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– ¿Puedo llamar por teléfono? -grité, puesto que ella estaba en la cocina.

– Adelante. El teléfono está en el cajón de arriba de la cómoda.

Abrí el cajón y marqué el número de Philipp. Tuve que dejarlo sonar ocho veces hasta que descolgó.

– ¿Dígame? -Su voz sonaba untuosa.

– Philipp, soy Gerhard. Espero molestar.

– Exactamente, singular fisgón, sí, singular. Sí, era sangre, grupo O, Rh negativo; una sangre de todos los días, por así decir, la muestra tiene entre dos y tres semanas. ¿Algo más? Disculpa, aquí están reclamando toda mi atención. Tú la has visto, ayer, la pequeña indonesia del ascensor. Ha traído a su amiga. Piénsatelo.

Brigitte había entrado en la habitación con la botella y dos vasos, había servido y me había pasado uno de ellos. Yo le había dado el auricular supletorio, y me miró divertida con las últimas frases de Philipp.

– ¿Conoces a alguien de Medicina Forense en Heidelberg, Philipp?

– No, ella no trabaja en Medicina Forense. En McDonald's, en las Planken, es donde trabaja. ¿Por qué?

– No me interesa el grupo sanguíneo de Big Mac, sino el de Peter Mischkey, que fue analizado por los de Medicina Forense de Heidelberg. Y quisiera saber si lo puedes conseguir. Por eso.

– Pero supongo que no tiene que ser ahora. Pásate por aquí, mejor, hablamos de ello mañana en el desayuno. Pero tráete una contigo. No voy a hacer yo todo el trabajo para que luego a ti te caigan en las manos.

– ¿Tiene que ser una asiática?

Brigitte se rió. Yo la rodeé con el brazo. Ella se estrechó melosa contra mí.

– No, esto es como el burdel de Mombasa, todas las razas, todas las clases, todos los colores, todos los artículos. Y si de verdad vienes, tráete también algo para beber.

Colgó. Yo rodeé a Brigitte también con el otro brazo. Todavía en mis brazos, se echó para atrás y me miró.

– ¿Y ahora?

– Ahora llevamos la botella y los vasos y los cigarrillos y la música con nosotros al dormitorio y nos tumbamos en la cama.

Me dio un pequeño beso y me dijo con voz pudorosa:

– Ve tú, yo voy enseguida.

Fue al baño. Entre sus discos encontré uno de George Winston, lo puse, dejé abierta la puerta del dormitorio, encendí la lámpara de la mesita de noche, me desnudé y me tumbé en la cama. Me sentía un poco molesto. La cama era amplia y olía a fresco. Si esa noche no dormíamos bien, era culpa nuestra.

Brigitte entró en el dormitorio, desnuda, sólo con el pendiente en el lóbulo de la oreja derecha y el esparadrapo en el de la izquierda. Silbaba al compás la música de George Winston. Era un poco pesada de caderas, tenía pechos que, por su dimensión y con la mejor voluntad, no podían menos de caer ligeramente, hombros amplios y unas clavículas salientes que le conferían algo de vulnerabilidad. Se deslizó en la cama, hasta el hueco de mis brazos.

– ¿Qué tienes en la oreja? -pregunté.

– Ah -rió confundida-, peinándome me arranqué como quien dice el pendiente. No me ha hecho daño, sólo que he sangrado como una cerda. Pasado mañana tengo hora con el cirujano. Va a alisar el desgarrón cortando y luego lo compone otra vez.

– ¿Puedo quitarte el otro pendiente? Porque, si no, tendré miedo de arrancártelo.

– ¿Tan apasionado eres? -Ella misma se lo quitó-. Ven, Gerhard, déjame que te quite el reloj. -Era hermosa la forma como se inclinó sobre mí y palpaba mi antebrazo. Tiré de ella hacia abajo, hacia mí. Su piel era suave y perfumada-. Tengo sueño -dijo con voz de somnolencia-. ¿Me cuentas una historia para dormir?

Me sentía bien.

