– Así que a buen fin no hay mal comienzo.
– Eso me suena un poco cínico después de haber sabido que Mischkey fue víctima de un accidente automovilístico. Pero tiene usted razón, para la empresa el asunto, a fin de cuentas, ha tenido un buen final. ¿Le veremos por aquí otra vez? No sabía que el general y usted fueran amigos tan antiguos, lo contó él no hace mucho una tarde que pasamos mi mujer y yo en su casa. ¿Conoce usted su casa en la Ludolf-Krehl -Strasse?
Conocía la casa de Korten en Heidelberg, una de las primeras que se construyeron a finales de la década de los cincuenta también con criterios de protección de personas y de bienes. Todavía me acuerdo de cómo Korten me enseñó con orgullo una tarde el pequeño teleférico que une la casa, situada en una pendiente muy por encima de la calle, con la puerta de entrada. «En el caso de que la corriente falle, funciona con mi equipo electrógeno de emergencia.»
Firner y yo nos despedimos con algunas fórmulas de cortesía. Eran las cuatro, demasiado tarde para recuperar el almuerzo desatendido, demasiado pronto para cenar. Fui a las instalaciones deportivas Herschel.
La sauna estaba vacía. Sudé solo, nadé solo bajo la elevada cúpula de mosaicos bizantinos, me encontré solo en el baño de vapor romano-irlandés y en la terraza superior. Envuelto en la gran sábana blanca me quedé dormido en mi tumbona de la sala de reposo. Philipp iba con patines por los largos corredores del hospital. Las columnas por las que pasaba de largo eran piernas bien formadas de mujeres. A veces se movían. Philipp las esquivaba con una sonrisa en el rostro. Yo me reía con él. De pronto vi que era un grito lo que desencajaba su rostro. Me desperté y pensé en Mischkey.
5. OH, DIOS, QUÉ ES ESO DE SER BUENO
El propietario del Café O ha expresado su personalidad con una decoración que une todo lo que estaba de moda a finales de los setenta, desde las lámparas de imitación fin-de-siécle hasta las mesitas de bistró con sus tableros de mármol, pasando por el exprimidor manual para el zumo de naranja. No quisiera conocerle.
A la señora Mügler, la bailarina, la reconocí por su cabello negro, severamente peinado hacia atrás y rematado en una pequeña cola de caballo, por su huesuda feminidad y su mirada su¡ géneris. Hasta donde quería parecerse a Pina Busch, lo había conseguido. Estaba sentada junto a la ventana y bebía un zumo de naranja exprimido a mano.
– Selb. Hablamos por teléfono ayer. -Me miró con las cejas alzadas y asintió de modo apenas perceptible. Me senté junto a ella-. Muy amable por su parte dedicarme su tiempo. Mi aseguradora todavía tiene algunas preguntas sobre el caso Mencke que quizá sus colegas puedan contestar.
– ¿Por qué precisamente yo? No conozco especialmente bien a Sergej, ni llevo mucho tiempo aquí en Mannheim.
– Sencillamente, es usted la primera que ha vuelto de las vacaciones. Dígame, ¿daba el señor Mencke en las últimas semanas antes del accidente la impresión de estar especialmente agotado, nervioso? Estamos buscando una explicación a su extraño accidente.
Pedí un café, ella tomó otro zumo de naranja.
– Ya le he dicho que no le conozco bien.
– ¿Le llamó algo la atención?
– Estaba muy silencioso, a veces parecía agobiado, pero ¡tanto como llamar la atención! A lo mejor es siempre así, después de todo sólo llevo aquí medio año.
– ¿Sabe usted quién le conoce particularmente bien del ballet de Mannheim?
– Hanne tuvo una vez una relación más estrecha con él, hasta donde yo sé. Y anda mucho con Joschka, creo. Quizá ellos puedan ayudarle.
– ¿Era el señor Mencke un buen bailarín?
– Oh, Dios, qué es eso de ser bueno. No era un Nuréiev, pero yo tampoco soy la Bausch. ¿Es usted bueno?
