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¿Qué había pasado con aquella encantadora niña? La miré de lado, el peinado posmoderno, el pendiente de plata en forma de puño cerrado con un elocuente pulgar entre el índice y el dedo medio, el rostro plano, que había heredado de su madre, y la boca un poco demasiado pequeña, todavía infantil.

El director era un mafioso sucio de pequeña estatura y gran obesidad. Inclinaba ante nosotros su ondulada cabeza e impulsaba a la orquesta a un popurrí de «Gianni Schicchi». Era bueno el hombre. Con los movimientos parsimoniosos de su grácil batuta producía como por encanto la más delicada melodía con una orquesta potente.

También hablaba en su favor que hubiera ocupado los timbales con una pequeña mujer encantadora de frac y pantalones. ¿Podría después del concierto esperarla en la salida de la orquesta y ofrecerle mi ayuda para llevarle a casa los timbales?

Luego salió a escena Wilhelmenia. Desde Diva estaba un poco más llenita, pero cautivadora en su traje de noche brillante de lentejuelas. La mejor fue la Wally. Con ella se cerró el concierto y con ella la diva conquistó al público. Era bello ver a viejos y jóvenes unidos en el aplauso. Tras dos bises duramente conquistados en los que mi pequeña timbalera agitó de nuevo virtuosamente mi corazón, salimos animados a la noche.

– ¿Vamos a algún sitio? -preguntó Georg.

– Si queréis a mi casa. He preparado caracoles y he puesto el Riesling a enfriar.

Babs estaba radiante, Röschen se puso de morros.

– ¿Tenemos que ir andando hasta allí?

– Yo iré andando con el tío Gerd -dijo Georg-, vosotras podéis ir en coche.

Georg es un joven serio. De camino me habló de sus estudios de derecho -estaba ya en el quinto semestre-, de papeletas de notas buenas y malas y del caso de derecho penal en que estaba trabajando. Derecho penal medioambientaclass="underline" sonaba interesante, pero sólo era el revestimiento arbitrario de problemas de autoría, inducción y complicidad que a mí se me hubieran podido plantear exactamente igual hacía más de cuarenta años. ¿Son los juristas tan faltos de fantasía, o lo es la realidad?

Babs y Röschen esperaban delante del portal. Cuando abrí con la llave resultó que no funcionaba la luz de la escalera. Subimos tanteando, entre tropezones y risas, y Röschen tenía un poco de miedo en la oscuridad y estaba gratamente apocada.

Fue una velada agradable. Los caracoles estuvieron bien, también el vino. Mi intervención fue un éxito completo. Cuando saqué del bolsillo interior la grabadora -con la que, ayudándome de un pequeño micrófono oculto en la solapa, puedo hacer bastante buenas grabaciones-, la abrí y puse la cinta en mi equipo, Röschen reconoció de inmediato la cita y aplaudió. Georg comprendió cuando se oyó a la Wally. Babs nos miró interrogativa.

– Mamá, tienes que ver Diva cuando la pongan otra vez.

Jugamos a la liebre y el erizo, y a las doce y media el juego estaba en una fase crítica y el Riesling se había acabado. Cogí mi linterna y fui a la bodega. No recuerdo haber bajado antes sin luz la gran escalera de la casa. Pero en los muchos años mis piernas se habían aprendido de tal modo el camino que me sentí completamente seguro. Hasta que llegué al penúltimo descansillo. Aquí el arquitecto, quizá para hacer más representativo y elevado el piso principal, en lugar de los doce escalones del resto de la escalera había puesto catorce. Yo nunca había prestado atención a ello, tampoco mis piernas habían advertido ese detalle de mi escalera, y después de doce escalones di un paso largo hacia delante en vez de uno corto y hacia abajo. Di un traspié y, aunque me pude agarrar a la barandilla, sentí el dolor en el espinazo. Me incorporé, di un nuevo paso a tientas y encendí la linterna. Me di un susto de muerte. En el penúltimo descansillo la pared frontal está ocupada por un espejo con marco de escayola, y en él se encontraba frente a mí un hombre que me dirigía un rayo de luz cegadoramente claro. Duró sólo unas décimas de segundo, hasta que me reconocí. Pero el dolor y el susto fueron suficientes para hacerme continuar el descenso a la bodega con el corazón palpitante y el paso inseguro.

