Le di las gracias. Pasé por el despacho de Nägelsbach para despedirme.
– ¿Conoce Hedda Gabler?-me preguntó.
– ¿Por qué?
– Me apareció citada ayer por la tarde en un texto de Karl Kraus, y no entendí si se arrojó al agua o se pegó un tiro, o ni una cosa ni otra, o si lo hizo en el mar o bajo un emparrado. A veces Karl Kraus escribe de manera realmente complicada.
– Yo sólo sé que es una heroína de Ibsen. Pero haga usted que le lean la pieza cuanto antes. La lectura de Karl Kraus se puede interrumpir sin problema.
– Voy a hablar con mi mujer. Sería la primera vez que interrumpimos una lectura.
Luego fui al taller de Beisel. No estaba él; uno de los trabajadores me mostró lo que quedaba del coche.
– ¿Sabe usted lo que van a hacer con el coche? ¿Es usted pariente?
– Supongo que lo dejarán para el desguace.
Visto desde detrás se hubiera podido pensar que estaba intacto. La capota se plegó hacia atrás por causa del accidente, y luego los de la empresa o el perito la habían subido porque llovía; estaba en buen estado. El lado izquierdo del coche estaba por delante totalmente aplastado y con roturas laterales. El eje y el bloque del motor habían sido desplazados hacia la derecha, el capó se había doblado hasta formar una V, el parabrisas y los reposacabezas se encontraban en el asiento de atrás.
– Ah, para el desguace. Usted mismo pude ver que en el coche ya no queda nada. -Al mismo tiempo echó una mirada tan evidentemente furtiva al equipo de música que me llamó la atención. Estaba por completo intacto.
– No voy a llevarme el equipo, desde luego. Pero ¿podría ver yo ahora el coche a solas? -Le pasé diez marcos discretamente y me dejó solo.
Volví a dar una vuelta en torno al coche. Curiosamente, en el faro derecho Mischkey había pegado una cruz con cinta adhesiva negra. De nuevo me fascinó la parte derecha, que daba la impresión de estar casi en perfecto estado. Cuando miré con cuidado descubrí las manchas. No eran fáciles de ver sobre la pintura color verde botella, tampoco eran muchas. Pero parecían de sangre, y me pregunté cómo habían llegado allí. ¿Habían sacado a Mischkey del coche por ese lado? Además, ¿había sangrado realmente Mischkey? ¿Se había cortado alguien durante la operación de socorro? Quizá eso carecía de importancia, pero entonces me interesó saber si era sangre, así que raspé un poco de pintura con mi navaja del ejército suizo en la parte donde estaban las manchas, y la guardé en un pequeño envase de película vacío. Philipp encargaría el análisis de la muestra.
Abrí la capota y miré al interior. En el asiento del conductor no encontré sangre. Las bolsas de las puertas estaban vacías. En la guantera había un San Cristóbal de plata pegado. Lo arranqué, quizá la señora Buchendorff lo quisiera, aunque hubiera fallado con Mischkey. El radiocasete me recordó el domingo en que seguí a Mischkey desde Heidelberg a Mannheim. Todavía había dentro una cinta, que saqué y me metí en el bolsillo.
De mecánica de coches no entiendo mucho. Así que renuncié a arrastrarme bajo los hierros retorcidos. Lo que había visto me bastaba para hacerme una idea de la colisión del coche contra la valla y su caída a la vía. Saqué del bolsillo del abrigo mi pequeña cámara Rollei e hice algunas fotos. En el informe que me había dado Nägelsbach había fotos, pero en las copias no se podía reconocer gran cosa.
4. SUDÉ SOLO
De vuelta a Mannheim, lo primero que hice fue dirigirme al hospital municipal. Encontré el despacho de Philipp, llamé y entré. Lo pillé metiendo el cenicero con un cigarrillo humeante en el cajón de la mesa.
– Ah, eres tú. -Se sintió aliviado-. He prometido a la enfermera jefe no fumar más. ¿Qué te trae por aquí?
– Quisiera pedirte un favor.
– Pídemelo mientras tomamos un café, nos vamos a la cantina.
