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Gran parte del artículo estaba dedicado al incendio de marzo de 1978. La prensa había estimado los daños en cuarenta millones de marcos, no mencionaba muertos ni heridos y había reproducido declaraciones de la RCW según las cuales el veneno liberado por la combustión de los pesticidas era absolutamente inofensivo para el organismo humano. Me fascinan esos juicios de la industria química: un determinado veneno destruye a la cucaracha, que, según todos los indicios, sobrevivirá al holocausto atómico, y para nosotros, seres humanos, no es más perjudicial que el humo de una barbacoa de carbón vegetal. En el Stadtstreicher se podía encontrar sobre esto una documentación del grupo Los Verdes Clorhídricos de acuerdo con la cual en el incendio se habían liberado ácidos como los de Seveso: TCDD, hexaclorofeno y tricloretileno. Múltiples obreros heridos habrían sido conducidos al sanatorio que la propia empresa posee en el Luberon en una operación ejecutada al amparo de la noche. Luego había una serie de copias y recortes sobre participaciones de capital de la RCW y sobre una reclamación de la Oficina Federal Antimonopolio que al final no tuvo éxito. Se refería al papel de la empresa en el mercado de los fármacos.

Permanecí largo tiempo perplejo ante las hojas de impresora. Encontré datos, nombres, números, curvas y abreviaturas para mí incomprensibles como BAS, BOE y HST. ¿Eran éstas las copias de los archivos que Mischkey tenía muy privadamente en el RRZ? Tenía que hablar con Gremlich.

A las once empecé a llamar a los números que se hallaban en las contestaciones al anuncio de Mischkey. Yo era el profesor Selk, de la Universidad de Hamburgo, que quería retomar los contactos que había establecido su colega para el proyecto de investigación histórico-social e histórico-económico. Mis interlocutores se mostraron desconcertados, puesto que mi colega les había dicho que sus testimonios verbales no aportaban nada al proyecto de investigación. Yo estaba irritado; una llamada tras otra con el mismo resultado. En todo caso, en algunos casos me enteré de que Mischkey no concedía ningún valor a sus declaraciones porque habían empezado a trabajar en la RCW sólo después de 1945. Estaban enojados porque mi colega les podía haber evitado las molestias de la carta con una indicación del fin de la guerra como fecha tope.

– Se hablaba de reembolso de gastos, ¿nos va a dar nuestro dinero ahora?

En cuanto colgué, sonó el teléfono.

– Desde luego nunca hay forma de comunicar contigo. ¿Con qué mujer has estado hablando tanto tiempo? -Babs quería asegurarse de que no había olvidado el concierto de la tarde, al que habíamos planeado juntos-. Llevaré conmigo a Röschen y Georg. Les gustó tanto Diva que no quieren perderse a Wilhelmenia Fernández.

Naturalmente que lo había olvidado. Y una circunvolución de mi cerebro había estado divagando durante el estudio del archivador y le había dado vueltas a la cuestión de una organización de la tarde que incluyera a Brigitte. ¿Habría todavía entradas?

– ¿A las ocho menos cuarto en el Rosengarten? A lo mejor va alguien conmigo.

– Así que estabas hablando con una mujer. ¿Es guapa?

– A mí me gusta.

Fue sólo para completar las cosas por lo que escribí a Vera Müller, que vive en San Francisco. No había nada sobre lo que pudiera hacerle preguntas precisas. Quizá Mischkey se las hubiera hecho, mi carta intentaba averiguar precisamente aquello. La cogí y fui al edificio principal de correos de la Paradeplatz. De camino a casa compré cinco docenas de caracoles para después del concierto. Para Turbo compré hígado fresco; tenía mala conciencia porque la víspera le había dejado solo.

De nuevo en casa quise prepararme un sándwich de sardinas, cebollas y aceitunas. La señora Buchendorff no me dejó. Antes de comer había tenido que escribir todavía en la fábrica algo para Firner, de camino a casa había pasado por la cervecería Traber y estaba completamente segura de haber reconocido a uno de los matones del cementerio.

