– En las últimas semanas a menudo estaba desconocido. Se le veía ausente, absorto, se quedaba mucho en casa, no quería hacer casi nada conmigo. Una vez me echó lisa y llanamente de su casa. Y eludía mis preguntas. A veces pensaba que había otra, pero al mismo tiempo dependía de mí con una ternura que nunca había mostrado conmigo antes. Todo esto me tenía desconcertada. Una vez que estuve particularmente celosa yo… A lo mejor piensa que no puedo superar mi pena y que estoy histérica. Pero lo que pasó por la tarde…
Le serví más café y la miré animándola a que siguiera.
– Era un miércoles, y los dos nos habíamos tomado el día libre para tener más tiempo el uno para el otro. El día ya empezó mal; no es exactamente que quisiéramos tener más tiempo el uno para el otro, lo que yo quería es que él tuviera más tiempo para mí. Después de comer dijo de repente que tenía que ausentarse durante dos horas para ir al centro de cálculo. Me di perfecta cuenta de que eso no era cierto y me sentí defraudada y rabiosa, y sentí su frialdad y le imaginé con la otra e hice algo que, bien mirado, encuentro miserable. -Se mordió los labios-. Le seguí con el coche. No fue al centro de cálculo, sino que se metió en la Rohrbacher Strasse y ascendió la colina por el Steigerweg. Era fácil seguirle. Iba al cementerio de celebridades. Tuve cuidado en todo momento de mantener entre nosotros una distancia prudente. Cuando llegué al cementerio, él ya había bajado del coche y avanzaba por el camino central, el ancho. ¿Conoce usted el cementerio y ese camino que parece que lleva al cielo? Al final hay un bloque de arenisca casi de la altura de un hombre, parecido a un sarcófago pero apenas tallado. Se dirigió allí. Yo no entendía nada en absoluto y me mantuve oculta tras los árboles. Cuando ya casi había alcanzado el bloque salieron de detrás dos hombres, rápidos y silenciosos, como surgidos de la nada. Peter miraba a uno y a otro; parecía que quería dirigirse a uno de ellos, pero sin saber a quién.
»Entonces todo ocurrió en cuestión de segundos. Peter se volvió a la derecha, el hombre que tenía a la izquierda dio dos pasos, lo cogió por detrás y lo inmovilizó. El sujeto de la derecha empezó a darle puñetazos en el estómago, una vez y otra. Era algo completamente irreal. De algún modo los hombres daban la impresión de no participar en lo que estaban haciendo, y Peter no hacía amago de defenderse. Quizá estaba igual de paralizado que yo. Muy poco después ya había pasado todo. Cuando salí corriendo, el que le había golpeado le cogió las gafas de la nariz, con un movimiento casi cuidadoso, las dejó caer y las pisoteó. Con el mismo sigilo y la misma brusquedad con que había ocurrido todo abandonaron a Peter y volvieron a desaparecer tras el bloque de arenisca. Todavía pude oír cómo corrían por el bosque.
»Cuando llegué a donde estaba Peter, lo encontré desmayado y doblado sobre un costado en el suelo. Entonces yo…, pero ahora ya no importa. Nunca me contó por qué fue al cementerio y por qué le golpearon. Tampoco me preguntó por qué le había seguido.
Los dos callamos. Lo que había contado sonaba a trabajo de profesionales, y entendí por qué dudaba de que la muerte de Peter hubiera sido un accidente.
– No, no creo que sea usted una histérica. ¿Hay algo más que le llamara la atención?
– Pequeñeces, por ejemplo que empezó a fumar otra vez. Y que dejó que se marchitaran sus flores. También debió de estar raro con su amigo Pablo. Me encontré una vez con él en esos días porque ya no sabía qué hacer, y también él estaba preocupado. Me alegra que me crea. Cuando quise contar a la policía lo del cementerio, apenas me escucharon.
– ¿Y ahora quiere que yo realice las investigaciones que la policía ha descuidado?
– Sí. No creo que sea usted barato. Le puedo dar diez mil marcos, y como contrapartida me gustaría tener certidumbres sobre la causa de la muerte de Peter. ¿Necesita un adelanto?
