Pregunté cómo se las había arreglado Siegfried económicamente desde entonces. Al parecer, siempre había habido algunos amigos, o también amigas, que le apoyaran.
El señor Mencke se sirvió entonces un poco de Jägermeister.
– A mí me habría gustado pasarle algo, de la herencia de la abuela. Pero, claro, tú no querías. -Ella se dirigió al marido con un tono de reproche-. Lo único que has hecho es hundirle más en todo.
– Déjalo, Ella. Eso no interesa al señor de la compañía de seguros. Y ahora yo tengo que volver al servicio. Venga, señor Selb, le acompaño fuera. -Permaneció de pie en la puerta y me siguió con la mirada hasta que desaparecí con el coche.
En el viaje de vuelta me detuve en el restaurante de Adelsheim. Estaba lleno; algunos hombres de negocios, profesores del internado y en una mesa tres señores que me produjeron la impresión de ser el juez, el fiscal y el defensor del juzgado local de Adelsheim que celebraban el juicio en un ambiente distendido y sin la enojosa presencia de los acusados. Conocía eso de mi época en la administración de Justicia.
En Mannheim me vi atrapado en el tráfico de fin de la jornada laboral y tardé veinte minutos para recorrer los quinientos metros del parque Augusta. Abrí la puerta de mi despacho.
– Gerd -gritó alguien, y cuando me volví vi a Judith que venía desde el otro lado de la calle por entre los coches detenidos-. ¿Podemos hablar un momento?
Volví a cerrar con llave mi despacho.
– Vamos a andar un poco.
Ascendimos la Mollstrasse y avanzamos por la Richard-Wagner -Strasse. Pasó un buen rato hasta que dijo algo.
– El sábado me excedí en mi reacción. Sigue sin parecerme bien que no me dijeras el mismo miércoles lo que hubo entre Peter y tú. Pero de algún modo entiendo cómo te sentiste, y que hablé de ti como de alguien en quien no se puede confiar, lo lamento. Me pongo fácilmente histérica desde que Peter murió.
También yo necesité tiempo.
– Esta mañana te he escrito un informe final. Lo encontrarás, junto con la factura, en tu correo hoy o mañana. Ha sido triste. He tenido la sensación de que me tenía que arrancar algo del corazón, a ti, a Peter Mischkey, y una claridad sobre mí mismo que he empezado a adquirir con el caso.
– Entonces ¿estás de acuerdo en continuar? Dime ya lo que pone en tu informe.
Habíamos llegado al museo; cayeron algunas gotas. Entramos, y mientras caminábamos lentamente por las salas con cuadros del siglo XIX le conté lo que había descubierto, lo que suponía y lo que me preguntaba. Nos paramos ante el cuadro de Feuerbach con lfigenia en Táuride.
– Es un hermoso cuadro. ¿Conoces la historia?
– Creo que Agamenón, su padre, la destinó como víctima a la diosa Artemisa para que el viento soplara de nuevo y la flota griega pudiera zarpar hacia Troya. Me gusta el cuadro.
– Me gustaría saber quién fue la mujer.
– ¿Te refieres a la modelo? Feuerbach la quiso mucho; Nanna, la mujer de un zapatero romano. Dejó el tabaco por ella. Luego los abandonó a él y a su marido, por un inglés.
Fuimos a la salida y vimos que todavía llovía.
– ¿Cuál es el próximo paso que vas a dar? -preguntó Judith.
– Mañana quiero hablar con Gremlich, el colega de Peter Mischkey en el Centro Regional de Cálculo, y también otra vez con algunas personas de la RCW
– ¿Hay algo que yo pueda hacer?
– Si se me ocurre algo te lo diré. ¿Está Firner al corriente de lo tuyo con Peter Mischkey y de que me has contratado?
– Yo no le he dicho nada. Pero, mirándolo bien, ¿por qué no me ha dicho él nada de la implicación de Peter en nuestro asunto de los ordenadores? Al principio siempre me mantenía al corriente.
– ¿Y no te enteraste en absoluto de que cerré el caso?
– Sí, un informe tuyo pasó por mi mesa. Pero todo era muy técnico.
– Sólo te ha llegado la primera parte. Me gustaría saber por qué. ¿Crees que podrás enterarte?
Prometió que lo intentaría. Había dejado de llover, anocheció y se encendieron las primeras luces. La lluvia había traído consigo el hedor de la RCW De camino al coche no hablamos. Los andares de Judith reflejaban cansancio. Al despedirnos vi también el profundo cansancio de sus ojos.
