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– Soy de la compañía de seguros. ¿Llamó su marido entonces a la policía?

– Pero si mi marido no sabía nada de nada. Como en el local no pasaba nada, subió y se puso algo encima. Luego salió a las vías, pero en ese momento oyó la sirena de la ambulancia. ¿Para qué tenía que llamar?

La hija, rubia y guapetona, trajo el estofado y escuchó con atención. La madre la envió otra vez a la cocina.

– ¿Su hija no se enteró de nada? -Era evidente que la madre tenía un problema con la hija.

– Nunca se entera de nada. Sólo se queda mirando cada pantalón que pasa, no sé si me entiende. Yo cuando tenía su edad no era así. -Ahora era demasiado tarde. En su mirada había una avidez estéril-. ¿Está bueno?

– Como en casa de mi madre -dije.

Sonó un timbre en la cocina, y su cuerpo presto se separó de mi mesa. Me di prisa con el estofado y el vino. De camino al coche oí unos pasos rápidos detrás de mí.

– ¡Eh, usted! -La pequeña de la cantina llegó sin respiración a la carrera-. Usted quiere saber cosas del accidente. ¿Hay un billete de cien para mí?

– Depende de lo que tengas que decirme. -Era una furcia redomada.

– Cincuenta ahora mismo, antes no empiezo a hablar.

Yo quería saberlo y saqué dos billetes de cincuenta de la cartera. Uno se lo di, y el otro lo arrugué hasta formar una bolita.

– Bueno, fue así. El jueves Struppi me trajo a casa, con su Manta. Cuando llegamos al puente estaba allí la camioneta. A mí me extrañó, qué estaría haciendo en el puente. Entonces Struppi y yo, bueno…, pues seguimos con lo nuestro. Y cuando oímos el estallido le dije a Struppi que se marchara porque pensé que iba a venir mi padre. Mis padres tienen algo contra Struppi, porque está así como casado. Pero yo le quiero. Pero es igual, en todo caso vi cómo la camioneta se iba.

Le di la bolita.

– ¿Qué aspecto tenía la camioneta?

– Tenía algo raro. De ésas ya no hay por aquí. Pero no puedo decirle más. Tampoco tenía las luces encendidas.

Desde la puerta de la cantina la madre nos observaba.

– ¿Vas a venir, Dina? ¡Deja a ese hombre en paz!

– Ya voy.

Dina volvió con provocadora lentitud. La compasión y la curiosidad me impulsaron a conocer al hombre que tenía por mujer e hija a aquellos fardos. En la cocina encontré a un hombrecito delgado y sudoroso ocupado con pucheros, cacerolas y sartenes. Probablemente ya había intentado de forma repetida cometer suicidio con su pistola de gas.

– No lo haga. Ninguna de las dos lo merece.

En el camino de vuelta estuve buscando con la vista camionetas de las que ya no hay por aquí. Pero no vi nada, era domingo. Si era cierto lo que me había contado Dina, querría decir que sobre la muerte de Mischkey quedaban por saber más cosas de las que figuraban en el informe policial.

Cuando por la noche nos encontramos en las Badische Weinstuben, Philipp sabía que el grupo sanguíneo de Mischkey era AB. Por tanto no era sangre suya la que yo había rascado del costado del vehículo. ¿Cuál era la conclusión de esto?

Philipp comió su morcilla con apetito. Me habló de pan de especias en forma de corazón, de trasplantes de corazón y de su nueva amiga, que se había afeitado el vello púbico dándole la forma de corazón.

14. VAMOS A ANDAR UN POCO

Me había pasado la mitad del domingo con un caso para el que ya no estaba contratado. Es, por principio, lo que un detective no debe hacer jamás.

Miraba el parque Augusta por los cristales ahumados. Me había propuesto decidir que haría a continuación cuando viera pasar el décimo coche. El décimo coche fue un Volkswagen escarabajo. Me arrastré hasta mi mesa de despacho con la intención de escribir un informe final para Judith Buchendorff. Un final tiene que tener su forma.

