– Sí, pero… entonces a usted le da igual lo que está pasando con el control de emisiones. ¿O va usted a ir a la policía a pesar de todo?
Pensé en el hedor que con tanta frecuencia me obligaba a cerrar las ventanas. Y en todo lo que no se olía. A pesar de ello, ahora eso me era indiferente. Volví a coger las hojas de impresora de Mischkey, que estaban sobre la mesa de Gremlich. Cuando me volví para irme Gremlich me ofreció la mano. No se la di.
19. ENERGÍA Y TENACIDAD
A primera hora de la tarde estaba citado con el coreógrafo. Pero no tenía ganas y la anulé. Una vez en casa, me tumbé en la cama y no desperté hasta las cinco. Casi nunca duermo la siesta. A causa de mi tensión baja me resulta difícil ponerme en forma después. Me di una ducha caliente y me preparé un café bien cargado.
Cuando llamé a Philipp a su departamento, la enfermera dijo:
– El señor doctor se ha ido ya a su barco nuevo.
Fui en coche por Neckarstadt hasta Luzenberg y aparqué en la Gewirgstrasse. En el puerto pasé por delante de muchas embarcaciones hasta que encontré la de Philipp. La reconocí por el nombre. Se llamaba Fauno 69.
No entiendo nada de navegación. Philipp me explicó que con el barco podía viajar hasta Londres o rodear Francia hasta Roma sólo con no alejarse mucho de la costa. El agua alcanzaba para diez duchas, el frigorífico para cuarenta botellas y la cama para un Philipp y dos mujeres. Después de haberme enseñado todo, conectó el equipo estereofónico, puso a Hans Albers y descorchó una botella de Burdeos.
– ¿Vas a hacer un viaje de prueba conmigo?
– Tranquilo, Gerd. Primero vamos a vaciar la botellita, y luego levamos anclas. Tengo radar y puedo navegar en cualquier momento del día o de la noche.
La botellita se convirtió en dos. En primer lugar Philipp me habló de sus mujeres.
– Y a ti, Gerd, ¿cómo te va en el amor?
– Bah, qué voy a contarte.
– ¿Nada con policías de tráfico guapas o con secretarias elegantes, o con quién si no tienes tú relaciones?
– Con un caso he conocido hace poco a una mujer que ya me gustaría. Pero está difícil, porque su novio murió.
– ¿Y dónde radica la dificultad, si me lo puedes explicar?
– Bueno, yo no puedo acercarme a una viuda que está de duelo, y menos aún si tengo que averiguar si su novio fue asesinado.
– ¿Por qué no puedes? ¿Es ése tu código de honor de fiscal, o es que simplemente tienes miedo de que te dé calabazas? -Se estaba burlando de mí.
– No, no, no se trata de eso. Además, hay otra, Brigitte. También me gusta mucho. No tengo ni idea de qué voy a hacer con dos mujeres.
Philipp estalló en una sonora carcajada.
– Desde luego, eres un auténtico ligón. ¿Y qué te impide una relación más íntima con Brigitte?
– Ya he…, bueno, también con ella ya he…
– ¿Y ahora va a tener un hijo tuyo?
Philipp apenas podía aguantarse la risa. Entonces notó que yo no tenla ningunas ganas de reír, y se interesó en serio por mi situación. Se la conté.
– Eso no es motivo para ponerse tan triste. Sólo tienes que saber lo que quieres. Si buscas una para casarte, entonces quédate con Brigitte. No están mal las mujeres a los cuarenta, ya lo han visto todo, vivido todo, son sensuales como un súcubo si uno sabe despertarlas. Y encima masajista, a ti con tu reuma… Con la otra la cosa suena a estrés. ¿Te va eso?, ¿el amour fou, júbilo hasta el cielo y aflicción a muerte?
– Pero si no sé lo que quiero. Probablemente quiero las dos cosas, la seguridad y lo picante. En todo caso a veces quiero a una, y otras veces a la otra.
Eso lo entendió. Coincidíamos en ello. Entretanto ya sabía yo dónde estaba el Burdeos y traje la tercera botella. El camarote estaba lleno de humo.
– ¡Eh, cocinero, vete a la cocina y pon a asar el pescado del congelador!
En el frigorífico había ensalada de patatas y de salchichas de Kaufhof y también estaban los filetes de pescado congelados. Sólo había que ponerlos en el horno. Dos minutos después llevé la cena al camarote. Philipp había puesto la mesa y un disco de Zarah Leander.
