– Qué bien que le encuentre, señor Selb.
– ¿No habrá pensado que con este tiempo estarla en el Adriático, señora Buchendorff? -Fuera llovía a cántaros.
– Siempre el mismo viejo adulador. Le paso con el señor Firner.
– Se le saluda, señor Selb. Creíamos que el caso estaba resuelto, pero ahora me dice el señor Oelmüller que algo vuelve a pasar en el sistema. Me alegraría si pudiera usted venir por aquí, a ser posible hoy. ¿Cómo está su agenda de compromisos?
Acordamos que sería a las cuatro. La puerta del cielo duraba casi cuatro horas, y no debe venderse barata la propia piel.
Camino de la fábrica estuve preguntándome por qué había llorado Kris Kristofferson al final. ¿Porque las viejas heridas no cicatrizan nunca? ¿Porque cicatrizan y un día son sólo pálidos recuerdos?
El portero de la entrada principal me saludó como a un viejo conocido, la mano en la visera de la gorra. Oelmüller permanecía distante. También estaba allí Thomas.
– Ya le he hablado de la trampa que planeamos y preparamos -dijo Thomas-. Pues hoy se ha cerrado…
– Pero el ratón se ha escapado con el trozo de queso, ¿no?
– Sí, puede decirse así -dijo Oelmüller con cierta amargura-. Lo que ha pasado exactamente es lo siguiente: ayer a primera hora el ordenador central nos anunció que nuestro archivo de cebo había sido solicitado desde el terminal PKR 137, por un usuario con el número 23045 ZBH. El usuario, el señor Knobloch, trabaja en la central de contabilidad. De todas formas, en el momento en que se hizo la solicitud del archivo se encontraba reunido con tres señores de Hacienda. Y el terminal de que hablo está al otro extremo de la fábrica, en la estación depuradora, y fue inspeccionado ayer mismo por nuestro propio técnico de mantenimiento off line.
– El señor Oelmüller quiere decir que el dispositivo no estaba en condiciones de funcionar durante el trabajo de mantenimiento -le ayudó Thomas.
– Eso significa entonces que detrás de Knobloch y de su número se esconde otro usuario y detrás del falso número de terminal otro terminal. ¿No han contado ustedes con que el autor se camuflara?
Oelmüller aprovechó solícitamente la ocasión que le brindaba mi pregunta.
– Sí, señor Selb. He estado pensando todo el fin de semana en la manera de echar mano al autor a pesar de todo. ¿Le interesan los detalles?
– Inténtelo. Si me resulta demasiado difícil, se lo diré.
– Bien, me esforzaré para resultar inteligible. Nos hemos preocupado de que los terminales en servicio activen un pequeño interruptor en su archivo de trabajo como respuesta a una determinada señal de control del sistema. El usuario no puede advertirlo. La señal de control se envió a los terminales en el momento en que se producía un intento de entrada al archivo de cebo. Nuestra intención con esto era identificar todos los terminales que se conectaban en ese instante con el sistema, y esto precisamente con independencia del número de terminal con que pudiera haberse camuflado el autor.
– ¿Vendría a ser como la identificación de un coche robado no por la matrícula, sino por el número de motor?
– Bueno, algo así. -Oelmüller me hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
– ¿Y cómo se explica entonces que a pesar de todo el ratón no haya caído en la trampa?
– De momento -contestó Thomas-, no tenemos ninguna explicación. Tal vez piense usted en una intervención desde fuera, pero para nosotros sigue estando excluido. El programa-trampa del correo todavía funciona y no ha indicado nada.
No había explicación. Y eso para los especialistas. Me molestaba mi dependencia de su criterio profesional. Cierto que podía seguir el relato de Oelmüller, pero no podía verificar sus premisas. A lo mejor es que ninguno de los dos era especialmente inteligente, y no representaba un gran problema burlar la trampa. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Familiarizarme con el funcionamiento de los ordenadores? ¿Seguir las otras pistas? Pero ¿qué otras pistas? No sabía qué hacer.