– Estoy en la cabina telefónica de enfrente. Todavía no ha salido del local, creo. ¿Puede usted venir ahora mismo? Si el tipo coge el coche, le seguiré. Si no estoy aquí cuando llegue, váyase a casa. Yo le llamaré después -se le quebró la voz-, cuando pueda.

– Dios mío, criatura, no hagas tonterías. Basta con que anotes la matrícula. Voy inmediatamente.

10. ES EL CUMPLEAÑOS DE FRED

Por poco arrollé a la señora Weiland en la escalera, y cuando arranqué el coche casi me llevo por delante al señor Weiland. Pasé por la estación y el puente Konrad Adenauer, dejando atrás peatones que palidecían y semáforos que enrojecían. Cuando, cinco minutos después, estaba delante de la cervecería Traber, el coche de la señora Buchendorff todavía se encontraba enfrente, en zona de aparcamiento prohibido. De ella misma no había ni rastro. Salí del coche y fui a la taberna. Una barra, dos o tres mesas, una máquina de discos y flippers, unos diez clientes y la propietaria. La señora Buchendorff tenía un vaso de cerveza Pils en una mano y una albóndiga en la otra. Me instalé junto a ella en la barra.

– Hola, Judith. ¿Otra vez por este barrio?

– Hola, Gerhard. ¿Quieres tú también una Pils?

Con la Pils pedí dos albóndigas.

– Las albóndigas las hace la madre de la jefa -dijo el tipo del otro lado.

Judith me presentó:

– Éste es Fred. Un vienés auténtico. Tiene algo que celebrar, dice. Fred, éste es Gerhard.

Había celebrado ya abundantemente. Con la deteriorada ligereza del borracho se movió hacia la máquina de discos, para elegir los discos se acodó como si no pasara nada, y cuando regresó se puso entre Judith y yo.

– La jefa, Silvia, es también austriaca. Por eso lo que más me gusta es celebrar mi cumpleaños en su local. Y mira, aquí tengo mi regalo de cumpleaños. -Palmeó suavemente y con la mano abierta a Judith en el trasero.

– ¿A qué te dedicas, Fred?

– Mármol y vino tinto, importación y exportación, ¿Y tú?

– En el ámbito de la seguridad, protección de objetos y personas, guardaespaldas, vigilancia con perros y esas cosas. Podría necesitar a un tío estupendo como tú. Pero tendrías que frenar con el alcohol.

– Vaya, vaya, seguridad. -Dejó el vaso-. Francamente, no hay nada más seguro que un buen culo, ¿eh, tesoro? -También la mano que había dejado el vaso se dirigió a las nalgas de la señora Buchendorff, al trasero de Judith.

Ella se volvió, golpeó con todas sus fuerzas a Fred en los dedos y le miró pícaramente. Le hizo daño, él apartó las manos, pero no se enfadó con ella.

– ¿Y qué haces aquí con la seguridad?

– Busco gente para un trabajo. Aquí hay buena pasta, para mí, para la gente que encuentre y para el cliente para quien busco la gente.

El rostro de Fred mostró interés. Quizá porque en ese momento sus manos no tenían permiso para hacer nada en el trasero de Judith, una de ellas me tocó el pecho con un índice hinchado.

– ¿Eso no te va un poco grande, abuelito?

Le agarré la mano y se la apreté hacia abajo al tiempo que le torcía el dedo índice. Simultáneamente le miraba a los ojos con candidez.

– ¿Cuántos años cumples, Fred? ¿Serás tú el que necesito? No importa, ven, te invito a una copa.

El rostro de Fred se había contraído por el dolor. Cuando le solté vaciló un momento. ¿Debía arremeter contra mí o beber conmigo una Pils? Entonces su mirada se dirigió a Judith, y supe que pasaría a continuación.

Su «Bien, vamos a beber otra Pils» fue el anuncio del golpe que me alcanzó en el lado izquierdo del pecho. Pero yo ya golpeaba con la rodilla entre sus piernas. Se retorció, con las manos en los testículos. Cuando se incorporó mi puño derecho le alcanzó con todas las fuerzas en la nariz. Alzó las manos para protegerse la cara, pero las bajó de nuevo y contempló incrédulo la sangre en sus manos. Cogí su vaso y lo vacié en su cabeza.