Me despedí de Aristóteles. De nuevo ejercían su hechizo los patios de la vieja fábrica. Pasé por el arco al patio siguiente, cuyas paredes brillaban en el rojo otoñal de la viña rusa. No vi a Richard jugando a la pelota por ninguna parte. Pulsé el timbre de la vivienda de servicio de los Schmalz. La mujer mayor que ya conocía de vista abrió la puerta. Iba de luto.
– ¿La señora Schmalz? Buenos días, mi nombre es Selb.
– Buenos días, señor Selb. ¿Va a ir usted desde aquí con nosotros al entierro? Mis hijos van a recogerme ahora.
Media hora después me encontraba en el crematorio del Cementerio Central de Ludwigshafen. La familia Schmalz me había incorporado al duelo por Schmalz senior como la cosa más natural del mundo, y no quise decir que sólo por casualidad había caído en los preparativos del entierro. Había ido en coche al cementerio con la señora Schmalz, el joven matrimonio Schmalz y el hijo Richard, contento por la gabardina azul oscuro y el traje de tono discreto que llevaba ese día. Por el camino me enteré de que Schmalz senior había sucumbido a un infarto.
– Tenía tan buen aspecto cuando lo vi hace pocas semanas…
La viuda sollozó. Mi amigo el sibilante me habló de las circunstancias que le llevaron a la muerte.
– Papá todavía tenía mucho que hacer después de haberse jubilado. Tenía un taller en el viejo hangar junto al Rin. Allí tuvo un descuido hace poco. La herida de la mano no era profunda, pero el doctor pensaba que también había sufrido un derrame cerebral. Después de eso papá sentía siempre un cosquilleo en la parte izquierda del cuerpo, se sentía muy mal y se quedó en la cama. Y luego, hace cuatro días, el infarto.
En el cementerio, la RCW estaba ampliamente representada. Danckelmann pronunció una alocución: «Su vida fue la seguridad de la empresa, y la seguridad de la empresa fue su vida.» En el curso de su intervención leyó una despedida personal de Korten. El presidente del Club de ajedrez de la RCW, en cuya segunda agrupación había jugado Schmalz senior en la tercera mesa, pidió la bendición de Caissa para el finado. La orquesta de la RCW tocó Yo tenía un camarada. Schmalz, conmovido, me cuchicheó: «El más vivo deseo de papá.» Luego el ataúd, cubierto de flores, se deslizó en el horno crematorio.
No me pude escapar del café y el pastel del ceremonial del entierro. Pero pude evitar sentarme al lado de Danckelmann o de Thomas, aunque Schmalz junior me había adjudicado ese puesto de honor. Tomé asiento junto al presidente del club de ajedrez de la RCW, y estuvimos charlando sobre el campeonato mundial entre Kárpov y Kaspárov. Con el coñac que siguió empezamos una partida a ciegas. En la jugada treinta y tres perdí la visión de conjunto. Empezamos a hablar del finado.
– Schmalz era un jugador ordenado. Aunque empezó tarde con ello. Y de él se podía uno fiar en la asociación. No dejó pasar un entrenamiento ni un torneo.
– ¿Con qué frecuencia entrenaban?
– Todos los jueves. Ahora hace tres semanas que Schmalz faltó por primera vez. La familia dice que cometió algún exceso en el taller. Pero, sabe usted, yo desde luego creo que había tenido la embolia ya antes. Porque en otro caso no habría estado en el taller, sino entrenando. Algo no le funcionaba bien.
Las cosas sucedieron como en toda comida posterior a un entierro. Al principio las voces bajas, la esforzada tristeza en el rostro y la rígida dignidad en los cuerpos, mucha timidez, algún incidente penoso y el deseo de todos de dejar atrás el asunto rápidamente. Y ya al cabo de media ahora es tan sólo la ropa la que distingue al cortejo fúnebre de cualquier otra reunión, ni el apetito ni el ruido ni, con unas pocas excepciones, la mímica y los gestos. Y, sin embargo, me quedé un poco pensativo. ¿Cómo ocurrirían las cosas en mi propio entierro? En la primera fila de la capilla del cementerio cinco o seis figuras, entre ellas Eberhard, Philipp y Willy, Babs, quizá también Röschen y Georg. Pero a lo mejor nadie se enteraba de mi muerte y, aparte del párroco y de los cuatro que llevaran mi ataúd, no habría alma viviente que me acompañara a la tumba. Veía a Turbo caminando tras el ataúd, un ratón en la boca. Una pequeña cinta ceñida en torno a éste: «A mi querido Gerd, de su Turbo.»
