero ¿qué le ha pasado a usted?
– Yo he salido con algunos pequeños rasguños de su pequeña avería.
– ¿Y qué hacía usted allí…? Ah, iba a encontrarse con Schneider. Pero hoy no ha venido, dicho sea de paso.
– ¿Soy el único que ha resultado herido? ¿Ha habido muertos?
– Pero de qué habla, señor Selb. Algunos casos de primeros auxilios, eso es todo. ¿Podemos hacer algo por usted?
– Puede sacarme de aquí. -No tenía ganas de abrirme camino hasta el despacho de Firner y de que se me recibiera con un «Se le saluda, señor Selb».
Del despacho salió un policía con diversos galones.
– Ya que usted va a Mannheim, señor Herzog, ¿llevaría por favor al señor Selb? Ha sufrido algunos rasguños, y tampoco podemos pedirle que siga esperando aquí.
Herzog, un tipo robusto, me llevó consigo. Ante la entrada de la fábrica había algunos autobuses de la policía y periodistas.
– Evite por favor que le fotografíen con la venda.
No deseaba en absoluto que me fotografiaran, y cuando pasamos junto a los periodistas me incliné hacia el encendedor, en la parte baja del salpicadero.
– ¿Cómo es que se disparó tan rápido la alarma de smog? -pregunté mientras atravesábamos un Ludwigshafen desierto.
Herzog demostró estar bien informado.
– Después de las múltiples alarmas del otoño de 1984, hemos puesto en funcionamiento un plan experimental en Baden-Württemberg y en Renania-Palatinado, con nuevas tecnologías y sobre bases legales nuevas, algo con amplias competencias más allá de las fronteras de la región. La idea es medir directamente las emisiones, ponerlas en correlación con el meteorograma y no esperar a que ya sea demasiado tarde para declarar la alarma de polución. Hoy es el bautizo de fuego de nuestro modelo, hasta ahora sólo hemos hecho simulacros.
– ¿Y qué tal va la colaboración con la empresa? Me he enterado de que la policía ha sido rechazada en la puerta.
– Ahí toca usted un punto delicado. La industria química lucha contra la ley a todos los niveles. En la actualidad el recurso se encuentra en el Tribunal Constitucional Federal. Legalmente hubiéramos podido entrar en la fábrica, pero en este estadio no queremos llevar las cosas al extremo. -El humo de mi cigarrillo molestaba a Herzog, y abrió la ventanilla-. Vaya -dijo, y de inmediato subió de nuevo el cristal-, apague su cigarrillo por favor. -Un olor penetrante había entrado por la ventanilla, mis ojos empezaron a llorar, en la lengua experimentaba un sabor picante y a los dos nos dio un ataque de tos-. Menos mal que los colegas de ahí fuera llevan puestas las máscaras antigás.
A la salida hacia el puente Konrad Adenauer pasamos un control policial, y los dos policías que detenían el tráfico llevaban máscaras antigás. En los márgenes del acceso había unos quince o veinte vehículos detenidos, el conductor del primero gesticulaba tratando de convencer de algo a ambos policías y el pañuelo de colores que apretaba contra el rostro le daba un aspecto cómico.
– ¿Qué pasará esta tarde con el tráfico en la hora punta?
Herzog se encogió de hombros.
– Tenemos que esperar y ver cómo evoluciona el gas cloro. Esperamos poder ir sacando a los trabajadores y empleados de la RCW desde primera hora de la tarde, con esto se reduciría considerablemente el problema de la hora punta. Una parte de los que trabajan en otros sectores quizá tenga que pasar la noche en el puesto de trabajo. Nosotros lo anunciaríamos por la radio y con coches provistos de altavoces. Antes me he quedado sorprendido de la rapidez con que hemos conseguido vaciar las calles.
– ¿Están pensando en una evacuación?
– Si la concentración de gas cloro no desciende a la mitad en las próximas doces horas, tendremos que desalojar el este de la Leuschnerstrasse y quizá también Neckarstadt y Jungbusch. Pero los meteorólogos nos dan esperanzas. ¿Dónde tengo que dejarle?