Tomé un bloc y un lapicero e hice unas notas breves. ¿Qué se oponía a la hipótesis de un accidente? Estaba lo que Judith me había contado, los dos golpes que había oído la madre de Dina, y sobre todo lo que ésta había observado. Esto último era lo bastante explosivo como para ponerme a buscar intensamente la camioneta y a su conductor suponiendo que hubiera seguido con el caso. ¿Tenían algo que ver con mi caso la RCW? Sobre ella había investigado largamente Mischkey, con la intención que fuera, y era probablemente la gran empresa para la que Fred trabajó una vez. ¿La había emprendido a golpes Fred en el cementerio por encargo de ella? Después estaban las huellas de sangre de la parte derecha del descapotable de Mischkey. En fin, también la impresión de que algo no casaba, y las muchas ideas sugeridas por los últimos días. ¿Judith, Mischkey y un rival celoso? ¿Otra intrusión informática de Mischkey con una reacción mortal? ¿Un accidente en que intervino la camioneta, cuyo conductor se dio a la fuga? Pensé en los dos golpes: ¿un accidente en que estaba implicado también un tercer vehículo? ¿Suicidio de Mischkey, al que todo aquello sobrepasaba?

Necesité mucho tiempo para convertir todos aquellos elementos fragmentarios en un informe final. Casi el mismo tiempo permanecí sentado pensando si debía enviar una factura a Judith y qué debería poner en ella. La redondeé en los mil marcos y añadí el Impuesto sobre el Valor Añadido. Cuando ya había escrito a máquina el sobre, colocado el sello y metido la carta y la factura, me había puesto además el abrigo e iba a dirigirme al buzón, volví a sentarme y me serví un sambuca con tres mosquitos.

Todo había sido una mierda. Echaría de menos el caso, que me había afectado más de lo que suele mi trabajo. Echaría de menos a Judith. Por qué no había de confesármelo.

Cuando la carta estaba ya en el buzón retomé el caso de Sergej Mencke. Llamé al Teatro Nacional y acordé una cita con el director del ballet. Escribí a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg preguntándoles si deseaban hacerse cargo de los costes de un viaje a los Estados Unidos. Los dos mejores amigos y colegas de mi autolesionado bailarín de ballet, Joschka y Hanne, habían adquirido compromisos para la nueva temporada en Pittsburgh, Pennsylvania, y se habían ido allí, y yo nunca había estado en los Estados Unidos. Averigüé que los padres de Sergej Mencke vivían en Tauberbischofsheim. El padre era capitán allí. La madre me dijo por teléfono que podía pasarme por allí al mediodía. El capitán Mencke comía habitualmente en casa. Hablé por teléfono con Philipp y le pregunté si en los anales de las fracturas de pierna se encontraban consignados casos en que el paciente fuera el causante de la propia lesión y de fractura por cierre de puerta de un coche. Se ofreció a proponerlo a su asistenta en la facultad como tema de tesis.

– ¿Te vale el resultado en tres semanas?

Me valía.

Luego me puse en camino a Tauberbischofsheim. Todavía tenía tiempo para cruzar tranquilamente el valle del Neckar y tomar café en Amorbach. Ante el castillo alborotaba un grupo escolar a la espera del guía. ¿Se podrá realmente enseñar a los niños el sentido de bello?

El señor Mencke era un hombre valeroso. Se había construido su propia casa, a pesar de que contaba con que lo destinaran a otra parte. Me abrió vestido de uniforme.

– Pase, pase usted, señor Selb. Aunque no dispongo de mucho tiempo, tengo que irme enseguida.

Nos sentamos en la sala de estar. Habían abierto una botella de Jägermeister, pero ninguno de los dos bebió.

Sergej se llamaba en realidad Siegfried y, para dolor de su madre, había abandonado ya con dieciséis años la casa paterna. Padre e hijo habían roto. Al hijo, deportista, no se le había perdonado que se hubiera librado del servicio militar fingiendo una lesión de la columna vertebral. También su elección del ballet había chocado con la desaprobación de los padres.

– A lo mejor tiene también su lado bueno que ahora ya no pueda bailar -dijo la madre-. Cuando le visité en el hospital volvía a ser mi Sigi de siempre.