Advirtió mi mirada.
– No tengo buen aspecto estos últimos días, ¿eh?
– No, deberías irte.
– En los últimos años siempre he pasado las vacaciones con Peter. Nos conocimos en el Club Mediterranée, ¿sabes? Ahora deberíamos estar en Sicilia, a finales de otoño siempre íbamos al sur. -Empezó a llorar.
Le pasé el brazo por los hombros. No supe decirle nada. Lloró hasta agotarse.
15. EL PORTERO TODAVÍA ME RECORDABA
Gremlich estaba casi irreconocible. Había cambiado el traje safari por un pantalón de franela y una chaqueta de cuero, llevaba el pelo corto, en el labio superior lucía un bigotito a lo Menjou cuidadosamente recortado, y con el nuevo look mostraba una seguridad recién adquirida.
– Buenos días, señor Selb. ¿O tengo que llamarle Selk? ¿Qué le trae por aquí?
¿Qué debía pensar yo de aquello? Mischkey no le habría hablado de mí. ¿Quién, entonces? Alguien de la RCW ¿Una casualidad?
– Qué bien que esté enterado. Eso me facilitará la labor. Tengo que ver los archivos que Mischkey llevaba aquí. ¿Me hace el favor de enseñármelos?
– ¿Cómo? No entiendo. Aquí ya no hay archivos de Peter. -Su mirada era de irritación, de desconfianza-. ¿A qué ha venido en realidad?
– Tendrá que adivinarlo. ¿Así que ha borrado los archivos? Quizá sea mejor así. Pero dígame lo que piensa de esto. -Saqué de la cartera las hojas de impresora que había encontrado en la carpeta de Mischkey.
Se las puso delante en la mesa y las estuvo examinando un buen rato.
– ¿De dónde la ha sacado? Tienen cinco semanas, y han sido impresas en esta casa, pero no tienen nada que ver con lo que hacemos aquí. -Sacudió pensativo la cabeza-. Me gustaría quedármelas. -Miró el reloj-. Ahora tengo que ir a una reunión.
– En otra ocasión paso por aquí gustosamente y se las dejo. Ahora me las tengo que llevar.
Me las dio, pero tuve la impresión de arrancárselas. Metí en mi cartera el material prohibido, evidentemente explosivo.
– ¿Quién se ha hecho cargo de las tareas de Mischkey?
Gremlich me miró francamente alarmado. Se incorporó.
– No entiendo, señor Selb… Ya continuaremos la conversación en otra ocasión. De verdad, ahora tengo que ir a la reunión. -Me acompañó a la puerta.
Salí de la casa, vi la cabina telefónica de la Ebertplatz e inmediatamente llamé a Hemmelskopf.
– ¿Tenéis en el Servicio de Información Crediticia algo sobre un tal Jörg Gremlich?
– Gremlich… Gremlich… Si tenemos algo sobre él, lo veré inmediatamente en pantalla. Un momento… Aquí está, Gremlich, Jörg, nacido el diecinueve de noviembre de 1948, casado, dos hijos, residente en Heidelberg, en la Furtwänglerstrasse, tiene un Escort rojo, matrícula HD-S 735. Tuvo deudas, pero parece que ha logrado salir. Sólo hace dos semanas que ha saldado el crédito que tenía con el Bank für Gemeinwirtschaft. Eran unos cuarenta mil marcos.
Le di las gracias. Pero esto no bastó a Hemmelskopf.
– Mi mujer sigue esperando la dragontea que le prometiste en primavera. ¿Cuándo te pasas por nuestra casa?
Puse a Gremlich en la lista de los sospechosos. Hay dos hombres que están relacionados; uno de ellos encuentra la muerte y el otro dinero, y el que consigue dinero sabe todavía demasiado; no tenía ninguna teoría, pero aquello me olía mal.
La RCW nunca me había pedido que devolviera el pase. Gracias él encontré aparcamiento sin dificultad. El portero todavía me recordaba y se llevó la mano a la gorra. Fui al centro de cálculo y conseguí dar con Tausendmilch sin caer en las manos de Oelmüller. Me hubiera sido desagradable explicarle qué hacía allí. Tausendmilch estuvo despierto, diligente y de entendimiento rápido, como siempre. Silbó entre dientes.