– No, señora Buchendorff. No necesito un adelanto, y de momento tampoco le aseguro que acepte el caso. Lo que puedo hacer es una investigación previa, por así decir. Tengo que hacer las preguntas pertinentes, examinar pistas, y sólo entonces podré decidir si me incorporo realmente al caso. No será muy caro. ¿Le parece bien?
– Bien, así lo haremos, señor Selb.
Tomé nota de algunos nombres, datos y direcciones y le prometí que la tendría al corriente. La acompañé a la puerta. Fuera seguía lloviendo.
3. UN SAN CRISTÓBAL DE PLATA
Mi viejo amigo de la policía de Heidelberg se llama Nägelsbach, y es comisario principal. Está esperando la jubilación; desde que empezó con quince años como ordenanza de la Fiscalía de Heidelberg ha construido con cerillas la catedral de Colonia, la torre Eiffel, el Empire State Building, la Universidad Lomonossov y el castillo de Neuschwanstein, pero la reproducción del Vaticano, que es en realidad su sueño y que, sumada a sus obligaciones policiales, es ya demasiado para él, la ha dejado para cuando esté jubilado. Tengo curiosidad. He seguido con interés la evolución artística de mi amigo. En sus trabajos iniciales todas las cerillas eran algo más cortas. Por entonces su mujer y él cortaban la cabeza de las cerillas con una navaja de afeitar; todavía no sabía que las fábricas también venden fósforos sin cabeza. Con las cerillas de mayor longitud los edificios adquirieron después algo de la elevación del gótico. Puesto que ya no hacía falta que su mujer le ayudara con las cerillas, ella empezó a leerle mientras trabajaba. Comenzó con el primer Libro de Moisés y ahora justamente está con Die Fackel, la revista de Karl Kraus. El comisario principal Nägelsbach es un hombre cultivado.
Le había llamado a primera hora de la mañana, y cuando llegué a las diez a la dirección de la policía me hizo una fotocopia del informe policial.
– Desde que existe la Ley de Protección de Datos aquí ya no hay quien sepa lo que se nos permite hacer. Yo he decidido no saber tampoco lo que no se me permite hacer -dijo, y me dio el informe. Sólo eran unas pocas páginas.
– ¿Sabe quién se hizo cargo del caso?
– Hesseler. He pensado que querría hablar con él. Tiene suerte, está aquí esta mañana, y le he avisado que viene usted.
Hesseler estaba sentado ante una máquina de escribir y tecleaba con dificultad. jamás entenderé por qué no se enseña a los policías a escribir a máquina con corrección. A no ser que se quiera torturar a sospechosos y testigos con el espectáculo del policía tecleando. Es una tortura; el policía maneja la máquina de escribir desvalida y violentamente, y el aspecto que presenta cuando lo hace es de infelicidad y obstinación, al mismo tiempo impotente y decidido a arriesgarlo todo, una mezcla explosiva y alarmante. Y aun cuando eso no le incite forzosamente a uno a hacer una confesión, en cualquier caso le hace desistir de cambiar la que el policía ha confeccionado por cuenta propia, por muchas cosas extrañas que haya introducido.
– Nos ha llamado alguien que pasó por el puente después del accidente. Su nombre está en el informe. Cuando llegamos nosotros el médico acababa de hacer lo propio y ya descendía hacia el automóvil siniestrado. Vio inmediatamente que no había nada que hacer. Nosotros bloqueamos la calle para asegurar la conservación de las huellas. No había mucho que conservar. Estaba la marca de los neumáticos, que muestra que el conductor frenó y dio un volantazo hacia la izquierda al mismo tiempo. No tenemos nada en que apoyarnos para conjeturar por qué lo hizo. Nada indica que hubiera otro vehículo, no hay restos de cristales, ni de pintura, ni ninguna otra marca de frenazo, nada. El accidente es extraño, pero probablemente el conductor perdió el control sobre el vehículo.
– ¿Dónde está el vehículo?
– Lo tiene Beisel, la empresa que retira los coches en estos casos, detrás de la Casa de Dos Colores. El perito lo ha inspeccionado; yo creo que Beisel lo dejará pronto para el desguace. Los costes de estacionamiento son ya superiores a su valor en chatarra.