Jugamos hasta las dos y media. Después de que los recogiera el taxi, superara yo de nuevo la escalera a oscuras y llevara la vajilla a la cocina, permanecí todavía lo que dura un cigarrillo ante el teléfono. Tenía ganas de llamar a Brigitte. Pero venció la vieja escuela.

13. ¿ESTÁ BUENO?

Me pasé la mañana sin hacer nada. En la cama hojeé el archivador de Mischkey y seguí dando vueltas en la cabeza a las causas posibles por las que guardó todo aquello; estuve bebiendo el café a sorbos y mordisqueando el pastel de hojaldre que había comprado la víspera anticipando el domingo. Luego leí en la Zeit el artículo de debate de Theo Sommer, el melodrama de la condesa Marion Dönhoff, reflexiones políticas de nuestro mundialmente famoso ex canciller y lo inevitable de Gerd Bucerius. Volvía a saber de qué iba la cosa, así que no fue necesario que me metiera en el cuerpo la recensión de Reich-Ranicki del libro de Wolfram Siebeck sobre la aireada cocina de los que viajan en globo. Luego estuve haciendo caricias a Turbo. Brigitte seguía sin coger el teléfono. A las diez y media tocó el timbre Röschen, que venia a recoger el coche. Me eché la bata sobre la camiseta y le ofrecí un jerez. El peinado posmoderno estaba a esa hora temprana de la mañana reducido a escombros.

Al final me cansé de perder el tiempo y cogí el coche para ir al puente entre Eppelheim y Wieblingen donde Mischkey había encontrado la muerte. Era un día soleado de comienzos de otoño; fui por los pueblos, sobre el Neckar había niebla, en los campos se recogían patatas a pesar de ser domingo, las primeras hojas adquirían tonos multicolores y de las chimeneas de las fondas ascendía el humo.

El puente en sí no me dijo más de lo que ya sabía por el informe policial. Miré a las vías que se encontraban unos cinco metros por debajo de mí, y pensé en el Citroën que se precipitó sobre ellas. Un ferrobús iba en dirección a Edingen. Ya en el otro lado, caminando sobre el tablero del puente miré hacia abajo y descubrí la antigua estación. Un bonito edificio de piedra de aproximadamente un siglo con tres pisos, arcos redondos en las ventanas del primero y una pequeña torre. La cantina de la estación parecía todavía en servicio. Entré. El local era lúgubre, de las diez mesas estaban ocupadas tres, en el lado derecho había una máquina de discos, una flipper y dos videojuegos, sobre la barra, restaurada al estilo tradicional alemán, languidecía una palmera de interior, y a su sombra se encontraba la patrona. Me senté junto a la mesa libre de la ventana que daba al andén y a las vías, me dieron la carta con escalopes a la vienesa, a la cazadora y a la gitana, con patatas fritas en cada caso, y pregunté a la dueña por el plato del día, plat du jour, para hablar como Ostenteich. Podía ofrecer estofado, albóndigas y lombarda, consomé con médula de hueso.

– Muy bien -dije, y pedí también un vino de Wiesloch.

Una muchacha joven me trajo el vino. Tendría unos dieciséis años y era de una exuberancia lasciva que no se debía únicamente a la combinación de los vaqueros demasiado estrechos, la blusa demasiado ceñida y los labios demasiado rojos. A cualquier hombre por debajo de los cincuenta le hubiera puesto a tono. A mí no.

– Que aproveche -dijo aburrida.

Cuando la madre trajo la sopa le pregunté por el accidente de principios de septiembre.

– ¿Se enteraron ustedes de algo?

– Eso tendré que preguntárselo a mi marido.

– ¿Qué diría él?

– Bueno, ya estábamos en la cama, y de repente oímos ese ruido. Y poco después otro más. Yo le dije a mi marido: «Espero que no haya pasado nada.» Él se levantó enseguida y cogió la pistola de gas porque aquí en el local siempre entran por las máquinas expendedoras. Pero no pasaba nada aquí con las máquinas, era arriba, en el puente. ¿Es usted de la prensa?