– Había una vez un pequeño cuervo. Tenía, como todos los cuervos, una madre. -Me desplazó al lado con los codos-. La madre era negra y guapa. Era tan negra que los demás cuervos frente a ella eran grises, y era tan guapa que todos los demás frente a ella eran feos. Ella misma no sabía eso. Su hijo, el pequeño cuervo, lo veía y lo sabía bien. Sabía además muchas otras cosas: que negro y guapo es mejor que gris y feo, que los cuervos padres son tan buenos y tan malos como los cuervos madres, que se puede estar indebidamente en el lugar debido y debidamente en el indebido. Un día, después de la escuela, el pequeño cuervo se extravió volando. Desde luego se dijo que a él no le podía pasar nada: en una dirección tendría que dar en algún momento con su padre y en la otra en algún momento con su madre. A pesar de ello tenía miedo. Por debajo de él vio un país amplio, amplio, con pueblecitos pequeños y grandes lagos brillantes. Para verlo era divertido, pero a él le resultaba espantosamente desconocido. Y voló, voló, voló… -La respiración de Brigitte se había hecho regular. Se acomodó de nuevo entre mis brazos y con la boca ligeramente abierta empezó a roncar. Saqué cuidadosamente el brazo de debajo de su cabeza y apagué la luz. Ella se volvió de lado. Yo también, así que estábamos como las cucharillas en el estuche de los cubiertos.

Cuando desperté eran las siete pasadas, y ella dormía todavía. Salí furtivamente del dormitorio, cerré la puerta detrás de mí, busqué y encontré la cafetera, la puse en marcha, me puse la camisa y el pantalón, cogí el llavero de Brigitte de la cómoda y compré cruasanes en la Lange Rötterstrasse. Volví a la cama con la bandeja, el café y los cruasanes antes de que despertara.

Fue un hermoso desayuno. Y tras ello también fue hermoso encontrarse de nuevo juntos bajo la manta. Luego ella tuvo que atender a sus pacientes de la mañana del sábado. Quise dejarla en su consulta de masajista del Collini-Center, pero ella prefirió ir a pie. No quedamos para otro día. Pero cuando nos abrazamos delante del portal de la casa nos costó separarnos.

9. LARGO TIEMPO PERPLEJO

Hacía ya mucho tiempo que no había pasado la noche con una mujer. El regreso a la propia casa es, entonces, como el regreso a la propia ciudad después de las vacaciones. Un corto estado de suspensión antes de que la normalidad le coja a uno de nuevo.

Me preparé un té para el reuma, puramente preventivo, y volví a enfrascarme en el archivador de Mischkey. Primero de todo el artículo de periódico fotocopiado que estaba en el escritorio de Mischkey y que yo había metido en el archivador. Leí el correspondiente artículo del volumen de conmemoración, que llevaba el título «Los doce años oscuros». Trataba sólo sucintamente del trabajo forzado de químicos judíos. Sí, los hubo, pero además de los químicos judíos también la RCW padeció por esa situación impuesta. Al contrario que en otras grandes empresas alemanas, los trabajadores forzados fueron generosamente indemnizados nada más acabar la guerra. Haciendo referencia a Sudáfrica, el autor exponía que a la empresa industrial moderna le es sustancialmente ajeno cualquier estado de cosas que implique relaciones de empleo coactivas. Además, siempre según el artículo, con el empleo en la fábrica se consiguió aminorar lo que hubieran sido los padecimientos en los campos de concentración; la cuota de supervivencia de los trabajadores forzados de la RCW fue demostradamente superior a la de la población media de los campos de concentración. El autor trataba por extenso la participación de la RCW en la resistencia, recordaba a los trabajadores comunistas condenados y describía detenidamente el proceso contra el que luego sería director general Tyberg y su antiguo colaborador Dohmke.

El proceso me vino otra vez a la memoria. Yo instruí la causa entonces, la acusación estaba representada por mi jefe, el procurador general Södelknecht. Los dos químicos de la RCW habían sido condenados a muerte por sabotaje y una infracción de las leyes raciales que ya no recordaba. Tyberg consiguió escapar; Dohmke fue ejecutado. Todo ello tuvo que ser a finales de 1943 o comienzos de 1944. A principio de los cincuenta Tyberg regresó de los Estados Unidos, donde había conseguido un éxito muy rápido con su propia empresa química, entró de nuevo en la RCW y poco después fue nombrado su director general.