17. A CONTRALUZ
A las cinco estaba en mi despacho, ligeramente bebido y de mal humor. Fred llamó por teléfono.
– Hola, Gerhard, ¿te acuerdas de mí? Quería preguntarte otra vez por ese trabajo. ¿Tienes ya a alguien?
– Algunos candidatos tengo. Pero todavía nada definitivo. Bueno, te podría examinar otra vez. Pero en todo caso tendría que ser ahora mismo.
– Me va bien.
Le cité en el despacho. Empezaba a oscurecer, encendí la luz y bajé las persianas de tablillas.
Fred vino contento y confiado. Fue desleal por mi parte, pero le golpeé de inmediato. A mi edad no puedo permitirme juego limpio en esas situaciones. Le alcancé en el estómago y no me detuve a quitarle las gafas de sol antes de golpearle en el rostro. Sus manos se alzaron, y volví a darle de lleno en el bajo vientre. Cuando intentó tímidamente devolver un golpe con la derecha le retorcí el brazo hacia la espalda, le aticé en la corva y cayó al suelo. Le tenía a mi merced.
– ¿Quién te encargó golpear a un tipo en el cementerio?
– Para, para, me haces daño, de qué me hablas. No lo sé exactamente, el jefe no me dice nada. Yo…, aaaah, suelta…
Poco a poco salió todo. Fred trabajaba para Hans, que recibía los encargos y establecía los acuerdos; no le daba nombres a Fred, sólo le indicaba la persona, el lugar y la hora. Alguna vez Fred se había enterado de algo, «para el rey del vino eché una vez una mano y otra vez para el sindicato y para la química…, para, sí, quizá el del cementerio de guerra… ¡para!»
– Y para los de la química has matado al tipo unas semanas después.
– Pero tú estás loco. Yo no he matado a nadie. Le atizamos un poco, nada más. Para, me vas a dislocar el brazo. Te lo juro.
No conseguí hacerle el suficiente daño como para que prefiriese cargar con las consecuencias de confesar un asesinato antes que soportar el dolor por más tiempo. Además, lo encontré creíble. Le solté.
– Siento mucho, Fred, haber tenido que ser duro contigo. No puedo permitirme que trabaje para mí alguien que tiene un asesinato a las espaldas. Está muerto, el tipo del que os ocupasteis aquella vez.
Fred se estaba reponiendo. Le indiqué el lavabo y le serví un sambuca. Se lo bebió de un trago y se dispuso a irse.
– Vale, vale -murmuró-. Pero ya tengo suficiente, me voy.
Quizá le pareciera bien mi forma de conducirme desde un punto de vista profesional. Pero había perdido sus simpatías.
De nuevo una pieza más y sin embargo la figura general no era más clara. Así que el enfrentamiento entre la RCW y Mischkey había llegado al empleo de matones profesionales. Pero del aviso que habían dado a Mischkey en el cementerio hasta el asesinato hay un largo trecho.
Estaba sentado ante mi escritorio. El Sweet Afton se había fumado solo y no había dejado más que las cenizas de su cuerpo. Del parque Augusta llegaba el zumbido del tráfico que pasaba. En el patio trasero se oía el griterío de los niños que jugaban. Hay días de otoño en que a uno le vienen las Navidades a la memoria. Me puse a pensar con qué adornaría mi árbol aquel año. A Klara le gustaba lo clásico y año tras año ponía bolas de cristal plateadas y brillantes y cintas de papel de plata en el árbol. Desde entonces yo he probado unas cuantas cosas, desde coches Wiking hasta paquetes de cigarrillos. Con ello he conseguido una cierta fama entre mis amigos, pero también he establecido una norma con la que me siento obligado. El universo de los pequeños objetos susceptibles de ser empleados como decoración del árbol navideño no es ilimitado. Las latas de sardinas en aceite por ejemplo serían decorativas, pero son muy pesadas.