No soy Pinkerton, hubiera podido decir. No soy Gerling, hubiera cuadrado mejor con mi papel. Pero ¿es posible hacer alardes con esas cosas?
– Nunca encontrará otro agente de seguros como yo. ¿Puede darme los apellidos de Hanne y de Joschka?
Hubiera podido ahorrarme la pregunta. No llevaba mucho tiempo aquí, claro, «y en el teatro nos tuteamos todos. ¿Cuál es su nombre de pila?»
– Hieronymus. Mis amigos me llaman Ronnie.
– No quería saber cómo le llaman sus amigos. Yo creo que los nombres de pila han de tener algo que ver con la personalidad.
Me hubiera gustado marcharme gritando. En lugar de ello le di las gracias, pagué en la barra y me fui sin hacer ruido.
6. ESTÉTICA Y MORAL
A la mañana siguiente llamé a la señora Buchendorff.
– Me gustaría ver el apartamento y las cosas de Mischkey. ¿Puede usted arreglarlo para que yo pueda entrar?
– Vamos juntos a la salida de la oficina. ¿Le recojo a las tres y media?
La señora Buchendorff y yo fuimos a Heidelberg pasando por los pueblecitos. Era viernes, la gente salía pronto del trabajo y preparaba casa, patio, jardín, coche e incluso la acera para el fin de semana. El otoño estaba en el aire. Yo sentía venir mi reuma y hubiera preferido poner la capota, pero no quería parecer viejo y no dije nada. En Wieblingen pensé en el puente de ferrocarril que está camino de Eppelheim. Iría allí otro día. Ahora, con la señora Buchendorff, el rodeo me parecía menos adecuado.
– Por ahí se va a Eppelheim. -Señaló hacia la derecha, tras la pequeña iglesia-. Tengo la sensación de que debería visitar el lugar otra vez, pero todavía no lo he conseguido.
Dejó el coche en el aparcamiento del Kornmarkt.
– He avisado que venía. Peter compartía el apartamento con un conocido que trabaja en la Escuela Técnica Superior de Darmstadt. La verdad es que tengo una llave, pero no quería irrumpir así, sin más.
No le llamó la atención que yo conociera el camino del apartamento de Mischkey. No intenté disimular. Cuando llamamos no abrió nadie, y la señora Buchendorff abrió con su llave. El aire fresco del sótano subía hasta el pasillo.
– El sótano que hay bajo la casa está dos niveles por debajo del suelo en la roca.
El suelo era de gres. En la pared, con azulejos que reproducían vistas de Delft, había bicicletas apoyadas. Todos los buzones habían sido ya forzados por lo menos una vez. Los cristales policromos de las ventanas permitían tan sólo el paso de escasa luz sobre los desgastados peldaños de la escalera.
– ¿Cuántos años tiene la casa? -pregunté mientras bajábamos al segundo piso.
– Un par de siglos. A Peter le gustaba mucho. Vivió aquí ya de estudiante.
La parte de la casa que correspondía a Mischkey constaba de dos habitaciones grandes y comunicadas.
– No tiene por qué quedarse aquí, señora Buchendorff, mientras yo echo un vistazo. Nos podemos encontrar después en el café.
– Gracias, no hace falta. Sabe usted lo que busca?
– Hm.
Intenté orientarme. La habitación exterior era la de trabajo, con una gran mesa junto a la ventana, un piano y estanterías en las demás paredes. En los estantes, archivadores y montones de hojas de impresora. A través de la ventana vi los tejados de la parte vieja de la ciudad y el Heiligenberg. En la segunda habitación estaba la cama, con una colcha de patchwork, tres sillones de la época de las mesas con forma de riñón, una de estas mesas, un armario, televisor y equipo musical. Desde la ventana vi a lo alto y hacia la izquierda el castillo, a la derecha la columna publicitaria tras la que yo me había escondido semanas antes.
– ¿No tenía ordenador? -pregunté asombrado.
– No. Tenía todo tipo de archivos privados en las instalaciones del RZZ.