– Salud, Fred.
Judith se había hecho a un lado, los demás clientes se mantenían al fondo. Sólo la propietaria participaba en primera línea de la lucha.
– Fuera, si queréis armar follón os vais fuera -dijo, y se dispuso a empujarme en dirección a la puerta.
– Pero, queridísima mía, ¿no ha visto que andamos los dos de broma? Nos llevamos bien, ¿verdad, Fred? -Fred se limpiaba la sangre de los labios.
Asintió con la cabeza y buscó con la mirada a Judith. La propietaria se había convencido con una rápida mirada por la taberna de que el orden y la tranquilidad se habían restablecido.
– Vale, entonces os invito a una copita -dijo, apaciguadora. Sabía llevar su local.
Mientras ella trajinaba detrás de la barra y Fred se escurría hacia los servicios, Judith se me acercó. Me miró preocupada.
– Era de los del cementerio. ¿Estás bien? -Hablaba en voz baja.
– La verdad es que me ha roto todas las costillas, pero si en adelante me llama simplemente Gerd, saldré de ésta -contesté-. Yo también te llamaré Judith sin más.
Sonrió.
– Me parece que te aprovechas de la situación, pero no te lo tendré en cuenta. Acabo de imaginarte con gabardina.
– ¿Y?
– No la necesitas -dijo.
Fred volvió de los servicios. Allí, ante el espejo, había dado a su rostro una expresión contrita e incluso se disculpó.
– Para tu edad no estás mal. Siento haber estado grosero. Sabes, en el fondo no es sencillo hacerse mayor así, sin familia, y el día de mi cumpleaños lo veo siempre muy claro.
Detrás de la amabilidad de Fred ardían secretamente la malicia y el encanto desconsolado del proxeneta vienés.
– A veces se me cruzan los cables, Fred. Lo de la cerveza no era necesario. La cosa ya no tiene remedio -todavía tenía el cabello mojado y pegado-, pero, bueno, no sigas enfadado conmigo. Sólo me pongo bruto cuando se trata de mujeres.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Judith abriendo inocentemente los ojos.
– Primero llevamos a Fred, y luego te llevo a ti a casa -decidí yo.
La propietaria vino en mi ayuda.
– Bien, Fred, que te lleven a casa. El coche lo puedes recoger mañana temprano. Coges un taxi.
Cargamos a Fred en mi coche. Judith nos siguió. Fred dijo que vivía en Jungbusch, «en la Werfstrasse, justo al lado de la antigua comisaría de policía, ¿sabes?», y quería que le dejara allí, en la esquina. A mí me era igual donde no viviera. Atravesamos el puente.
– En toda esa historia tuya, ¿hay algo para mí? También he hecho cosas de seguridad, hasta para una empresa importante de aquí -dijo.
– Podemos hablar de eso en otra ocasión. Si te interesa yo te cojo con mucho gusto. Llámame. -Saqué como pude una tarjeta de visita de la cartera, una auténtica, y se la di. Lo dejé en la esquina, y con paso vacilante puso rumbo a la taberna más próxima. Tenía todavía en el retrovisor el coche de Judith.
Tomé el Ring y doblé por el Depósito de Agua hacia el parque Augusta. Esperaba que detrás del Teatro Nacional me haría señales con las luces para despedirse y luego no la vería más. Pero me siguió por la Richard-Wagner -Strasse hasta la puerta de mi casa y esperó con el motor en marcha a que yo aparcara.
Salí del coche, lo cerré y me dirigí al suyo. Eran sólo siete pasos, y en ellos puse todo lo que había cultivado de deliberada virilidad en mi segunda primavera. Me incliné hacia su ventanilla, sin temor a los costes reumáticos, y con la mano izquierda señalé el sitio libre para aparcar más cercano.
– Subes a tomar un té, ¿no?
11. GRACIAS POR EL TÉ
Mientras yo preparaba el té Judith caminaba de un lado a otro por la cocina fumando. Todavía estaba muy excitada.
– Menudo hombrecito -decía-, menudo hombrecito. Y el miedo que me metió, aquella vez en el cementerio.