– Para el señor Oelmüller y para mí todo esto es muy penoso -dijo Thomas-. Estábamos seguros de coger al autor con la trampa, y hemos sido lo bastante tontos como para decirlo. El tiempo apremia, y sin embargo sólo veo la posibilidad de supervisar todas nuestras premisas y conclusiones en profundidad. Quizá debiéramos hablar también con el fabricante del sistema, ¿no es cierto, señor Oelmüller? ¿Puede decirnos, señor Selb, cómo piensa proceder a partir de ahora?
– Primero tengo que reflexionarlo.
– Me gustaría que siguiera en contacto con nosotros. ¿Volvemos a reunirnos el lunes por la mañana?
Cuando ya estábamos de pie despidiéndonos pensé de nuevo en el accidente.
– ¿Qué han averiguado sobre las causas de la explosión? ¿Fue correcta la alarma de polución?
– Parece que el RRZ dispuso correctamente la alarma de polución. Sobre la causa del accidente podemos afirmar que no tiene nada que ver con nuestro ordenador. No hará falta que le diga lo aliviado que me sentí. Una válvula rota: ahí esta la causa según el equipo de instalaciones.
14. DURA DE ENTENDEDERAS
Con buena música puedo reflexionar bien. Había conectado el equipo, pero todavía no había puesto el Clave bien temperado porque primero quería coger una cerveza de la cocina.
Cuando volví, mi vecina del piso de abajo había subido el volumen de la radio y pude oír su canción preferida por entonces. «We're living in a material world and I'm a material girl…»
Golpeé en vano el suelo con los pies. Así que me quité la bata, me puse los zapatos y la chaqueta, bajé un piso y llamé. Quería preguntar a la material girl si ya no quedaba sitio para el respeto en un material world. No hubo contestación a mi llamada, y de la vivienda no salía música. Evidentemente no había nadie en casa. Los demás vecinos estaban de vacaciones, y encima de mi piso sólo quedaba el desván.
Entonces advertí que la música procedía de mis propios altavoces. No tengo radio en mi equipo. Estuve manipulando el amplificador y no conseguí hacer desaparecer la música. Puse el disco. Bach podía hacer callar en los forti al otro canal, el ominoso, pero los piani tenía que compartirlos con el locutor de las noticias del Südwestfunk. Algo parecía estar averiado en mi equipo.
Quizá fue la falta de buena música la causa de que por la tarde no se me ocurriera gran cosa. Imaginé un escenario en que Oelmüller era el autor. Todo cuadraba, menos la psicología. Pícaro y jugador desde luego no era, ¿podía ser el extorsionador? Según mis esporádicas experiencias con la delincuencia informática, alguien que trabajara con un ordenador lo emplearía de otra forma para sus fines delictivos. Utilizaría el sistema, pero no lo pondría en ridículo.
A la mañana siguiente, antes de desayunar, busqué un establecimiento de radios. Había probado de nuevo el equipo, y la perturbación había desaparecido. Esto me irritaba aún más. Difícilmente puedo soportar que la infraestructura se muestre imprevisible. Ya puede el coche seguir funcionando y la lavadora lavando, pero en tanto la señal luminosa más insignificante no sea de precisión prusiana yo no estoy tranquilo.
Di con un joven competente. Tuvo compasión de mi falta de juicio técnico, y por poco me llama abuelito con amistosa condescendencia. Por supuesto que sé que las ondas hertzianas no aparecen porque las atraiga la radio, sino que siempre están presentes. La radio se limita a hacerlas audibles, y el joven me explicó que en el amplificador se encuentran casi los mismos circuitos que realizan aquella función en el receptor, y que bajo determinadas condiciones atmosféricas el amplificador funciona como receptor. Aquí no había nada que hacer, había que admitirlo sin más.