Mientras caminaba apresurado delante de mí, con su bata blanca agitándose, haciendo observaciones pícaras a todas las enfermeras guapas parecía Peter Alexander en el papel del conde Danilo. En la cantina me cuchicheó algo sobre la enfermera rubia que estaba tres mesas más allá. Ella lanzó una mirada hacia nosotros, la mirada de un tiburón de ojos azules. Me gusta Philipp, pero si un día se lo come uno de esos tiburones, se lo habrá merecido.
Saqué el envase de película del bolsillo y lo puse ante él.
– Es evidente que puedo hacer que te revelen una película en nuestro laboratorio de radiología. Pero que empieces a hacer fotos que no te atreves a llevar a la tienda para su revelado…, no, Gerd, eso me tira para atrás.
Philipp sólo tenía una cosa en la cabeza. ¿También yo era así cuando me acercaba a la sesentena? Me puse a pensar. Tras los insípidos años de matrimonio con Klara, había vivido los primeros tiempos de mi viudez como una segunda primavera. Pero una segunda primavera llena de romanticismo…, el estilo de vividor de Philipp me era ajeno.
– Falso, Philipp. En el envase hay un poco de pintura en polvo con algo más, y tengo que saber si es sangre, y a ser posible de qué grupo. Y no procede de una desfloración sobre el capó de mi coche, como ya estarás pensando, sino de un caso en el que estoy trabajando.
– Una cosa no excluye la otra. Pero, sea como sea, yo lo encargo. ¿Tienes prisa? ¿Quieres esperar el resultado?
– No, te llamo mañana. Por lo demás, ¿cuándo vamos a tomar un vino?
Nos citamos para el sábado por la tarde en las Badische Weinstuben. Cuando salíamos juntos de la cantina echó a correr de pronto. Una auxiliar de enfermería oriental había entrado en el ascensor. También él consiguió entrar antes de que la puerta se cerrara.
En la oficina hice lo que tenía que haber hecho ya hacía tiempo. Llamé al despacho de Firner, cambié algunas palabras con la señora Buchendorff y le pedí que me pusiera con Firner.
– Se le saluda, señor Selb, ¿qué se le ofrece?
– Me gustaría agradecerle la cesta que me estaba esperando a mi vuelta de las vacaciones.
– Ah, estuvo usted de vacaciones. ¿Y adónde fue?
Le hablé del Egeo, del yate, y que había visto en El Pireo un barco lleno de contenedores de la RCW Siendo estudiante él había recorrido el Peloponeso con la mochila a la espalda y en la actualidad de vez en cuando iba a Grecia por cuestiones de la empresa.
– Vamos a sellar la Acrópolis contra la erosión, un proyecto de la UNESCO.
– Dígame, señor Firner, ¿cómo acabó mi caso?
– Seguimos su consejo y desconectamos el registro de datos de emisión de nuestro sistema. Lo hicimos inmediatamente después de recibir su informe y desde entonces no hemos vuelto a tener ninguna dificultad.
– ¿Y qué hicieron ustedes con Mischkey?
– Hace algunas semanas estuvo aquí durante todo un día y tenía muchas cosas que decir sobre las relaciones entre sistemas, los puntos de infiltración y las posibilidades de adoptar medidas de seguridad. Un hombre inteligente.
– ¿No hicieron intervenir ustedes a la policía?
– Al final no nos pareció oportuno. De la policía las cosas pasan a los periódicos, y nosotros preferimos evitar ese tipo de publicidad.
– ¿Y los daños?
– También pensamos sobre eso. Por si le interesa: algunos señores de aquí encontraban al principio intolerable dejar que Mischkey se fuera sin más después de estimar los daños que causó en torno a los cinco millones de marcos. Pero por suerte al fin se impuso la razón económica frente al punto de vista jurídico. También contra las consideraciones jurídicas de Oelmüller y Ostenteich, que querían llevar el caso Mischkey ante el Tribunal Constitucional Federal. No era ninguna tontería; con este caso se demostrarían ante ese tribunal los peligros a que están expuestas las empresas con la nueva regulación de emisiones. Pero también esto hubiera supuesto publicidad indeseada. Además, desde el Ministerio de Economía nos llegaron informaciones procedentes de Karlsruhe [11] en el sentido de que ya no sería necesario otro informe por nuestra parte.