Después de comer fuimos al puente, como lo llamaba Philipp.
– ¿Y dónde se iza aquí la vela?
Philipp conocía mis bromas fastidiosas y no se irritó. También mi pregunta sobre si todavía podía navegar le pareció un chiste malo. Estábamos bastante colocados.
Pasamos por debajo del puente Altrhein y, una vez que alcanzamos el Rin, nos dirigimos aguas arriba. La corriente era oscura y silenciosa. En el recinto de la RCW había muchos edificios intensamente iluminados, tubos elevados lanzaban como antorchas un fuego multicolor y había focos que arrojaban una luz deslumbrante al ritmo de latigazos. El motor traqueteaba suavemente, el agua palmoteaba contra la borda, y de la fábrica llegaba un jadeo potente y estruendoso. Nos deslizábamos a lo largo del puerto de embarque de la RCW, de gabarras, atracaderos y grúas de contenedores, de trazados de vías y de naves de almacenamiento. Se levantó la niebla. Se notaba ya el fresco. Ante nosotros ya podía distinguir el puente Kurt Schumacher. El recinto de la RCW se oscureció, detrás de las vías se elevaban en el cielo nocturno edificios antiguos escasamente iluminados.
Tuve una corazonada.
– Acércate a la derecha -le dije a Philipp.
– ¿Quieres decir que atraque? ¿Ahora, ahí, en la RCW? ¿Para qué?
– Quisiera echar un vistazo. ¿Puedes aparcar durante media hora y esperarme?
– No se dice aparcar, sino echar el ancla, estamos en un barco. ¿Sabes que son las diez y media? Yo pensaba que íbamos a dar la vuelta delante el castillo, traquetear de regreso y bebernos después la cuarta botella en la dársena de Waldhof.
– Te lo explico todo después con la cuarta botella. Pero ahora tengo que entrar ahí. Tiene que ver con el caso del que te he hablado. Y ya no estoy en absoluto colocado.
Philipp me examinó un momento con atención.
– Tú sabrás lo que haces. -Puso rumbo hacia la derecha y continuó lentamente a lo largo del muro del muelle con una serena concentración de que no le hubiera creído capaz, hasta que encontró una escalera vertical incorporada al muro-. Cuelga fuera las defensas. -Señaló tres objetos de plástico blancos parecidos a morcillas. Los tiré por la borda, felizmente estaban atados entre sí, y fijó la embarcación a la escalera.
– Me gustaría que vinieras conmigo. Pero todavía me gusta más saberte aquí, dispuesto a zarpar. ¿Tienes una linterna para mí?
– Aye, aye, Sir.
Trepé por la escalera. Temblaba de frío. El polo que me vendieron con algún nombre americano y que llevaba con mis nuevos vaqueros bajo la vieja chaqueta de cuero no calentaba. Asomé la cabeza por encima del muro del muelle.
Ante mí discurría paralelamente a la orilla del Rin una calle estrecha, y tras ella unas vías con vagones de ferrocarril. Los edificios eran construcciones de ladrillo del estilo que ya conocía por las dependencias de seguridad y la vivienda de los Schmalz. Tenía ante mí la fábrica antigua. En algún lugar por allí tenía que estar el hangar de Schmalz.
Me volví a la derecha, donde los edificios de ladrillo eran más bajos. Intenté caminar al mismo tiempo con prudencia y con la naturalidad del que formaba parte de aquello. Me mantuve a la sombra de los vagones.
Llegaron sin que el perro pastor que les acompañaba soltara el menor ladrido. Uno me iluminó el rostro con la linterna, el otro me pidió la acreditación. Saqué el pase especial de mi cartera.
– ¿Señor Selb? ¿Qué hace usted aquí con su misión especial?
– No necesitaría el pase especial si tuviera que decírselo.
Pero con ello no los había tranquilizado, ni tampoco intimidado. Eran dos jovenzuelos de los que ahora se encuentra uno en las unidades especiales de la policía. Antes se los encontraba en las Waffen-SS. Esto es, por supuesto, una comparación inadmisible, porque en la actualidad tenemos un orden liberal y democrático, pero la mezcla de celo, seriedad, inseguridad y servilismo en los rostros es la misma. Llevaban una especie de uniforme paramilitar con el anillo de benzol en el distintivo del cuello.