Me preparé otro té. ¿Podía obtener una confesión por medio de la señora Buchendorff? ¿Podría lograr a través de la señora Buchendorff que Mischkey interviniera otra vez en el sistema de la RCW, esta vez de forma identificable? ¿O podía hacer uso de Gremlich y de sus innegables deseos de jugarle una mala pasada a Mischkey? No se me ocurrió nada convincente. Tendría que fiarme de mi talento para improvisar.
Me podía ahorrar seguimientos ulteriores. Pero para ir al Meiner Rosengarten, donde a veces me encuentro con los amigos para comer, en lugar de seguir el camino habitual por el Depósito de Agua y el Ring, pasé por la iglesia de Jesús. El Citroën de Mischkey no estaba, y la señora Buchendorff trabajaba en el jardín. Cambié de acera para no tener que saludarla.
19. A LA PAZ DE DIOS EN EL CIELO Y EN LA TIERRA
– Buenos días, señora Buchendorff ¿Qué tal el fin de semana?
A las ocho y media todavía estaba sentada ante el periódico; lo tenía abierto por las páginas deportivas y leía las últimas noticias de nuestra joven maravilla del tenis de Leimen [10]. Tenía para mí preparada en una carpeta verde de plástico la lista de las aproximadamente sesenta empresas incorporadas al sistema de alarma de polución. Le pedí que anulara mi cita con Oelmüller y Thomas. Prefería verlos una vez resuelto el caso, pero lo que más deseaba era no verlos tampoco entonces.
– ¿Suspira también usted por nuestro niño prodigio del tenis, señora Buchendorff?
– ¿A qué se refiere con «también»? ¿Como usted mismo o como millones de mujeres alemanas?
– Yo desde luego lo encuentro fascinante.
– ¿Juega usted al tenis?
– Se va a reír, pero me resulta difícil encontrar adversarios a los que no pueda barrer de inmediato. Si en ocasiones me vencen los más jóvenes es tan sólo porque están en mejores condiciones físicas Pero en dobles soy casi imbatible con mi pareja habitual. ¿Juega usted?
– Ya puestos a hacer alardes, señor Selb, juego tan bien que los hombres se acomplejan. -Se levantó-. Permítame que me presente. Campeona junior del suroeste de Alemania en 1968.
– Una botella de champán contra los complejos de inferioridad -ofrecí.
– ¿Y qué quiere decir eso?
– Quiere decir que voy a ganarle a usted a conciencia, pero que como consuelo le traeré una botella de champán. Aunque, ya digo, mejor por parejas. ¿Tiene usted pareja?
– Sí, tengo a alguien -dijo combativa-. ¿Y cuándo va a ser?
– Por mí esta misma tarde a las cinco, después del trabajo. Así ya no tendremos esto pendiente entre nosotros. Pero ¿no será difícil conseguir sitio?
– De eso mi amigo. Parece que conoce a alguien de la reserva de pistas.
– ¿Dónde jugamos?
– En nuestra pista de la RCW Está allí, en Oggersheim, le puedo dar un plano.
Me fui al centro de cálculo y pedí al señor Tausendmilch -«pero, por favor, que esto quede entre nosotros» una hoja de impresora con el estado actual de las reservas de pistas.
– ¿Estará usted aquí todavía a las cinco? -le pregunté. Acababa a las cuatro y media, pero era joven y se mostró dispuesto a hacerme otra copia justo a las cinco-. Le hablaré al señor director Firner de su buena disposición. -Relucía.
Cuando iba hacia la puerta principal me salió al paso Schmalz.
– ¿Le gustó el pastel? -quiso informarse.
Yo tenía la esperanza de que el taxista se lo hubiera comido.
– Déle a su mujer mis más expresivas gracias. Era excelente. ¿Qué tal le va a Richard?
– Gracias. Bastante bien.
Pobre Richard. A los ojos de tu padre nunca te irá muy bien.
