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– El Adriático azul…, cuando era pequeña fuimos allí algunas veces con el Opel Olympia. Llevábamos café de malta en el termo, chuletas frías y además un tarro de conservas con natillas. Mi hermano mayor era lo que se llamaba un gamberro; con su Victoria Avanti ya andaba por su cuenta. Entonces empezó la moda de los chapuzones nocturnos. Todo me resulta tan idílico, cuando pienso en ello ahora, pero de niña siempre sufría durante aquellas excursiones.

Habíamos llegado ya frente a mi casa, pero yo quería saborear todavía un poco la nostalgia que nos había embargado a los dos.

– ¿Por qué sufría?

– Mi padre quería enseñarme a nadar, pero no tenía paciencia. Dios mío, la de agua que tragué yo entonces.

Le agradecí que me hubiera llevado a casa.

– Ha sido un hermoso paseo nocturno.

– Buenas noches, señor Selb.

11. UNA ESCENA ESPANTOSA

Con un domingo radiante se despidió el buen tiempo. Durante el picnic en la esclusa de Feudenheim mi amigo Eberhard y yo comimos y bebimos en exceso. Él había traído una caja de madera con tres botellas de un burdeos muy respetable, y después cometimos el error de vaciar todavía el cosecha tardía de la RCW

El lunes me desperté con un terrible dolor de cabeza. Además, la lluvia me había despertado el reuma en la espalda y las caderas. Quizá por eso actué incorrectamente con Schneider. Había reaparecido, no porque lo hubieran encontrado los de seguridad de la empresa, sino así, sin más. Le vi en el laboratorio de un colega, el suyo se había incendiado en el accidente.

Cuando entré en la habitación se alzó delante del frigorífico. Era de talla elevada, delgado. Con un gesto indeciso de la mano me invitó a tomar asiento en un taburete del laboratorio, y él se quedó con los hombros caídos delante del frigorífico. Su rostro era gris, los dedos de la mano izquierda amarillos de nicotina. La bata del laboratorio, de un blanco inmaculado, tenía que ocultar la decadencia de la persona. Pero el hombre estaba acabado. Si era un jugador, entonces había perdido y ya no tenía esperanzas. Un jugador que los viernes rellena el boleto de la lotería pero que el sábado ya no mira en absoluto si ha ganado.

– Sé por qué quiere usted hablar conmigo, pero no puedo decirle nada.

– ¿Dónde estaba usted el día del accidente? Eso sí lo sabrá. ¿Y adónde se fue cuando desapareció?

– Lamentablemente mi salud no es óptima y en los últimos días he estado indispuesto. El accidente de mi laboratorio me ha afectado mucho, han quedado destruidos importantes documentos de investigación.

– Eso no responde a mi pregunta.

– ¿Qué quiere usted de mí en realidad? Déjeme en paz.

En realidad, ¿qué quería yo de él? Ver en él al extorsionador genial me era cada vez más difícil. Hecho polvo como estaba, no me lo podía imaginar ni siquiera como instrumento de alguien de fuera. Pero mi imaginación me había engañado ya alguna vez, y algo no cuadraba en Schneider, y tampoco tenía tantas pistas. Mala pata para él y para mí que estuviera en el dossier del departamento de seguridad. Y también estaba mi resaca y mi reuma y la actitud de Schneider, un enojo lacrimoso que me crispaba. Si no meto a éste en cintura, ya puedo tirar la toalla como detective. Me preparé para una nueva acometida.

– Señor Schneider, aquí se están investigando casos de sabotaje que han provocado daños por muchos millones de marcos, y se trata de evitar peligros adicionales. En mis investigaciones todo el mundo ha cooperado. Su negativa a ayudarme, se lo digo abiertamente, resulta sospechosa. Y ello tanto más cuanto que en su biografía hay períodos durante los que se ha visto implicado en delitos.

– Hace años que dejé el juego. -Encendió un cigarrillo. Su mano temblaba. Dio unas chupadas apresuradas-. Pero, por favor, yo estaba en cama en mi casa, y a menudo desconectamos el teléfono durante el fin de semana.