– Entonces no estaba solo. Y, ¿sabes?, si hubiera dejado que se acalorara también yo habría tenido miedo. En su vida ya habrá machacado a golpes a más de uno.
Llevamos el té a la sala de estar. Pensé en el desayuno con Brigitte y me sentí contento de no haber dejado la vajilla por fregar en la cocina.
– Todavía no sé si puedo hacerme cargo de tu caso. Pero reflexiona de nuevo si de verdad quieres que me haga cargo de él. Ya hice mis pesquisas una vez en el asunto Peter Mischkey, y contra él. Probé que en cierta forma se había introducido en el sistema informático de la RCW -Le conté todo. No me interrumpió. Su mirada estaba llena de dolor y reproche-. No puedo admitir el reproche que hay en tu mirada. Hice mi trabajo, y en ocasiones forma parte de ello utilizar a otros, comprometerlos, probar su culpabilidad, aunque me resulten simpáticos.
– Y entonces, ¿a qué viene la gran confesión? De algún modo parece que quieras mi absolución.
Hablé a su rostro herido, que me rechazaba.
– Eres mi cliente, y entre mis clientes y yo me gusta que las relaciones sean claras. Por qué no te conté enseguida la historia, te estarás preguntando. He…
– Desde luego que me lo estoy preguntando. Pero en realidad no quiero oír para nada las cosas llanas, cobardes y falsas que puedas decir ahora. Gracias por el té. -Cogió su bolso y se levantó-. ¿Qué le debo por sus servicios? Envíeme la factura.
También yo me levanté. Cuando quiso abrir la puerta en el pasillo le retiré la mano del picaporte.
– Me importas mucho. Y tu interés por lograr claridad sobre Mischkey todavía no está satisfecho. No te vayas así.
Mientras hablaba había dejado su mano en la mía. Luego la retiró y se fue sin decir palabra.
Cerré con llave la puerta de la casa. Cogí el tarro de las aceitunas del frigorífico y me senté en el balcón. El sol brillaba, y Turbo, que había estado merodeando por los tejados, se enroscó ronroneando en mi regazo. Era sólo por las aceitunas, le di algunas. Por un lado oí cómo Judith ponía en marcha el Alfa. El motor lanzó un rugido y se calló. ¿Iba a volver? Al cabo de unos segundos lo puso de nuevo en marcha y se fue.
Conseguí no pensar si me había portado correctamente, y disfruté de cada aceituna. Eran griegas, negras, las que saben a almizcle, humo y tierra pesada.
Después de estar una hora en el balcón fui a la cocina e hice una mantequilla de hierbas para los caracoles de después del concierto. Eran las cinco, llamé a Brigitte y dejé que el teléfono sonara diez veces. Mientras me planchaba la camisa escuché a la Wally y deseé que llegara el momento de ver a Wilhelmenia Fernández. Fui a la bodega por algunas botellas de Riesling alsaciano y las puse en la nevera.
12. LA LIEBRE Y EL ERIZO
El concierto fue en la sala Mozart. Nuestras localidades estaban en la sexta fila, en el lado izquierdo, de forma que el director no nos impedía ver a la cantante. Al sentarme lancé una amplia mirada en torno. Un público agradablemente mezclado, desde señoras y caballeros de edad hasta niños a los que más bien se les habría supuesto en un concierto de rock. Babs, Röschen y Georg vinieron con un ánimo por completo estúpido; madre e hija juntaban constantemente las cabezas y reían con disimulo, Georg sacaba pecho y se pavoneaba. Me senté entre Babs y Röschen, a una le acariciaba la rodilla izquierda y a la otra la derecha.
– Yo pensaba que te ibas a traer tú mismo una mujer para acariciarla, tío Gerd. -Röschen cogió mi mano con las puntas de los dedos y la dejó caer lejos de su rodilla.
Llevaba unos guantes negros de encaje que dejaban libres los dedos. El gesto fue aniquilador.
– Ah, Röschen, Röschen, cuando una vez, siendo tú muy pequeña, te salvé de los indios sujetándote con mi brazo izquierdo, el Colt en la mano derecha, no hablabas así.
– Ya no hay indios, no Gerd.