En el coche miré la hoja de impresora de la reserva de pistas, aunque sabía de antemano que no encontraría la reserva de Mischkey o de la señora Buchendorff, que eran las que buscaba. Luego permanecí sentado sin más un rato en el coche y fumando. En realidad, no hacía falta en absoluto que jugáramos al tenis; si Mischkey estaba ese día a las cinco y había reservado una pista para nosotros, entonces le tenía. A pesar de ello fui al Instituto Herzogenried para asegurarme de que contaría para los dobles mixtos con Babs, que todavía me debía un favor. Era la hora del recreo largo, y Babs tenía razón: se estaban besuqueando por todos los rincones. Muchos estudiantes tenían puesto el walkman, ya estuvieran solos o en grupo, jugaran o se besuquearan. ¿No les bastaba lo que les llegaba del mundo exterior o les resultaba insoportable?
Pillé a Babs en la sala de profesores, donde discutía sobre Bergengruen con dos profesores en prácticas.
– Pues sí, tenemos que leerlo de nuevo en el instituto -decía uno-. «El gran tirano y el tribunal»: la forma como se despliega ahí lo político más allá de la actualidad diaria, que es siempre poco relevante, eso necesita nuestra juventud.
– Hoy día hay de nuevo tanto temor en el mundo, y el mensaje de Bergengruen dice: «¡No temáis!» -le secundaba el otro.
Babs estaba algo desconcertada.
– ¿No está superado sin esperanza Bergengruen?
– Pero, señora directora -dijeron al unísono-, de Böll y Frisch y Handke hoy ya nadie quiere saber nada, ¿cómo hemos de acercar entonces a la juventud a la modernidad?
– A la paz de Dios en el cielo y en la tierra -interrumpí, y me llevé a Babs a un lado-. Haz el favor de disculparme, esta tarde tienes que jugar al tenis conmigo. Te necesito con verdadera urgencia.
Me abrazó, contenida, como tiene que ser en una sala de profesores.
– ¡Vaya, será posible! ¿No me prometiste una excursión a Dilsberg para la primavera? Y no te dejas ver hasta que quieres algo de mí. Está bien que hayas venido, pero también estoy enfadada.
Así es como me miraba también, al mismo tiempo alegre y enojada. Babs era una mujer vivaz y generosa, pequeña y enérgica, de movimientos ágiles. No conozco muchas mujeres de cincuenta años que puedan vestirse y presentarse así de desenvueltas y sin sacrificar el encanto de su edad a una apariencia juvenil artificial. Tenía un rostro ancho, una profunda arruga transversal en la raíz de la nariz, una boca llena, decidida y a veces severa, ojos marrones bajo unos párpados carnosos y el cabello corto y grisáceo. Vive con sus dos hijos ya adultos, Röschen y Georg, que se sienten demasiado bien con ella como para dar el salto a la independencia.
– ¡No te habrás olvidado tú de nuestra excursión del día del padre a Edenkoben! Porque entonces más bien soy yo el que tiene que enfadarse.
– Ay, ay, ¿cuándo y dónde tengo que jugar al tenis? ¿Y puedo saber por qué?
– Te recojo a las cuatro y cuarto, ¿en tu casa o dónde?
– Y a las siete me llevas a la Sociedad Filarmónica, hoy por la tarde tenemos ensayo.
– Será un placer. Jugamos de cinco a seis en las pistas de la RCW de Oggersheim, un encuentro de dobles mixtos con una secretaria de dirección y su amigo, el principal sospechoso del caso que llevo ahora entre manos.
– ¡Qué emocionante! -dijo Babs.
A veces tenía la impresión de que no tomaba en serio mi oficio.
– Si quieres saber algo más, puedo contártelo por el camino. Y si no, tampoco importa, de todos modos tú tienes que mostrarte natural y despreocupada.
Sonó el timbre. Sonó el timbre verdaderamente como sonaba en mi época de estudiante de instituto. Babs y yo salimos al pasillo, y vi a los estudiantes que afluían a las aulas. No sólo eran otros vestidos y otros cortes de pelo, también los rostros eran distintos a los de antes. Los vi más descontentos, con más saber y sin alegría por ese saber. Los niños tenían una forma provocativa de moverse, violenta y al mismo tiempo insegura. El aire vibraba por el griterío y el ruido continuo. Me sentía agobiado y casi amenazado.