– Pero, señor Schneider, personal de seguridad de la empresa estuvo en su casa. Y no había nadie.

– Así que no me cree. Pues no diré nada más.

Había oído eso a menudo. A veces daba resultado convencer al otro de que creía todo lo que me dijera. A veces había sabido apelar al sufrimiento profundo oculto tras la reacción infantil, de tal manera que el otro arrojara todo fuera de sí. Hoy no era capaz ni de una cosa ni de la otra. Ya no quería hacerlo.

– Bien, entonces tendremos que continuar la conversación en presencia del personal de seguridad y de su superior. Me gustaría ahorrarle eso. Pero si no tengo noticias de usted antes de esta tarde… Aquí tiene mi tarjeta.

No esperé su reacción y me fui. Permanecí de pie bajo la marquesina, miré la lluvia y encendí un cigarrillo. ¿Estaría lloviendo también en las orillas del Sweet Afton? No sabía qué hacer. Entonces recordé que los chicos de seguridad y los del centro de cálculo habían preparado sus trampas, y me dirigí al centro de cálculo para ver que sucedía. Oelmüller no estaba. Uno de sus colaboradores, a quien una chapa acreditaba como señor Tausendmilch, me mostró en una pantalla la información dirigida a los usuarios sobre el archivo falso.

– ¿Le parece que se lo imprima? No es ninguna molestia.

Cogí la copia en papel y pasé al despacho de Firner. No estaban ni Firner ni la señora Buchendorff. Una mecanógrafa me dijo algo de cactos. Por ese día ya tenía suficiente y abandoné la fábrica.

De haber sido más joven habría ido al Adriático a pesar de la lluvia y así me habría quitado la resaca nadando. Si tan sólo hubiera podido coger mi coche quizá lo habría hecho, a pesar de la edad. Pero con el brazo en ese estado seguía sin poder conducir. El portero, el mismo que estuvo allí el día del accidente, llamó a un taxi.

– Usted es quien trajo al hijo de Schmalz el viernes. Es usted Selb,¿no? Entonces tengo algo para usted.

Se agachó para buscar algo bajo su tablero de control y de alarma y se incorporó de nuevo con un paquetito que me entregó ceremoniosamente.

– Dentro hay un pastel, una sorpresa para usted. Lo ha hecho la señora Schmalz.

Dije al taxista que me llevara a los baños de Herschel. En la sauna era día exclusivo para mujeres. Hice que me llevara al Meiner Rosengarten, donde tengo mi tertulia, y tomé saltimbocca romana. Luego fui al cine.

La primera sesión de la tarde tiene su encanto, con independencia de la película que proyecten. El público está compuesto de vagabundos, treceañeros e intelectuales frustrados. Antes, cuando todavía los había, iban a los primeros pases los alumnos de las autoescuelas. También iban para besuquearse estudiantes precoces de secundaria. Pero Babs, una amiga directora de instituto, me asegura que ahora los estudiantes se besuquean en el mismo instituto y que a la una ya se han besuqueado por completo.

Había ido a la peor taquilla de las siete que tenía el cine y tuve que ver En el estanque dorado. Me gustaron mucho todos los actores principales, pero al final me alegré de no tener ya mujer, de no tener hijas y de no tener un pequeño bastardo por nieto.

Camino de casa pasé por la oficina. Encontré el mensaje de que Schneider se había ahorcado. Lo había dejado en el contestador la señora Buchendorff, con la máxima objetividad, y pedía que la llamara cuanto antes.

Me serví un sambuca.

– ¿Ha dejado Schneider alguna nota?

– Sí. La tenemos aquí. Creemos que su caso está cerrado. A Firner le gustaría verle para hablar con usted de eso.

Dije a la señora Buchendorff que iría enseguida, y llamé a un taxi.

Firner estaba de buen humor.

– Se le saluda, señor Selb. Una escena espantosa. Se ha colgado en el laboratorio, con un cable eléctrico. Una becaria lo encontró. Por supuesto que hemos intentado todo para reanimarle. En vano. Eche una ojeada a la carta de despedida; tenemos a nuestro hombre.